DIARIO DE UN ESCRITOR

Estes Park, 14 de junio de 2013


No había cruasanes en el Starbucks Coffe de Estes Park, así es que me tuve que conformar con un pastelito con queso cremoso dulce en el centro, que no estaba mal. Desayunamos en el interior, porque no nos dimos cuenta de que la cafetería franquiciada tenía una terraza junto a ese río fragoroso que baja a velocidad de vértigo de las Montañas Rocosas.
A ellas vamos por una carretera ascendente que trepa hasta los 9800 pies, una altura que acusamos cada vez que bajamos del coche para contemplar una panorámica y los tres pasos dados nos suponen un calvario. En el Fall River Visitor Center nos dan mapas que nos sirven de bastante poco porque en el parque de las Montañas Rocosas los senderos son escasos y las cimas de más de 4000 metros forman una barrera natural infranqueable.
En Alluvial Fan, saliendo de la carretera 34, que nos ha llevado de Estes Park hasta allí, y tomando una secundaria, hacemos la primera parada: las aguas del Ypsilon Lake se desbordan y forman un pequeño salto y un torrente que baja brincando por encima de las piedras.
Me doy cuenta, mirando el paisaje alpino, que no difieren mucho las Montañas Rocosas del Valle de Arán, que es éste de Colorado el paisaje que más se asemeja al Pirineo, pero no me cuadran las alturas. En el Pirineo, salvo en Arán, precisamente, a partir de los 2500 metros la vegetación escasea y aparece un paisaje pétreo y hostil; en las Montañas Rocosas, a esa altura, todos son prados y bosques de pinos. Y se llaman Rocosas.
Volvemos atrás y cogemos la 36 para ir a Moraine Park, un prado de considerables dimensiones regado por algunos arroyuelos sin importancia. Dejamos el coche en un parking e iniciamos un corto camino por un sendero terroso y bien marcado que se adentra por el interior del prado. Pero lo que me sorprende no es el paisaje en sí, edénico, sino un considerable espacio vallado, en el que no se puede entrar, que encierra pastizales y bosque.
Viene siendo muy habitual ese afán prohibicionista que preside la sociedad norteamericana. Existen muchas contradicciones en su seno. Por una parte hay un culto a la libertad, incluso cuando ésta supone grave riesgo para terceros (la famosa Tercera Enmienda de la Constitución que autoriza a todo norteamericano a tener armas de fuego para defenderse, heredada de la vida de la frontera), y por otra parte existen una serie de absurdas prohibiciones para adentrarse en terrenos públicos con la excusa de prevención de riesgos.
La carretera al Bear Lake está cerrada por obras desde las 9am a las 4pm, así es que tomamos un viejo autobús escolar amarillo en el Moraine Visitor Center, conducido por un jubilado Westwood Village Memorial Park Cemetery en Estados Unidos las personas retiradas pueden seguir trabajando cobrando o no Westwood Village Memorial Park Cemetery que nos lleva a ese pequeño lago circular. Mary Jo se sienta en la pequeña estación de autobuses, esperando el de regreso, tras circunvalar la tranquila superficie de agua, y yo emprendo en solitario un camino ascendente y bien marcado que me lleva hasta un lago superior, el Nymph, más pequeño y menos interesante que el inferior. Pero trabajo mientras subo, obviando así la enorme sensación de cansancio que produce caminar a 3000 metros de altitud, en mi futura novela Brother de la que todavía no he escrito una sola línea pero voy teniendo toda entera en mi cabeza. Mientras miro las piedras del camino, los árboles que dejo atrás, el sol que pasa entre las ramas y escucho el canto de pájaros perdidos, visualizo al detalle el capítulo en el que Cain y Tina se encuentran con el mormón cincuentón en un restaurante de Salt Lake City. Bien, tendrán que pasar por Salt Lake City camino de Alaska para que ese capítulo exista. Sé hasta cómo se va a llamar el mormón, un nombre muy poco original: Brigham Smith. El mormón tratará de hacer proselitismo con la joven pareja, pero las intenciones de Cain son muy distintas. Brigham Smith, que no hace más que hablar de la biblia de los mormones (tendré que ilustrarme sobre ello, labor de documentación que luego deja en los escritores un poso de cultura y sabiduría forzosos) es para el más pequeño de los Brother un billetero con 30 de los grandes.
Bordeo Nymph Lake con la boca seca y ligero mareo. No puedo ahogarme en él puesto que apenas tiene agua, es algo más que una charca por la que revolotean mosquitos, pero la altura me está matando. Me concentro en la novela y hasta imagino que escribo un capítulo en el motel Coyote Lodge de Este Park. Cain Brother entra en la tienda de fotografía del chino de Salt Lake City que vende artículos de segunda mano. Pide una polaroid. El chino la busca y se la entrega. Cain Brother le dice, aprovechando que no hay clientes en esa pequeña y miserable tienda en la que nadie entra, que se la lleva prestada y que luego le abonará el precio con intereses. El chino hace un gesto de disconformidad que se aplaca, de inmediato, cuando Cain lo encañona con su Smith and Wesson y le promete que si va a la policía tiene los días contados. Le convence. Y Cain Brother, que es muy cumplidor con la palabra dada, vuelve a la tienda del chino y le paga, al día siguiente, el precio de la polaroid y el de otra que no se lleva.
Tan entretenido estoy con mis personajes y mi trama que regreso al Bear Lake sin enterarme y tomo asiento al lado de Mary Jo,  esperando ese vetusto autobús escolar que no llega hasta media hora más tarde, pilotado por una señora de ochenta años muy activa que todavía tiene los suficientes reflejos como para no aplastar a una ardilla que cruce la carretera.
—Podemos ir a Hawai. Una semana. Novecientos dólares nos costaría con alquiler de coche. De regreso a Los Ángeles ya empalmas con el avión a Madrid.
MJ es una agencia de viajes ambulante. Siempre viajando, y cuando está viajando ya planea el próximo destino. Como los españoles que hablan de comida mientras están comiendo.
Lo mejor del día está a punto de pasar. El lugar exacto es una curva muy pronunciada de la carretera 34 que lleva a un paraje llamado Hidden Valley, una antigua estación de esquí que ha sido recuperada para el Rocky Mountain.
—¡Para! Hay algo.
Veo un grupo de gente reunida y apuntando con sus objetivos al bosque cercano. Eso indica presencia de vida salvaje cercana.
—Será un pájaro.
—Un pájaro no provoca tanta expectación.
Salto del coche, antes de que se detenga, y corro por el prado con la cámara dispuesta. ¡Premio! Un extraordinario ejemplar de elk, ciervo gigante, de al menos doscientos cincuenta kilos de peso y cornamenta impresionante de un par de metros, come hierba junto a un riachuelo, sin reparar en ese coro de personas pendientes de él. Es el primer macho ciervo que veo en todo el viaje. Una bufanda de pelo oscuro rodea su enorme cuello. Y la cola es blanca. Waipiti. El waipiti se sacia comiendo hierba, bebe luego un poco del agua del torrente y desaparece, caminando, en el bosque cercano.
Vemos más ciervos waipiti de regreso al Estes Park, juntos, en diversas praderas que cruzan las carreteras 34 y 36. Dos machos y una hembra próximos a un pequeño lago en donde beben las cabras montesas de cornamenta retorcida que bajan por las laderas; una manada de hembras, unas veinte, pastando un poco más allá de ese lago; cuatro machos en una pradera más distante, tres descansando sentados sobre la hierba y el tercero comiéndola y rascando con su larga cornamenta el suelo.
A las siete estamos por Estes Park, paseando por su calle principal, curioseando en el interior de las tiendas cuando los escaparates son sugerentes, haciendo fotos a las casas de madera exquisitas que se alzan a uno y otro lado de esa calle, hasta que decidimos que toca comer y nos decantamos por un modesto restaurante de cocina indonepalí llamado Nepali.
Cuando veo al dueño — el negocio es familiar y en la cocina esta la mujer, sirve los platos su hija y otra hija lleva las cuentas —, un sherpa de Nepal, veo otra historia. El sherpa vino a Colorado y abrió un restaurante en este pueblo de montaña al lado de las Montañas Rocosas después de acompañar a multitud de escaladores occidentales que se llevaron la fama de haber subido al Himalaya. Me doy cuenta de que es un sherpa por sus rasgos, por las fotos del Himalaya que decoran el colorido restaurante y por sus propias fotos que están por todas partes. Quizá ese sherpa, como el que intentó, sin éxito, rescatar con vida al montañero español hace unos días, ha sido testigo de días de gloria y drama, ha subido héroes a la cima del mundo y ha bajado cadáveres.

Mientras saboreo un delicioso cordero al curry me quedo con las ganas de preguntar a ese discreto y amable sherpa nepalí que tiene un pequeño restaurante en Estes Park, Colorado, al pie de Rocky Mountain, cómo tomó la decisión de cambiar el alto y lejano Nepal milenario por Estados Unidos. ¿Quién le convenció? Quizá uno de los expedicionarios a los que acompañó en la subida a uno de esos traicioneros ocho miles. Sin duda hay aquí otra historia que contar, pero yo ya tengo suficientes en la recámara.       

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
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