LOS REPORTAJES DE GQ

GLAMOUR VIOLENTO

La violencia es cotidiana, aunque sólo salte a los titulares de los diarios o asome en las pantallas de los informativos cuando es espectacular. Desde los romanos buscamos espectáculo. Pan y circo. En Saint-Vir, una pequeña población francesa a las afueras de Besançon, nada que ver con los violentos suburbios capitalinos, dos adolescentes de 13 y 14 años intentaron, durante algo más de una hora, asesinar a una compañera de clase tras torturarla salvajemente. Iban a divertirse. Unas cervezas, unos porros, pero la juerga derivó hacia otros derroteros y se liaron, primero a bofetadas, luego a botellazos. La víctima, inconsciente, fue arrastrada por sus compañeras hacia el sótano de la casa abandonada en donde le cortaron, con los cascos rotos de las botellas, venas y tendones de las muñecas, se cebaron en su rostro e intentaron degollarla con un cuchillo de cocina que llevaban en el bolso. Luego fueron a comprar gasolina, para quemarla. Por fortuna no lo consiguieron. El intento de asesinato resulta casi calcado al que perpetraron, hace poco más de dos años, dos adolescentes andaluzas con una compañera de clase a la que cosieron a puñaladas y degollaron. El fiscal del caso ha apuntado que esos dos pequeños monstruos franceses intentaron emular alguno de los crímenes de la película “Scream”. ¿Nuevamente es el cine el culpable de toda la ola de violencia que sacude a la juventud? ¿O no?



Violencia como diversión
Lo que ya resulta evidente es que la violencia se vuelve cotidiana, que se ha convertido, incluso en algo lúdico, en un juego, algo salvaje, desde luego, pero juego a fin de cuentas, en el que mata el tiempo parte de la juventud. Escuché una anodina conversación entre dos jóvenes mientras cogía el metro en Barcelona. Hablaban de los bien que se lo habían pasado el fin de semana. ¿Bebiendo hasta caerse? ¿Follando con sus chicas? No. Detallaban, entre risotadas, lo bien que se lo habían pasado apalizando a otro joven a la salida de una discoteca, como le habían machacado en el suelo a punterazos. Los miré. No eran skins, tampoco tipos musculosos de gimnasio. Tipos normales entre los adolescentes. Y me acordé de otro espantoso suceso, el llamado crimen de la Villa Olímpica, en donde una docena de jóvenes, por el frívolo motivo de divertirse, para celebrar el cumpleaños de uno de ellos, pateó hasta la muerte a otro adolescente que salía de una discoteca.
Lo escalofriante de esta ola violenta que se ceba en algunos segmentos de nuestra juventud es su sinrazón. Y me acordé de la orgía de Alcasser. Y de la de Charles Manson en L.A. No median discusiones, no es por un incidente de tráfico, por celos, por robar, es porque sí, para pasar el rato, para divertirse. La profecía de Anthony Burgess, llevada al cine por Kubrick en “La naranja mecánica”, galopa en nuestros días.
¿Qué está ocurriendo? ¿Vamos cada vez hacia una sociedad más violenta? ¿De quién es la culpa? ¿De las familias desestructuradas? ¿De la caída de las religiones? ¿De la muerte de las ideologías? ¿De los guettos que se han formado alrededor de los grandes núcleos urbanos? ¿Del no futuro que preconizaban los Six Pistols?
Los jóvenes, como cachorros que son de mamíferos, tienen pulsiones sexuales y violentas que han de exteriorizar de alguna forma. Éramos carnívoros, y cazadores. Pese a que nos ponemos pantalones, vemos la tele, nos relacionamos socialmente, vamos al trabajo o a la universidad, el instinto violento no desaparece, lo llevamos dentro, y salta en cualquier momento, cuando coinciden una serie de circunstancias. Hay quien es violento por genética, sin que, por su vida entre algodones, esté justificado un proceder así. Un buen ejemplo de este tipo sería la conducta del impresentable príncipe de Hannover, el último marido de la princesa Carolina de Mónaco. No creo que nadie le enseñara a pegar, pero su comportamiento es como el de un púgil salvaje, no controla sus instintos agresivos. Rompe paraguas sobre las caras de los paparazzis y casi lisia a un empresario de una discoteca de Kenya porque su música le molestaba. Así seguirá actuando hasta que un día dé con la horma de su zapato. Ya la gente no se arredra ni ante las cámaras. Ramoncín la emprendió a bofetadas con los periodistas cuando le acosaban a preguntas sobre su supuesta relación con la venezolana Ivonne Reyes. Hasta entre los escritores y críticos parece haberse levantado la veda. En “Negro sobre blanco”, uno de los pocos programas culturales de nuestra televisión, se pasaron de los insultos a los golpes un crítico y un novelista. Sonado fue también el bofetón que sacudió las mejillas del periodista Mariñas por mano de Camilo José Cela. No somos broncos de ahora, sólo que ahora lo somos por cualquier cosa.

Jóvenes violentos
Los jóvenes, en la década de los sesenta, desde París a Washington, pasando por Madrid, se enfrentaban con violencia a los policías, a los flicks despreciables que acudían a sus manifestaciones para apalearlos. Vietnam, los Black Panthers, Che, la Anarquía. En esos enfrentamiento, por suerte no demasiado cruentos, volaban los adoquines y los cócteles molotov, se levantaban barricadas, se asaltaban bancos y demás símbolos del corrupto capitalismo, se ocupaban fábricas y universidades con una alegre inconsciencia hacia el real peligro que se corría. Entre el sexo y las manifestaciones que atemperaban las descargas de la adrenalina, aquella generación, a la que pertenezco, encauzó todos sus primarios instintos hacia una causa ideológica: la revolución antiautoritaria. En Chile y en Argentina la respuesta fue brutal; el fuego fue real, los milicos se aprestaron a exterminar a buena parte de una generación combativa.


Hoy, cachorros de terroristas, antes de empuñar la parabellum, incendian autobuses, machacan cráneos, pintan amenazas en las paredes de Euskadi con cierta aceptación social: son aprendices revolucionarios, independentistas, emboscan sus descargas de irracional violencia tras unas ideas y los políticos afines lo celebran. Siempre me he preguntado porque no hay skins en Euskadi. Claro que los hay, claro que está su filosofia de apalear sin más, de expresarse con el irracional lenguaje de los puños, pero se solapan en el movimiento independentista. Pero antes estaban los Angeles del Infierno, y todas esas bandas de motards, que como centauros, pelean porque sí, por demostración de hombría, por rendir a la chica que llevan abrazada a su cintura en ese animal con dos ruedas. Las bandas. La banda de Marlon Brando, encuerado, a bordo de su moto, en “Salvaje”. La banda capitaneada por Mikey Rourke, el chico de la moto, en “Rumble fish” de Coppola. Las bandas que se rapan el pelo, que calzan botas con puntas metálicas, que se cuelgan esvásticas para imprimir miedo en el contrario, que uno a uno no son nada, que juntos son una jauría. “La jauría humana” de Arthur Penn, ese grupo de provincianos norteamericanos reunidos alrededor de una barbacoa, aburridos, que deciden cazar a un fugitivo con los rasgos de Robert Redford y machacar el rostro del sheriff Marlon Brando que trata de impedirlo.

Pan y circo
Los romanos inventaron el circo, para que la plebe se desahogara, para que se divirtiera con el espectáculo de la violencia sangrienta, se emborrachara con el hedor de sangre que cubría las arenas después de que los gladiadores cruzaran sus espadas. El circo sigue, pese a los años, y es la válvula de escape de la violencia que muchos llevan dentro. Es circo el ritual de la muerte convertido en el arte hispano del toreo. Es circo los partidos de fútbol en donde masas, de uno u otro equipo, contienden con violencia, disputan, y sus hinchadas, bandas neonazis casi siempre, se enzarzan luego en peleas fuera del estadio tras haberse calentado la boca. Son batallas orquestadas en donde se grita toda clase de insultos, en donde se jalea la muerte del jugador contrario, del árbitro traidor, del renegado que jugaba en un equipo y ahora lo hace en el contrario. Y los gladiadores, los boxeadores que se matan a mamporros en el cuadrilátero, que se llegan a cegar y a emprenderla a mordiscos, como perros rabiosos. ¿De qué extrañarnos, entonces, cuando se destapa la caja, cuando se da licencia para que todas las bajas pasiones salgan? ¿Qué mayor y reciente ejemplo de lo que es capaz el ser humano que la guerra que desmembró dolorosamente Yugoslavia? Se degollaba al vecino, se violaba a la chica que se veía a diario en la panadería de abajo, el amigo, de pronto, estaba enfrente. ¿Cómo podemos horrorizarnos ante semejante cota de barbarie si ésta ya se incuba en la sociedad y sólo espera que se abra la espita para explotar?

Sin culpables. Todos lo somos
Es un lugar común culpar de todos los males al poderoso, a la potencia, al imperio. Estados Unidos corrompe la sociedad europea, Estados Unidos exporta su modelo social, la violencia de sus películas, la violencia de sus escuelas, de sus calles, la comida basura, el cine plano. Europa, la pobrecita víctima. Hay detectores de armas en muchas escuelas de Estados Unidos, cierto, pero pronto también las habrá en la de la vieja Europa. La lenta invasión de los desheredados, para quienes no existen fronteras que barren su asalto, crea conflictos raciales, culturales, de tolerancia, para los que no estamos preparados. Surgen guettos en las ciudades europeas de similar estilo a los que ya existen en las ciudades norteamericanas. Son los adolescentes igualmente de irrespetuosos con sus profesores, a los que insultan y agreden. Viven, muchos de ellos, la violencia en sus casas, fruto de desestructuraciones, de alcoholismo, del desespero del paro. Lo terrible es lo ciegos que resultan a la hora de dirigir su violencia. Ya no hay ideologías que los guíen. Y, al no identificar al enemigo, al culpable, se revuelven contra ellos mismos.
El arte es violento. Cierto. El arte refleja nuestra sociedad. El cine británico muestra la decadencia de una sociedad abocada a la nada, la desaparición de las clases medias, la miseria de los barrios proletarios en donde campa la incultura, la droga, la basura. El cine yanqui muestra un enorme vacío que se rellena con destellos de violencia. Se distingue una película norteamericana de una europea por el número de puñetazos y disparos que nos bombardean desde la pantalla. En el cine americano se asesina con una pasmosa facilidad, se pasa de las palabras a los puños sin solución de continuidad. La violencia es un espectáculo. Cine snuff de ficción. Pero el cine snuff real lo vemos en los telediarios. El mundo hierve de violencia e injusticia. Y no sólo Africa. Son salvajes, son negros. ¡Que se maten, que se descuarticen, que se coman el corazón! En Europa, gentes que escuchaban a Wagner, que se emocionaban con los valses de Strauss, que leían a Kant y Nietsche, organizaron la mayor matanza de la historia, la más atroz puesta en escena de la violencia. Unos eran carniceros y otros miraban a otro lado. Hoy, las víctimas de antaño, como los hijos de padres agresores que visceralmente se vuelven ellos a su vez agresivos, masacran a los muchachos que les lanzan piedras y los aplastan con sus tanques.
Somos incurablemente violentos. A fin de cuentas, sólo somos animales que se han erguido hace unos cuantos siglos, pero debajo del vestido en pocos diferimos de las bestias. La sangre nos horroriza y nos fascina, a la vez. La sangre, la violencia, inunda nuestro arte. Matamos a través de las películas, de las novelas de género negro, de los partidos de fútbol, golpeamos a nuestros hijos, a nuestras esposas. Lobos. Caínes contra Abeles, desde siempre, sin solución.

JOSÉ LUIS MUÑOZ

Este reportaje se publicó en el número 68 de la revista GQ perteneciente a junio de 2002

Comentarios

Susy ha dicho que…
Gracias José Luis, me he trasladado.
Saludos.

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