DIARIO DE UN ESCRITOR

                                Cortés, 16 de junio de 2013


      Nos perdemos el desayuno del Motel 8. Tiene un horario muy especial: de 5am a 9am. Me pregunto quién se levanta a las 4 y media de la madrugada para bajar a desayunar. Así es que dormimos hasta cerca de las diez, cogemos el coche y buscamos aleatoriamente en la calle principal de Cortez, y también carretera, un lugar para desayunar. En un local que abren a las 10, para comer, pedimos una Apple Pie bastante decente y sendos vasos de café americano. ¿Desayunamos, comemos o cenamos? No lo sé.
      El Parque Nacional de Mesa Verde está a unas 30 millas de Cortez. La carretera que lleva hasta él parece recién asfaltada. El término Mesa Verde lo pusieron los españoles allá por 1760. El explorador Escalante buscaba una ruta que enlazara Santa Fe con California y se topó con estos cañones en cuyas cimas crecen pinos y enebros. Los 211 kilómetros cuadrados de este enclave natural del condado de Montezuma, Colorado, son una sucesión de sierras y barrancos con montañas coronadas por crestas rocosas características.
      El centro del visitante es un edificio moderno, de piedra y forma aplanada que recuerda a los de los navajos de Taos. Un pequeño museo informa de la existencia en aquella zona de los anasazi, pueblo nativo que, al contrario de otros, que fueron nómadas por esas latitudes, eran sedentarios y construyeron delicadas edificaciones en las cimas de los cañones y en las cuevas y oquedades de sus paredes verticales, aprovechando la amplia techumbre natural que les daba cobijo como aislante térmico en verano e invierno. Los anasazi desarrollaron una hermosa cultura de alfarería y subsistían de la caza que había en esos cañones. Vivían en aldeas familiares, y, las que se conservan, milagrosamente en muy buenas condiciones, fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1978.
      En el Centro de Visitantes está pegada por todas partes la efigie de Dale Stehling, un hombre delgado de 230 libras, aspecto quijotesco, ojos marrones y barba larga que lleva desaparecido en el parque desde hace tres días. Ignoro si lo han buscado exhaustivamente o lo han dejado a su suerte. No sé qué protocolos se siguen en los parques nacionales de Estados Unidos. En España lo habitual es que se peine la zona con policía, guardia civil y voluntarios. Aquí la zona es kilométrica, inabarcable, como todo. Debe yacer muerto en el fondo de algunos de esos barrancos. Sin agua, y Mesa Verde no tiene un solo arroyo visible, la muerte es segura. Así es que miro las fotos de Dale Stehling, que tiene un aspecto triste, con gorra de beisbol o sin ella, y me recuerdan a Harry Dean Stanton, el protagonista de París Texas de Wim Wenders. Ayer, camino de Cortez, pasé por Kremling, escrito de esa manera, y por No Name. ¿Quién vive en No Name que no es capaz de buscar un nombre para su población? ¿Pasarán por No Name Cain Brother y Tina Blondie?
      El poblado más grande e interesante de los anasazi es el de Cliff Palace. Para visitarlo hay que ir en grupo y comprar una entrada que incluye la visita guiada de un ranger. Cogemos el grupo de las 4:30, y, mientras, recorremos el parque a nuestro antojo.
      Entre ese paisaje de pinos y enebros, que se alterna con otra vegetación más esteparia y las retorcidas sabinas, que cubren 211 kilómetros cuadrados, descubrimos fantasmales bosques muertos con miles de árboles de esqueleto blanquecino y huérfanos de hojas, testimonio de un incendio pavoroso que asoló el parque en el año 2002. Ese cementerio arbóreo, contra lo que pueda creerse, es de una extraña hermosura. Lo fotografío. Hay una querencia patológica en mí por las ramas retorcidas, por las raíces descarnadas y los troncos caídos.
      Nos han dicho, al vendernos las entradas, que extrememos las precauciones porque el sendero es, y cito literalmente, extenuante. Quizá el término tenga un significado muy distinto en inglés que en español. Tienen la tendencia los norteamericanos a exagerar y asustar en todo. Lo hacen con los osos, y lo hacen aquí, en el Parque Nacional de Mesa Verde para curarse en salud por posibles accidentes. Este país vive en estado de alerta por culpa de los abogados.
      A las 4:30 pm estamos en el sitio convenido y nos agregamos a un grupo de unas treinta personas en el que los únicos extranjeros somos una pareja de franceses, otra de australianos, tres amigos alemanes, que viajan por el país a bordo de una gigantesca caravana de alquiler, y yo. Hay oriundos de Texas, California, Nuevo México y un grupo de nativos americanos que residen en el mismo Colorado y se muestran distantes con el resto. El ranger, de uniforme y con sombrero de policía montana del Canadá, es un tipo alto y ligeramente gordito al que no me lo imagino haciendo cada día ese camino extenuante. En su largo espiche, el ranger habla de los peligros del sendero, de que éste es muy empinado, de que es conveniente hidratarse, de que no está permitido llevar más bebida que agua, que no se puede comer, que no nos apoyemos, si estamos cansados, en las viviendas de los anasazi, no las vayamos a desmoronar y, por último, agrega la información tranquilizadora de que en el 2012 una persona murió haciendo esa excursión que no está recomendada para enfermos cardiopulmonares.
      El trayecto de una hora realmente se puede hacer en quince minutos y el ranger, como sospechaba, exagera sobre su dificultad. El primer tramo, el descenso hasta el nivel en donde están ubicadas las construcciones de los anasazi, lo hacemos por un estrecho pasillo escalonado entre las rocas del cañón en el que más de un norteamericano que he visto durante mi periplo podría quedar encajonado. Hay que subir luego unas escaleras de madera empinadas y ya nos situamos sobre una plataforma a la sombra frente al extraordinario Cliff Palace, el monumento arqueológico más antiguo del país, un conjunto de viviendas, torreones y kivas, construcciones circulares de diez metros de diámetro y dos de profundidad, que se adaptan exactamente a la altura de la alargada cueva que las aloja.  Y allí nuevamente el ranger toma la palabra mientras descansamos los que puedan estar cansados por bajar cincuenta escalones de piedra y descender veinticinco metros,
      Hay una mujer de mediana edad, con falda y zapatos, que no sé cómo puede haber descendido. Su marido da un traspiés y a punto está de bajar rodando hasta el fondo del barranco si un brazo con buenos reflejos de una mujer no lo detiene a tiempo.
      El parlamento del ranger dura veinte minutos y, a continuación, nos aproximamos, a pleno sol de justicia, que eso sí cansa, a ese grupo de viviendas familiares que los anasazi encajaron con precisión en la enorme oquedad del cañón,
      Mientras contemplo la finura arquitectónica de las construcciones de piedras perfectamente talladas en una misma medida y encajadas que llenan al milímetro el hueco natural de la pared del cañón, sus perfectos ventanales cuadrangulares, sus diminutas puertas por donde entraban y salían de sus casas, las habitaciones que tiene ese abigarrado conjunto y la media docena de kivas, construcciones circulares abiertas en donde se reunían hombres o mujeres del poblado para ceremonias rituales o simplemente para cocinar los alimentos con el fuego que hacían brotar de su fondo, me acuerdo del despistado Cristóbal Colón descubriendo unas tierras que ya estaban habitadas por pueblos nómadas y sedentarios que tenían sobre sus espaldas miles de años de civilización. Si hablamos con propiedad nunca podemos utilizar el término descubrimiento de América sino de los primeros europeos que pisaron el continente americano y, posteriormente, lo conquistaron.
      Los anasazi precolombinos se establecieron en estos cañones en el siglo VI. En 1200, por causas desconocidas quizá agotaron sus reservas de agua o acabaron con la leña de los alrededores , abandonaron sus poblados y desaparecieron sin dejar rastro.
      La vuelta a la superficie del cañón se hace por una sucesión de escaleras de madera y escalones labrados en la roca que utilizaban los anasazi para salir. Allí, mientras se trepa, se nota un ligero cansancio debido a la altura del parque que, aunque no lo parezca, oscila entre los 1860 metros y los 2560. La mujer con falda resopla en el último tramo de subida y busca, una vez en la superficie, un banco para recobrar el aliento. Y ese es el extenuante sendero que nos vendieron por 3 dólares e hicimos custodiado por un ranger.
      Hay más viviendas anasazi en los cañones de Mesa Verde. Balcony House es otro conjunto bien conservado encajado en una pared del barranco, pero su acceso está cerrado por una cadena. Una milla más allá hay un sendero de ¾ de milla que serpentea por un bosque de sabinas y enebros hasta que se asoma a tres miradores espectaculares desde donde son visibles las casas de Balcony House. Hay construcciones solitarias en los cañones,tan perfectamente integradas en la roca que permanecen invisibles si no se detallara la ubicación exacta en los paneles informativos que hay en los miradores.  
      Spruce Trhee House ya está cerrado a las 6:30 pm por una cadena que nadie se salta. La obediencia de los norteamericanos es otro dato que me asombra y de la que me estoy contagiando. Así es que tenemos que conformarnos con ver desde la otra pared del cañón ese conjunto de casas perfectas que uno mira como si fueran irreales, una maqueta a escala real.
      El parque existe porque tipos como John Moss descubrieron esos poblados ocultos de piedra; fotógrafos como William Henry Jackson los inmortalizaron en sus instantáneas; geólogos como William H. Holmes recorrieron de  norte a sur y de este a oeste, el territorio; rancheros como Richard Wetherill fueron los primeros guías turísticos de la comarca; reporteras como Virginia McClurg lucharon para que la zona fuera protegida de expolios; escritores como Frederick H. Chapin describieron en sus libros el paisaje del lugar en  The Land of the Cliff-Dwellers con ilustraciones;  o geólogos como el sueco Gustaf Nordenskjöld estudiaron las ruinas de los anasazi.
      Dejamos Mesa Verde y sus misteriosos poblados anasazi y regresamos a Cortez a las 7pm. Nos decidimos por ir a cenar al Deny’s que vimos pasando por la mañana en la calle, y también carretera, del hotel. La fachada art decó del local, recortada contra el cielo del atardecer, me resulta subyugante, me traslada a los años cincuenta, a Hopper y sus cafeterías llenas de solitarios que nada se dicen.
       Por dentro el restaurante de fast food no desmerece de su fachada: hay fluorescentes por todos lados y cristaleras en las que se duplica el espacio. Hay dos nativos americanos no los voy a llamar indios en la cocina y otros dos, chicas, atendiendo las mesas. Hay más nativos ocupando las mesas. Una pareja, ella en silla de ruedas, muy mayor y frágil, y él todavía de buen ver, alto, con un enorme sombrero vaquero negro encasquetado en la cabeza, con un amigo de apariencia navaja que lleva el largo pelo recogido en una trenza. Otros nativos ocupan más mesas. La pareja de franceses de Cliff Palace entra detrás de nosotros, pero no nos saluda. A nuestra derecha un tipo enorme, parecido al ogro de Salt Lake City, comparte mesa y alimentos con una mujer normal y tres hijos que se sitúan dentro de los estándares comunes. Personajes para Brother en este Deny’s art decó de Cortez, condado de Montezuma, estado de Colorado, fronterizo con Arizona y Nuevo México, mexicano hasta que Estados Unidos se lo arrebató al vecino del sur, español antes.
       Sopa de pollo, espaguetis con gigantescas albóndigas tamaño pelota de golf y Apple Pie con dos bolas de helado de vainilla. Trasegamos una buena cantidad de agua con hielo durante la comida. Los paseos por Mesa Verde nos secaron la garganta. Anochece. Hopper puro este lugar del Oeste americano entre navajos silenciosos que parecen un anacronismo y comen con lentitud la comida que les ofrecen los rostros pálidos. Los observo. Los nativos de este país, los altivos hombres de las praderas, interiorizan, generación tras generación, su sentimiento de derrota. Y caigo entonces en un detalle que me pasó inadvertido: el grupo de nativos de Colorado finalmente no bajo tras el ranger a ver las ruinas de sus antepasados. Quizá les produjera dolor ver las casas que abandonaron

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
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