DIARIO DE UN ESCRITOR
Estes Park, 13 de junio de 2013
Camino
de Colorado nos enteramos de que hay cinco o seis fuegos forestales
incontrolados por los alrededores de Denver. Quizá no nos afecten. Colorado es
muy grande y cuadrado. Pero estaremos alerta por si alguna carretera está
cortada y nos desvían.
Durante
el primer tramo del viaje de 400 millas, algo más de 600 kilómetros, conduce MJ
y yo miro el paisaje y dormito intermitentemente bajo mis gafas de sol. Esos
sueños, que no duran más allá de diez minutos, reconfortan tanto como una buena
siesta. Bigas Luna me confesaba que solía dormirse en medio de una buena
película, porque no veía películas malas las veces que iba al cine. Le entendí
enseguida. Yo también lo hago. Cabeceo unos minutos y me despierto como si
fuera otro.
No
he borrado todavía su correo electrónico, como si fuera a responderme. No he
borrado su número de teléfono, como si fuera a cogerlo y hablarme. Me falta la
sensación de su muerte que no me ha llegado, así es que cuando me acuerdo de él
me lo imagino pletórico de vida e ilusiones, la última vez que lo vi en un
vestíbulo de Barcelona.
Mientras
dormito, trabajo. Tengo en la cabeza una serie de capítulos de Brother y debería apuntármelos para que
no se me olviden algunos detalles cuando empiece la novela un día de estos. La
pareja formada por Cain Brother y Tina Blondie pernoctará en la cabaña de un
huraño cocinero ruso de Alaska, eso ya lo tengo decidido. Y antes pasará unos
días en ese enorme bosque de Oregón, infinito, comiendo ardillas. Y permanecerá
unos días escondida en Yakutak, misterioso pueblo de Alaska en el que sentí
vibraciones especiales, tras pasar unos días en el ferry, durmiendo en cubierta
y trabando amistad con alguno de esos tipos solitarios que van a enterrarse a la última frontera. Hacerlos pasar por
Salt Lake City sólo tiene algún sentido si conocen a un piadoso mormón de
corbata, chaqueta y ceremonia semanal en el Tabernáculo. Cain Brother intentará
rentabilizar el encuentro con ese mormón cincuentón y padre de siete hijos,
todos los que Dios le ha dado a su santa esposa, con una máquina polaroid de
segunda mano que le compra a un chino. Voy a sacar chinos de restaurante,
además de mejicanos que como Fred Vargas, el coprotagonista de La Frontera Sur, están recuperando lo
que los gringos le robaron. El chino prestidigitador de Alaska no puede faltar.
¿Tendrá Cain Brother los rasgos de Jack Swan o los de Brad Pitt en California? Creo que God Father será,
además de alcohólico terminal con una cirrosis avanzada que no le va a permitir
vivir más allá del verano, pastor de la iglesia de Las Cuatro Esquinas, una de
las muchas sectas que abundan como setas en los bosques en otoño. En uno de los
capítulos, en un garaje de Escondido, entre los suyos, cuando ya le quede poca
vida, el padre de Cain, sin acento, y Abel confesará en público su horrible pecado
y éste será un dato muy relevante de la novela que habrá que encajar sin que
chirríe el conjunto. Cain Brother está traumatizado porque su madre le abandonó
nada más nacer. La busca. Tiene una leve pista. Una vez, cuando estaba en
presidio pagando por el crimen que cometió Abel Brother, recibió una extraña
postal de Alaska. De esa postal no se desprende. Tina Blondie le pedirá a un
amigo gordo, quizá el ogro que vi en Motel 6 de Salt Lake City, un tatuaje en
la ingle. No, al ogro le voy a dar otro papel, tendrá una lucha titánica con
Cain. Abel Brother nunca ha estado muy enamorado de Tina Blondie, a la que
tiene como una simple posesión, por eso no perdona que su hermano se la haya
robado, porque es tan suya como el plasma o la camioneta pickup azul con la que
remonta Estados Unidos tras la pista de su hermano. La amistad entre Abel Brother
y el navajo Wind of Aspen viene de cuando ambos cometieron el atraco por el que
pagó Cain Brother. Wind of Aspen, como buena parte de los de su raza, será un
tipo callado. Si se enrola en la operación de rastreo es únicamente porque le
debe un favor al mayor de los Brother y así considera pagada la deuda.
Cuando
despierto estamos parados en una gasolinera y hemos hecho la mitad del camino. Sopla
viento fuerte, que zarandea la portezuela del coche, y huele la atmósfera a
incendio. Procedemos al relevo de conductor.
La
autopista más alta del país está en el estado de Colorado. La que cogemos. Las cuestas
son tan pronunciadas y largas que el motor del Hyundai fucsia se resiente. A
tres mil metros de altitud coche y yo estamos para el arrastre. Me han pasado
furgonetas, pickups y turismos. He ido reduciendo marchas hasta quedarme con la
tercera y aun así al coche le cuesta mucho subir. En la cima de ese puerto de
montaña todavía hay nieve acumulada. Luego viene un túnel muy iluminado y un
descenso vertiginoso que pone a prueba los frenos del coche. Huele a quemado.
No sabemos si son los frenos o el aire que trae el humo de alguno de esos cinco
incendios descontrolados.
En
el arcén de una carretera de montaña descubro el cuerpo desmadejado de un
pequeño ciervo, seguramente una cría, atropellado. Así es que conduzco con cuatro
ojos: uno al frente, otro al retrovisor, y visiones laterales a los bosques que
mueren en la carretera por si de ellos sale un ciervo que la cruza en carrera
mortal.
No
entramos en Denver sino que tomamos una serie de carreteras secundarias que
llevan, entre curvas y montes, hacia las Montañas Rocosas. Acuso una fatiga
desmesurada y la achaco a la altura. Pero también al hambre. Mi estómago ya no
se acuerda del desayuno del Deny`s en Moab a las 9 am.
Estes
Park, a la que llegamos pasadas las 4 pm, está a 2300 metros de altitud y se nota
nada más bajar del coche. El Motel Coyote Mountain Lodge está por encima del
Lake Estes, una laguna circular alrededor de la que se disponen algunas de las
casas de este pequeño pueblo de montaña de 16 kilómetros cuadrados y poco más
de seis mil habitantes. La cabaña que nos asignan es acogedora. Dejamos en ella
el equipaje y bajamos por una calle al lago que dista apenas una media milla
del Coyote Lodge. Una pista asfaltada para ciclistas y peatones bordea la
laguna desde la que se distingue el perfil nevado de las cercanas Montañas
Rocosas. La temperatura es agradable, nada que ver con el calor sofocante que
reinaba en Moab. La altura nos hace andar despacio, como si tiráramos de una
pesada maleta. El camino bordea el campo de golf y el río impetuoso que
desemboca en el lago y a cuya orilla hay un centenar de patos de cuello espigado
que ya vimos en Salt Lake City y mucho antes en Vancouver, Canadá. Y entonces
advertimos que en el césped hay clavados, cada cincuenta metros, carteles de
advertencia bajo la palabra Danger en
mayúsculas y rojo. Advierten del peligro que entrañan los ciervos elks que están por la zona. Los pintan
como una especie de monstruos agresivos y vedan algunos sectores de ese parque
lacustre a los peatones para evitar que sean atacados. La advertencia, en
realidad, no es un mensaje altruista para evitar alguna desgracia sino una forma
de curarse en salud del ayuntamiento por si a alguien, por mala suerte, le pisotea
uno de esos enormes ciervos y los demanda por unos cuantos millones de dólares.
En un país que tiene el mayor índice de abogados per cápita se puede demandar a
un restaurante si te quemas con la sopa, a una oficina pública si resbalas en
sus urinarios o a una tienda de ropa si tropezaste con el escalón al entrar. ¡Cuidado, escalones! es el cartel de
advertencia más socorrido, o ¡Cuidado,
suelo resbaladizo! pero en Estes Lake es éste de ¡Peligro, ciervos!
En
dos minutos vemos más fauna salvaje en Estes Park, una ciudad pequeña de
Colorado, que en los tres días que estuvimos en el Parque nacional de Denali,
en Alaska, en donde sólo pudimos contemplar el vuelo rasante de un gigantesco
abejorro del que nos defendimos con los palos. Un grupo de gigantescos ciervos elks, esa especie tan peligrosa de la
que hablan los carteles, entra a la carrera en el campo de golf ante mi mirada
estupefacta. Ese pasto cultivado de los green
debe de ser más nutritivo del que encuentran por los prados de las Montañas
Rocosas. Los ciervos, que son más altos que una persona y tienen una planta
impresionante, beben del agua de una pequeña charca y luego se refrescan en
ella. Hay un macho al que le están saliendo los cuernos, que es el elemento más
grande del grupo, y las demás parecen hembras bajo su cuidado. Los ciervos,
tras corretear por el campo de golf y cruzarse con algunos jugadores que
caminan con sus palos a la espalda y no se sorprenden de su presencia, se
retiran a un bosque público cercano.
En
realidad el término elks con el que
se les conoce es una incorrección. Los waipiti
(trasero blanco), su nombre originario en la lengua nativa de la zona, el shawnee, no son alces (elks en inglés del Reino Unido) sino una
especie gigante de ciervo canadiense.
En
Estes Park humanos y ciervos conviven en una perfecta armonía a pesar de esos
alarmistas carteles que los presentan como bestias furiosas. Pero no es el
único animal salvaje que vemos en muy pocos minutos. Junto a la cerca del campo
de golf observamos que alguien está excavando un túnel y expulsando tierra con
las patas traseras. Fijándonos descubrimos a un simpático y pequeño roedor en
labores de zapador: un perrito de la pradera que se detiene, al vernos, y se
refugia, por si acaso, en su madriguera.
El
río Estes, que alimenta el lago, es un torrente furioso cuyo curso produce
vértigo. La pendiente y las piedras que hay en su fondo provocan espectaculares
rápidos. A orillas de ese curso de aguas bravas, no vallado, al que puede caer
cualquier niño pequeño que esté jugando por los alrededores y ahogarse sin
remedio, está el centro del pueblo, sus tiendas de artesanía y artículos de
pesca, restaurantes y cafeterías.
Celebro
la presencia de un Starbucks Coffe.
—Mañana
iremos a desayunar un expreso y un cruasán.
No
hemos comido en todo el día, después del desayuno en el Deny’s de Moab, y
achacamos nuestro mareo al hambre y la altura. Buscamos un restaurante y,
finalmente, nos decidimos a las 7 pm por la terraza de Mamma Rosa, cocina italiana, en Barlow Plaza, centro turístico, y
pedimos a una joven mesera mejicana de DF, tan simpática como agradable, que yo
creo peruana por su acento, el especial del día: una sopa de alubias, seguido
de una ensalada verde con salsa de queso, unos espaguetis con tomate y carne y
dos bolas de helado.
Caminamos,
después de la cena, para bajarla, por la ribera de ese río impetuoso y seguimos
su curso hasta donde el pueblo acaba. De regreso, ya a oscuras, los patos que
hemos visto antes nadan a contracorriente en ese río bravo antes de que vierta
en el Estes Lake y los ciervos han vuelto al campo de golf a comer esa hierba
verde bien regada que les gusta más que la que crece agreste por las Montañas
Rocosas. Probablemente veamos más ciervos waipiti
en este pueblo que mañana en el parque nacional.
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