DIARIO DE UN ESCRITOR


Chinle, 18 de junio de 2013
 
 
A veces hay que descansar en un largo viaje, y éste lo está siendo: se acerca a los 90 días. Claro que en menos de ese tiempo Julio Verne dio la vuelta al mundo; yo sólo me he paseado por América del Norte. Así es que hoy nos levantamos a las 10 am, tomamos en el Holiday Inn navajo un desayuno contundente y regresamos a la habitación a dormitar.
Es entonces cuando me entero del drama que están sufriendo mis compatriotas del Valle de Arán por esa letal combinación de lluvias fuertes y continuadas sumadas al deshielo. Medio Valle está anegado, me dicen, y hay tres islas que emergen de sus aguas. En mi hermoso pueblo el Garona se ha desbordado y la carretera es suya. Evacuaciones, puentes destrozados, árboles arrancados es el resultado de una naturaleza furiosa que golpea cuando menos se la espera. Por fortuna no hay víctimas, pero me impresionan las fotos que me llegan del lugar. Pero estoy a más de ocho mil kilómetros de distancia y en una tierra que tiene sed de agua.
No se puede terminar un viaje por el Oeste americano sin ir a caballo por uno de esos espectaculares cañones que salen en las películas. A las 4 pm, con un sol de justicia en el cogote, buscamos la oficina del navajo Justin en la entrada del cañón de Chelly. El local, una modesta cabaña de troncos, tiene sillas de montar dentro, un camastro desvencijado y un rótulo rústico que cuelga de la puerta con su nombre cristiano y un teléfono móvil. Hay algunos caballos atados a los árboles del lugar que patean la arena que pisan. Huele a establo el lugar.
Justin es un nativo corpulento de aspecto serio y pelo muy corto que va vestido de vaquero: tejanos, camisa a cuadros y sombrero de ala ancha blanca. El uniforme de los que le metieron en la reserva que muchos de ellos adoptan. Es tan parco en palabras en persona como lo fue por teléfono. Nos hace firmar, antes de empezar la expedición, un documento curioso con un montón de cláusulas. Si nos caemos del caballo y nos rompemos un hueso, es culpa nuestra. Si nos caemos del caballo y terminamos en silla de ruedas, es culpa nuestra. Si nos caemos del caballo, y nos matamos, es culpa nuestra. Montar a caballo es peligroso. Nos comprometemos a no fotografiar a ningún navajo y ninguna de sus propiedades en el cañón de Chelly, incluidas sus casas, caballos, ovejas o terrenos.
Mi caballo es de color canela y se llama Peaches, Melocotones. Macho. El de MJ se llama Frekled, Pecas, porque es una yegua manchada. Nos acompaña Justin, con un caballo mayor, y su empleado Wayne, un rostro pálido que se perdió hace veinte años en Chinle y malvive guardando los caballos del piel roja a cambio de techo y unos pocos dólares.
Justin estuvo en la guerra de Vietnam; Wayne hizo el servicio militar en Alemania. Justin no habla. Wayne no para de hablar, quizá porque no puede hablar con su callado patrón.
Wayne es un candidato claro a mi novela. No parece real. Es el tipo más desastrado que he visto en 61 años de existencia. Menudo, ojos azules y cara pequeña comida por una barba cinco veces más larga que la mía de Carlos Marx, un bigote que se come y rastas en el pelo que nunca se ha lavado ni conoce lo que es un peine. Hace calor y lleva un sucio gorro de lana gris en la cabeza. Sus pantalones tienen enormes agujeros, pero no se le ven las piernas sino unos calzones de esos largos, de los que salen en las películas del Far West. A pesar del calor que hace se cubre el torso con un grueso jersey de lana de color indefinido que me hace sudar. Wayne no tiene oficio ni beneficio, ha recorrido su país en autostop, no tiene más familia que una hermana con la que dejó de hablar hace treinta años y vive en una cabaña junto a los caballos en la que tiene un catre en el que se tumba vestido como está tras sacarse las botas. Wayne fuma sin parar y tiene la barba y el bigote chamuscados, con lo que cualquier día, cuando se quede dormido con el cigarrillo en la boca, se prenderá fuego todo él. El personaje no parece real, sino sacado de alguna película del Far West, uno de esos secundarios zarrapastrosos y malolientes que no se lavaron nunca en su vida, o lo hicieron sin sacarse los calzones, que dan ambiente al western.
Acaricio a Peaches, para intimar, antes de montar, pero noto malas vibraciones. Subir al caballo, una vez se mete el pie correcto en el estribo y se impulsa uno con suficiente fuerza hacia arriba no es tan difícil. MJ sube a su yegua Frekled. Wayne coge un caballo algo resabiado que le conviene domar. Y Justin encabeza la caravana.
Cuando salimos del corral ya empiezo a tener yo problemas con mi caballo. Hace demasiado sol, no le apetece pasear y se vuelve para dentro. Wayne y Justin se acercan al trote para convencerle. Por mucho que le hunda las rodillas en los costados, le grite, y le haga girar la cabeza a derecha e izquierda con las riendas, el bicho no responde y parece bastante enfadado. Recuerdo que he firmado que si me muero es por mi culpa. Repatriar un cuerpo desde los Estados Unidos creo que no estaba en mi póliza de seguros. Que mis cenizas sean esparcidas por el seco Cañón de Chelly en vez de por el húmedo Coth de Baretges no me hace ninguna gracia. Finalmente Justin coge de las riendas al resabiado Peaches y lo lleva un buen rato por el interior del Cañón. De espaldas, Justin parece el sheriff del poblado y yo un cuatrero al que vayan a colgar del séptimo árbol de las afueras.
El suelo del Cañón, por esa parte, es todo arena rojiza, y a Peaches, en una ocasión, se le dobla la rodilla por un mal paso y está a punto de descabalgarme. Justin me da otra vez las riendas, una vez que el caballo parece haberse encaminado por la buena senda, y encabeza la marcha. Wayne la cierra. El caballo de MJ, de cuando en cuando, se pone al trote. Peaches se lo toma con calma y se queda casi siempre rezagado. Le clavo las rodillas y como si oyera llover. Wayne lo maneja a distancia, para mi suerte, y lo pone al trote con un Peaches go! que dicho por mí no surte ningún efecto.
Cabalgamos por el centro del cañón, entre sus rojas paredes altísimas, bajo el sol, y a veces buscamos su sombra, que crece a medida que avanza la tarde, o un oasis de árboles que huele casi siempre a mofeta.
Cuando parece que ya domino a mi caballo – una ilusión por mi parte: soy consciente de que cuando quiera me hará saltar por encima de sus orejas – nos apeamos para contemplar unas antiguas ruinas de viviendas anasazi encajadas en la roca roja y a treinta metros del suelo arenoso del cañón. ¿Cómo subían a sus casas esos primitivos nativos americanos? Un misterio. Quizá las riadas de esa zona han ido socavando el lecho del cañón y haciéndolo más profundo.
Descansamos quince minutos en ese paraje sombreado contemplando la ruina anasazi. El callado Justin se sube a una roca con un trozo de hierba en la boca, a rumiar. Wayne viene a charlar con nosotros y a fumar un cigarrillo. Justin le ha dicho a MJ que Wayne fuma mucho, y que le llame la atención. Wayne lía un cigarrillo con sus delgados dedos y le da una calada y MJ no le dice nada. Tiene parte del bigote y la barba rubias por la nicotina. Y bastantes pelos chamuscados. Nos cuenta un poco su vida. Lo que se pueda contar, imagino. Mi personaje de Brother da para unos cuantos capítulos o una nueva novela. De cómo un gringo sin fortuna ni ataduras sentimentales acabó en una cabaña perdida de la reserva navaja de Chelly. Los navajos lo llaman Shortine, por su escasa estatura. Él parece un hippie tronado de 61 años, los que tiene, y yo un miembro de la milicia de Michigan al que sólo le falta su winchester y el traje de camuflaje.
Volvemos a subir a nuestros caballos y regresamos lentamente por donde hemos venido. Peaches se porta como un buen chico y Frekled trota cuando le da la gana. Nos cruzamos con grupos de navajos que cabalgan al galope por el arenal del fondo del Cañón de Chelly, jóvenes, con cintas que sujetan su pelo largo. Warriors de ninguna guerra porque todas las que hicieron al hombre blanco las perdieron. Me dan franca envidia, aquí y ahora. Peaches, aparte de ser desobediente al principio, no me ha llevado una sola vez al galope, por fortuna. Cuando ya empiezo a dominar a la bestia llegamos al corral. Justin nos ayuda a descabalgar, que es más complicado que subir al caballo, porque un pie se suele quedar trabado en el estribo. Y le pagamos sus servicios y los de Wayne que ha desaparecido y se lleva los caballos a abrevar.
Hoy ondean las banderas norteamericanas de la reserva navaja de Chinle a media asta. Dos veteranos de la segunda guerra mundial, dos navajos que, con sus códigos secretos, hicieron enloquecer a los japoneses cuya prioridad era hacer prisionero a uno de ellos para descodificarlos, han muerto porque les toca.
Cenamos en el Holiday Inn. Lo mejor, el agua con hielo. Lo demás son raciones monstruosas que marean con solo mirarlas. Me levanto del restaurante bufando por el síndrome de Pantagruel que tiene Estados Unidos en su estómago. Me duelen las lumbares, las rodillas, las piernas y lo que no digo. Y me pesa el estómago. Pero he cabalgado, al paso, por un cañón de cine muchos años después de haber visto  la mítica Apache en un cine del barrio de Gracia, el Principal, con MJ una tarde de novillos escolares. La vida es un bucle gigantesco.

A estas horas, cuando me meto en la cómoda cama del Holyday Inn, Wayne debe de estar con sus caballos, fumando un cigarrillo que él ha liado y mirando las estrellas. Wayne, en el caso de que se llame Wayne y no esté huyendo de algo, ese cowboy trasnochado y bajito, con fobia al agua, no se tiene más que a sí mismo, ni más amigos que los caballos y los dos perros que le acompañan en sus paseos, o Justin, el callado patrón que le deja dormir en el jergón de una cabaña.

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