DIARIO DE UN ESCRITOR

Ritzville, 2 de junio de 2013


El ferry que va a las islas de San Juan  y nos dejará en el estado de Washington, en Anacortes, Estados Unidos, al norte de Seattle, sale de Sidney, en el extremo norte de la isla de Vancouver. No nos perdemos, cosa rara. La misma carretera que lleva al aeropuerto y a los jardines de la señora Butchart nos deja en Sidney, pero antes nos despedimos de la europea Victoria desayunando en el Starbucks Coffee de la calle Figarts, que vimos ayer de regreso al hotel, un expreso en vaso de parafina, que no se enfría nunca, y una enorme madalena con relleno de crema. Y, mientras como esa madalena y saboreo esa pequeña porción de crema líquida de su interior, no pienso en la madalena de Proust ni En busca del tiempo perdido, que dejé en una mesilla de noche de la casa de mi sexta vida, y ahí sigue, sino en unas madalenas, las de mi infancia, grandes, estrelladas, esponjosas, muy diferentes de las que se comen ahora, especiales para sumergirlas en un tazón de leche. Alguien muy querido las está buscando por las granjas y pastelerías de Barcelona, indagando si ese tipo de madalenas se siguen fabricando o ha sucedido como los xuxos de Gerona que pasaron a mejor vida, a pesar de su exquisitez, por ser una bomba de colesterol. Lo bueno siempre conlleva un alto riesgo.
Llegamos a la estación del ferry con cuatro coches por delante, poco después de las 9 am. La verja de la entrada la abren a las diez. Luce un sol radiante y el mar está plano. Cuando pasamos por la emigración canadiense sufrimos un tercer grado por parte de una policía de origen latino que es una prueba palpable de las facilidades que pone Canadá para emigrar. Tengo buen oído para los acentos. La chica nació en Colombia, pero se comporta con rigor casi castrense. Tampoco debe suponérsele dulzura a una policía.
            —Quítese las gafas de sol—le dice a MJ.
            Obedece mi conductora y guía. Sonreímos, pero ella no devuelve las sonrisas. Nos inspecciona la cara. No le convence la de mi pasaporte. Soy otro, claro. Esa foto fue tomada en mi sexta vida y esa cara ni siquiera es la mía sino la de un impostor.
            —No se parece—me dice cotejando la foto con mi presente apariencia.
            —La barba y los años—le digo.
            No parece nada convencida con mi respuesta. Me interroga.
            —¿Dónde vive?
            —En Barcelona, España—porque si le digo que en el Valle de Arán será mucho más complicado de explicar.
            —¿Cuándo entró en Estados Unidos?
            Me acuerdo de la fecha. Todavía no me falla la memoria inmediata.
            —El 3 de abril.
            —¿Cuándo marcha a su país?
            —El 26.
            —¿De qué mes?
            —De este.
            —¿Cómo se conocieron?
            MJ le explica que nos conocemos desde hace 61 años.
            —¿Qué han venido a hacer a Canadá?
            —Turismo.
            —Está bien. Pueden pasar—y nos devuelve los pasaportes la chica colombiana que perdió su sonrisa al hacerse policía en Canadá. Puede que esa policía colombiana tan disciplinada y seria tenga un papel secundario en Brother, pero le cambiaré la nacionalidad y será norteamericana, patrullera, y se topará con ella Cain Brother por una carretera próxima a Spoken, en donde intentaremos dormir hoy, por sobrepasar la velocidad, y la colombiana metida a patrullera pondrá al límite su paciencia con un interrogatorio, tan exhaustivo como el que ha tenido conmigo, porque le revienta ver a ese chico guapo al lado de una mujer atractiva, Tina Blondie, y detesta los tatuajes que ésta lleva en el cuello y escote. Así es que Cain Brother responderá a todas sus preguntas con flema inglesa aunque de lo que tenga ganas es de coger el revólver de la guantera y volarle los sesos a la policía latina.
            MJ tiene dólares canadienses y no sabe cómo gastarlos.. Tampoco hay ningún homeless por los alrededores para dárselos. Me compra dos bolas de helado, una de vainilla y otra de cheese  cake, y una galleta trufada de coco y chocolate. Aún le sobran dólares canadienses después de los helados y la galleta, así es que me regala un imán y ella se compra un caramelo blanducho y pegajoso que se le adhiere al paladar y está a punto de ahogarla; lo tira a la papelera al primer mordisco.
            El ferry Elwha sale puntualmente del puerto de Sidney a mediodía y navega por un canal tranquilo encajonado entre islas que no acabo de saber si son canadienses o norteamericanas. Es un barco completamente simétrico abierto por ambos lados, con proa y popa indistintas, dos motores en cada extremo y casi plano que va a ras de agua, lo que indica que el mar por esta zona nunca se alborota. La primera parada es en la Isla de San Juan en donde suben más pasajeros con sus coches hasta que el ferry se llena. Y seguimos rumbo hasta Anacortes, en el estado de Washington.
            —Creo que he visto en el restaurante clam chowder—le tiento a MJ.
            Llenamos dos cuencos de parafina con esa espesa sopa blanca de almejas que se puede cortar con cuchillo, sin hambre, para matar el tiempo en una travesía sin interés zoológico – las frecuentes orcas que abundan por las islas del mismo nombre no hacen acto de presencia – ni humano: este ferry no es como los de Alaska, llenos de aventureros.
            La chica que nos cobra las sopas, y dos bolsas de patatas, Lays a falta de Pringles, es portorriqueña y risueña. Cara redonda, mejillas llenas de pecas, ojos verdes y boca ancha. Se alegra de practicar el castellano con nosotros.
            —¿Son de España?
            —De Barcelona.
            Últimamente no me siento muy orgulloso de lugar de origen, máxime cuando en una encuesta entre los países del mundo en donde mejor se vive España aparece en el lugar veintitantos, por detrás de Eslovenia. Canadá figura en la tercera posición, por cierto.
            Llegamos a Anacortes a las 3 pm y salimos del ferry con el Hyundai fucsia por la rampa metálica al poco tiempo de atracar.
            Hoy es el día de los interrogatorios y el del lado norteamericano de la frontera no nos sorprende. En la garita de la aduana de Anacortes nos encontramos con dos policías picajosos que no se fían de nosotros y, sobre todo, de mi aspecto. El que lleva la voz cantante es latino, alto, delgado y bien parecido: de película. O de manual. Pero podría estar perfectamente al otro lado de la ley y sería igualmente convincente como cacique de los Zetas. Se muestra algo chulesco tras las bromas de rigor con las que siempre entable conversación un yanqui. Y no le convence mi fisonomía, tras mirar una y otra vez la foto y mi cara, mi cara y la foto, la foto y mi cara. No me parezco, me dice. Y acierta. No me parezco en nada a esa foto del pasaporte. Nos interrogan de forma exhaustiva. Quieren saber todo el itinerario pasado de nuestro viaje y también el futuro. Nos hacen preguntas sobre Alaska y Canadá. MJ responde correctamente a todo, da detalles, explica lo que hemos hecho exactamente todos estos días. Si meto a este poli en Brother, Cain forzosamente lo liquidará sin piedad. Así es que lo observo, procurando no ofenderle, memorizo todos sus rasgos, ya que no puedo fotografiarlo. Los dos policías han ido a la escuela y tienen la lección aprendida. El latino que interroga me mira a través de sus gafas de sol, juega con ventaja: yo no le puedo ver los ojos. Está pendiente del más mínimo gesto de nerviosismo por nuestra parte, de si sudamos o parpadeamos. Como en El expreso de medianoche, pero no llevamos ninguna sustancia ilegal ni somos prófugos de ninguna justicia. El otro, más bajo y anglo, con entradas, se mantiene en un segundo plano y observa y vigila con las manos sobre el cinto del que pende su pistola.
            —¿Registramos el coche? le pregunta a su colega, la primera vez que le oigo hablar.
            —¿Llevan comida?
            —No—contesta MJ.
            —Abra la puerta de detrás.
            Mj obedece sin bajar del coche. El poli latino revuelve los abrigos que llevamos sobre el asiento y descubre las neveras en el suelo.
            —¿Qué llevan?
            —Bebidas. Muchas bebidas.
            El poli se encara conmigo. Sigue dudando de mi identidad. Hace bien. Yo, evidentemente, no soy el del pasaporte. Ése es alguien que lleva bastantes años muerto.
            —¿De Salamanca?—dice en castellano con acento mexicano.
            Sonrío. No le voy a explicar que vivo en Barcelona y en el Valle de Arán. Sería muy complicado. Y espero que no conozca Salamanca, porque si me empieza a interrogar sobre mi ciudad de nacimiento va a sospechar más todavía de mí.
            —¿Llevan alcohol?
            —No, sólo refrescos.
            Rezamos para que no abra la nevera del interior del coche en donde llevamos las cervezas entre el hielo; se pueden llevar en Estados Unidos en el maletero, pero nunca al alcance del conductor, aunque no tenga intención de beberlas.
            —Okey, pasen—y nos devuelve los pasaportes.
            Cruzamos el estado de Washington. Dejamos atrás bosques infinitos de abetos, que se abren de cuando en cuando para albergar lagos, algunos de ellos enormes y navegables. Dormito, en el asiento del copiloto. Echo en falta las sagradas siestas de España. A las tres horas el paisaje del estado es otro bien distinto, como si nos hubiéramos ido al otro extremo del mundo: una estepa cubierta de matojos desérticos por la que asoman rocas descarnadas de tierra en lugar de los tupidos bosques que parecía iban a acompañarnos durante todo el viaje. En una gasolinera hacemos el relevo, tomo el volante y conduzco por una planicie infinita llena de sembrados que llegan hasta el horizonte mientras el cielo pasa del azul al rojo, y de éste al púrpura bajo el influjo de una luz prodigiosa que embellece todo lo que roza. La mano al volante, un ojo mirando la carretera y el otro fijo en ese espectáculo multicolor que es la puesta de sol en las planicies del estado de Washington. Un fondo de cuadro clásico sobre el que el Brueghel el Viejo pondría sus figuras.

            A las nueve decidimos que ya hemos conducido bastante por hoy y nos decantamos por un Best Western que vemos en la carretera para pasar la noche, en Ritzville, ya cercanos a Idaho, tras rechazar, por demasiado cutres, dos moteles de pueblo de 35 dólares junto a una fábrica de piensos en donde habría pernoctado Cain Brother y Tina Blondie si fueran por esa carretera, pero no su creador. 

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