LITERATURA
Hace más de cincuenta años murió Marilyn Monroe. ¿Suicidio o asesinato? Se reabre de nuevo el caso cuando los culpables del presumible crimen de estado hace mucho que pasaron a mejor vida y han muerto casi todos los testigos. Marilyn Monroe, cuando era Norma Jean, rodó una película porno. Ésta es la historia de un rodaje que dejaría marcado de por vida a su partenaire masculino.
Bette era cuarentona, pero tenía un
cuerpo de escándalo, el que uno acostumbra a soñar cuando cierra los ojos y
tiene fantasías sexuales. Cuando la vi desnuda me pregunté si todas esas curvas
eran suyas y lo difícil que iba a resultar no irse en los primeros segundos, al
primer roce. Me había tomado, media hora antes de la cita, un par de cervezas
para retardar mi corrida. Cuando Bette, en la cama, deslizó su braguitas por
sus muslos, descubrió un sexo perfectamente cincelado.
MIS
QUINCE MINUTOS CON NORMA
La primera vez que vi a Norma resultó
inolvidable, y puedo dar fe de ello ahora que han transcurrido más de medio
siglo y ningún sentido tiene la fabulación sobre un hecho real que, por muchas veces que narro,
todo el mundo se empeña en poner en duda. Claro que lo mismo haría yo si alguien me
viniera diciendo lo que yo cuento: no creerle, pensar que el tipo es un
chiflado o padece paranoia mitómana.
Fue en la primavera de 1948. El verano
se había adelantado un par de meses y se rozaba, en California, los 40 grados. Hacía
tanto calor que la pinocha de los bosques ardía y diversos fuegos incontrolados
cruzaban el estado de norte a sur ante la inoperancia de un gobernador muy religioso
que permanecía cruzado de brazos porque creía que eso era el designio de Dios y
algo debían de haber hecho esos árboles para merecer ese castigo. Yo era
un joven insolente, seguro de mi mismo, atractivo
y atlético, ansioso por devorar la vida y capaz de cualquier cosa, que
acariciaba la mayoría de edad y vivía con mi madre porque mi padre desapareció
un buen día y de él no supimos más. Creo que mi afición al bourbon y a las
mujeres la heredé de él. No lo creo, estoy seguro.
Llegué
puntual al rodaje y, porqué no decirlo, con cierto nerviosismo perfectamente
explicable debido a mi inexperiencia en esas lides. La casa de Escondido, un distrito próximo a
San Diego que se extendía por una docena de lomas, reunía todos los requisitos
de clandestinidad para ese tipo de cine: al final de una carretera sin retorno,
junto a un bosquecillo de álamos, apartada quinientos metros de la vivienda más
cercana, lo que evitaba curiosos y testigos molestos. Conducía por entonces un
Plymouth de segunda mano color gris metalizado con matrícula de Los Ángeles,
coche que, por sentimentalismo, me he empecinado en conservar, y el trabajo que
me habían ofrecido, a través de Ralph, compañero de estudios de Derecho en la
UCLA, la universidad estatal de Los Ángeles, era de los que no se podían
rechazar por su atipicidad.
─Diles que estás curtido, Jimmy, o no
te aceptarán.
─Claro que estoy curtido.
─No me entiendes. Que ya lo has hecho
otras veces, que te controlas. Sé convincente o esos tipos te van a romper las
piernas.
─Ok. ¿Y si me preguntan qué películas
he hecho?
─Te las inventas. Nadie controla
exactamente ese tipo de cine.
De eso se trataba: de ese tipo de cine
en el que los actores no necesitan muchas clases de declamación ni experiencia
en los escenarios recitando a Shakespeare. Durante las semanas anteriores al
rodaje me sometí a un rápido entrenamiento que tuvo tantos riesgos como
alicientes. Salía entonces con Melanie Gilford, una atractiva pelirroja de
cuerpo redondeado y suaves caderas. Una tarde, mientras contemplábamos una
puesta de sol en la playa de Malibú, la tomé de la mano y le hice una
proposición que debió de sonarle muy extraña porque la rechazó con vehemencia.
─ ¿Sabes lo que me apetece?
─Claro que sé lo que te apetece, a
todas horas, mi bribón salido de pantalón hinchado. ¿Tienes una tienda de
campaña entre las piernas?
La primera vez que me acosté con
Melanie tenía 14 años y yo 16, pero ella tenía alguna experiencia-al menos
alguien le había dicho cómo se hacía aquello-mientras yo ninguna. Pronto
corregí, con creces, esa desventaja inicial y me convertí en su chico habitual.
De eso hacía tres años.
─Sí ─ acepté ─, pero hacerlo delante de
alguien. Excitar al testigo. Que ese alguien se siente en una silla mientras lo
hacemos.
Me soltó con brusquedad la mano y se quedó
mirándome fijamente a los ojos con un brillo de furia en los suyos.
─ ¿Estás loco o eres un pervertido? ─chilló.
─Es un capricho, querida, para salir de
la monotonía. Un juego inocente.
─ ¿Un juego inocente? Eso se llama
perversión, exhibicionismo.
─Vamos, vamos, no exageres. A Ralph le
encantaría.
─ ¿A Ralph? ¡Es Ralph el que te lo ha
propuesto!
─Bueno, ha sido idea mía y a él le
gusta mirar. ¿Qué más da?
─Búscate una puta para eso.
Buscarse una puta en un país en donde,
salvo en Nevada, está prohibida la prostitución es tarea tan difícil como
arriesgada. Finalmente fue el propio
Ralph el que me facilitó el teléfono de una.
─Pero quiero que estés cuando lo
hagamos.
─ ¿Estás loco?
─Necesito saber que puedo hacerlo
mientras alguien me mira, que no me cortan los extraños.
─Oye, Jimmy, si no puedes o no te
apetece hacer ese trabajo me lo dices y busco a otro.
─No, claro que puedo. Y me gusta. Y me
excita. Hazme ese favor. Seguro que no te disgustará.
La llamé. Su nombre de guerra era
Bette. ¿Cómo Bette Davis? Recé para que no fuera así. Me citó en un motel de
las afueras de San Diego, un local habitual para esa clase de encuentros adonde
acudían casados con sus amantes femeninos, pero también masculinos. Había que
ser muy cauto para que ningún poli o miembro de una de esas ligas de puritanos,
que velaban por las buenas costumbres, nos vieran y nos persiguieran con la
Biblia en una mano y el crucifijo en la otra. Llegué en mi Plymouth al motel con
un gruñón Ralph que no hacía otra cosa que protestar. Cuando Bette nos abrió la
puerta, se quedó sorprendida por dos motivos: porque iba acompañado ─ no le
dije que quería un testigo ─y por nuestra juventud, y a mí me sucedió algo
similar al intuir lo que escondía su ceñido vestido negro que era una media
semitransparente, una especie de piel de la que iba a mudar bien pronto.
─No me hablaste de tu amigo ─ me dijo,
apagando el cigarrillo que llevaba en la boca.
─Verás ─dije, algo cohibido ─. Quiero
hacerlo con él delante. Él sólo se va a limitar a mirar.
─ ¿Voyeur? Sube mi tarifa un 30%,
entonces.
Asentí.

─Ven, cariño.
...
MIS QUINCE MINUTOS CON NORMA forma parte de la antología LA MUJER ÍGNEA Y OTROS RELATOS OSCUROS (Neverland, 2010)
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