DIARIO DE UN ESCRITOR


Gardiner 5 de junio de 2013

 
El desayuno en Travelodge Inn es bastante más decente de lo que esperaba. Zumo que sabe a naranja, crema de queso para untar en un bollo redondo con un orificio en medio, huevos revueltos, una rosquilla comestible y el café de siempre. Pero la cafetería del hotel no es muy espaciosa ni cómoda. Por suerte sólo coincidimos a las 9:30 pm una pareja de jóvenes neoyorquinos — ella, menuda y morena; él, alto y rubio —, un matrimonio de nuestra quinta de Tennesse y la simpática encargada del hotel y su marido, una pareja de jubilados que se saca un sueldo extra regentando el Travelodge de Gardiner.
Mientras por la pantalla del televisor dan un documental sobre la fauna de Yellowstone (la hemos visto prácticamente toda en día y medio, sólo nos falta el lobo) los huéspedes que desayunan entablan conversación con los encargados del hotel. Son los norteamericanos, en general, mucho más abiertos que nosotros a la hora de conversar con el vecino, aunque no lo conozca y no lo vaya a ver más en su vida. Así es que escucho como un convidado de piedra la conversación cruzada entre los neoyorquinos distinguidos, el matrimonio de Tennesse y los encargados del hotel, haciéndome la promesa de aprender inglés, en esta o en la próxima vida, para no parecer un solemne antipático y no andar siempre con la socorrida frase de Sorry, i spike very bad english. Mi intérprete, guía, conductora, agencia de viajes en este viaje. MJ, imprescindible en este periplo, me hace la traducción simultánea. Habla el dueño del hotel de lo que ha cambiado Yellowstone en los últimos años; que antes los osos se acercaban a los automóviles que pasaban por la entrada del parque y los visitantes bajaban las ventanillas para darles comida; que al principio apenas había bisontes, porque los habían exterminado.
El día está hoy más despejado que ayer. Cuando subimos al coche la dueña del hotel le hace una pequeña broma a MJ,
—¿Ya sabe cuándo se marcha?
—Oh, mi godness!
Nuestro tercer día en Yellowstone se inicia por la zona de los geiseres denominada Norris, así es que dejamos el coche aparcado en la caseta de información y tomamos una pasarela que nos lleva, por un largo camino circular de tres kilómetros, a una especie de circo denominado Morris Geyser Basin en donde hay geiseres de mediana altura, fumarolas de denso vapor, lagunas de azul transparente y ríos calientes.
En Yellowstone las nubes crecen de las entrañas de la tierra, salen a presión de ellas, se elevan centenares de metros en el cielo, se funden con sus hermanas  blancas y azul cobalto que sobrevuelan el parque.
Seguimos el río Gibbon, pero no nos detenemos en sus cascadas que ya vimos ayer sino que tomamos una angosta carretera que sigue el curso del río Firehole encajonado entre montañas de roca oscura. El Firehole va a ser un río especial, me doy cuenta de ello en cuanto veo los primeros rápidos y el agua saltando, espumosa, sobre las rocas de su cauce. La carretera asciende hasta un punto crítico en el que el río se despeña. Esa cascada, de poco más de una veintena de metros, me produce sencillamente pavor. El agua baja a tal velocidad, con tanta fuerza y con tanto estruendo que siento por primera vez vértigo y mareo en este viaje. Busco una roca para sentarme a contemplar el espectáculo y me quedo sencillamente aterrado y mudo viendo la potencia de una naturaleza salvaje e imaginando lo que duraría si cayera desde esa piedra al fondo del precipicio en donde el Firehole ruge con furia. El torbellino constante de agua ejerce un efecto hipnótico. El río salta con fuerza aterradora, se retuerce, hierve en olas.
 Hay otros puntos para divisar el río, y en esas gargantas de piedra que el curso del agua ha sajado durante los millones de años de su existencia, el Firehole muge con fuerza, es una superficie alterada por olas, remolinos, embudos y espuma.
Unas millas más arriba de ese desplome, en Fountain Flat, el río es un curso de agua remansada en donde los pescadores tiran sus anzuelos y los niños se bañan sin peligro alguno. Seguro que los padres de esos niños no han visto las cascadas y el descenso vertiginoso del río por la garganta unos metros más allá, ni los pescadores que buscan truchas para sacarlas del río y a él devolverlas.
La siguiente parada es junto a una pequeña y preciosa laguna de aguas turquesas que invitaría a un baño si no saliera humo de su superficie. El lago aparece perfilado completamente por unas pequeñas flores amarillas que hemos visto en otros lugares junto a las aguas termales, señal de que el calor beneficia a esas plantas.
En Fountain Flat Drive tomamos, tras aparcar el coche, una pista de tierra que lleva al Goose Lake y a Fary Falls. El letrero que hay a la entrada del camino resulta inquietante: ¡Cuidado: está entrando en el territorio del oso! Siempre creí que los norteamericanos eran muy exagerados en todo, pero después de haber tropezado ayer con dos ejemplares de grizzlis, sin buscarlos, he cambiado la idea. Cruzamos por un puente el Nez Perce Creek y vemos a doscientos metros un rebaño entero de bisontes, con sus crías, que lo vadean sin que el agua les llegue más allá de la mitad de las patas. Seguimos caminando por esa pista de tierra que cruza un enorme prado y, mediatizado por ese letrero que he leído, oteo el horizonte a medida que avanzamos, aunque de lejos sea muy difícil distinguir un oso de un bisonte. Dos gigantescos rumiantes, echados en la pista de tierra, nos hacen dar media vuelta. No se giran cuando nos acercamos, su única reacción es  agitar la cola. Son dos ejemplares impresionantes y rezamos para que permanezcan sentados y no se alcen con intenciones aviesas. Lo solitario de ese camino, en el que no nos hemos cruzado con nadie, nos hace desistir de esa excursión al lago y damos media vuelta seguidos, en paralelo, por un coyote que no se acerca como sí hizo el que estuvimos a punto de adoptar en Yosemite. Llegamos al coche, sanos y salvos después de andar por el territorio del oso, y vemos al coyote bordear el Firehole River en la zona en la que se remansa.
Tenemos intención de visitar de nuevo al Viejo Fiel, pero antes vemos otra zona de geiseres denominada Lower Geyser Basin, bastante extensa y que nos depara un sinfín de sorpresas. En un cráter calizo de diez por diez metros, colmado de promontorios y orificios, un barro lechoso burbujea constantemente con un ruido peculiar, el mismo que la salsa de tomate espesa puesta en la sartén a mucho fuego. Las burbujas de barro son del tamaño de una cabeza humana y, cuando explotan, esparcen a su alrededor esa materia blanca y de color lechoso que se va solidificando y adquiere formas fascinantes.
La pasarela nos lleva a tres geiseres activos, casi juntos, cuya erupción es constante. El agua burbujea por esos orificios abiertos en la superficie blanca del Lower Geyser Basin hasta que la presión y el calor provocan espectaculares surtidores  que se elevan cincuenta metros en el cielo y el vapor de agua se funde con las nubes que sobrevuelan la zona. El espectáculo, al contrario que el de El Viejo Fiel, es constante, sesión continua sin horarios.
La zona de los geiseres es inabarcable. Las manchas de caliza blanca serían, a ojo de águila, como enormes calvas en la cabellera boscosa de Yellowstone de la que emergen columnas de vapor constante. El subsuelo de amplias zonas del parque es un terreno traicionero y hueco que alberga simas repletas de barro y agua hirviendo.  Debe de haber miles de cráteres en el parque, muchos ya muertos, por los que apenas sale un tenue vapor, pero hay otros muchos activos, jóvenes y bulliciosos que morirán para dar paso a unos nuevos.
En Great Fountain Geyser encontramos un anfiteatro con bancos, para los visitantes espectadores, ante una blanca piscina de agua sulfurosa inactiva de color lechoso que refleja el cielo, las nubes y los bosques de abetos próximos. Hace diez años era una de las más activas de Yellowstone, eclosionaba constantemente y sus chorros de vapor de agua alcanzaban hasta los doscientos metros de altura; luego su actividad cesó.
Yellowstone está tan vivo como la propia tierra, es un cuerpo joven y mutante cuyas hormonas andan revolucionadas. Las erupciones se producen a capricho. Las masas subterráneas de aguas termales y lodos se abren camino a la superficie por un suelo blando y esponjoso. La cal viva arrasa bosques, como los incendios, cuyos troncos quedan petrificados y retorcidos, pero la vida vegetal no baja la guardia y entabla una nueva batalla para recuperar el territorio perdido. A veces empieza a crecer en ese suelo calcáreo y yermo que han dejado las explosiones de los geiseres, una hierba tímida que, lentamente, va ganando terreno a medida que esas fuentes de calor languidecen; o empiezan a emerger arbustos y árboles en zonas devastadas en una lenta recuperación de su hábitat perdido.
Junto a ese antiguo geiser que paso a mejor vida, unos metros más allá, hay un perfecto cono blanco del que momentos antes salía un chorro de agua pero que, cuando nos aproximamos, detiene por completo su actividad. Esperamos pacientemente diez minutos, aguzamos el oído por si oímos algún rumor en las entrañas, fijamos la vista en ese cono que es un redondel perfecto por el que sale una débil columnilla de vapor.
El Firehole Lake es uno de los paisajes más misteriosos del parque. La extensión de agua ocupará unos doscientos metros cuadrados y de su superficie brota una niebla constante que no es otra cosa que el vapor de agua de sus aguas termales. El efecto de ese lago fantasmal sobre el paisaje de bosques y montes que lo rodean es fascinante. Un pato solitario está sentado en un islote de hierba que crece en medio de esas aguas termales y otro camina erguido por la orilla.
Aun tenemos sol, a las 7:30pm y nos hemos olvidado de comer, porque no queremos volver al restaurante del Old Faithful a engullir sus habituales comistrajos. Así es que visitamos Biscuit Basin tras cruzar por un puente el Firehole River en el que desembocan dos ríos de amarillas aguas termales. El Upper Geyser Basin es un cráter perfecto repleto de agua humeante. Una leyenda informativa dice que la erupción del geiser, en el año 1998, fue tan violenta que levantó toneladas de tierra y esculpió el cráter que se vislumbra entre las nubes de vapor de agua que emergen de él. Una pasarela de madera nos da una vuelta circular por los alrededores y podemos comprobar el cromatismo de esas aguas que tan pronto son de un ocre anaranjado, por efecto de unas bacterias que llevan en suspensión, como de un verde encendido por las algas que crecen en el cauce de los riachuelos, amarillos por el azufre, azules, negros o rojos. Una paleta variada.
Mientras camino por esa pasarela sin barandilla, evitando caer a esa tierra cenagosa y multicolor que está a setenta grados de temperatura, elucubro en solitario sobre la condición humana. Ante la armonía de la naturaleza somos un elemento disonante que todo se lo cuestiona y todo lo quiere cambiar. Frente a las leyes implacable que rigen este orden establecido en la Tierra en donde una continua evolución se sustenta sobre el binomio muerte que engendra vida (el oso que se come al pobre salmón; los geiseres que arrasan los bosques; los bosques y las praderas que vuelven a recuperar el terreno perdido; los árboles que nacen de las cenizas de los calcinados), el hombre se cree una excepción, se civiliza, abandona el bosque y crea la ciudad, un hábitat artificial frente a la cueva. ¿Somos la célula cancerosa de la Tierra? Quizá. Pretender que el hombre será capaz de destruir la Tierra es otorgarnos un poder que no tenemos. En Yellowstone los fenómenos naturales son impredecibles. Impredecibles para el hombre. Los geiseres surgen y se secan a su antojo. Los bosques arden porque un rayo de una tormenta cae y prende un tronco. Y mientras pienso, cavilo, no caigo de esa pasarela a ese cieno hirviente y humeante.
De regreso un bisonte aparece quieto en medio de la carretera y su mole se perfila a muchas millas de distancia. Tiene el animal un perfil rocoso que destaca contra el asfalto gris. El bisonte parece ajeno a los coches que están detenidos, esperando a que se mueva, y a las cámaras de fotos de sus ocupantes. Permanece quieto, como si estuviera petrificado, como si sus cuatro patas hubieran sido ancladas en el asfalto. Solo mueve la boca, porque está mascando hierba. Al final los coches lo sortean.
No vemos osos por el camino regreso, pero si volvemos a encontrarnos con esa manada gigantesca de ciervos mula en la misma pradera que vimos ayer, y, ya saliendo del parque, a punto de entrar en Gardiner, un ciervo mula macho nos mira con asombro desde el arcén mientras yo piso el freno y me detengo a su lado. Durante una décima de segundo ese ciervo mula impresionante, al que le está creciendo la cornamenta, vuelve la cara y me mira fijamente a través del cristal que bajo apresuradamente, luego gira en redondo y baja al galope la ladera de la montaña.
En el restaurante en donde entramos a las 9 pm a cenar con aspecto de saloon del Oeste tienen filetes de bisonte. No lo pido después de haber visto tantos vivos por los prados de Yelowstone. Me conformo con uno de vaca que está tierno y sabroso.

 

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