Publicado en El Periódico 22/12/1994 ESTRÉS NAVIDEÑO JOSÉ LUIS MUÑOZ Unas fiestas que deberían ser de paz, sosiego, reflexión, reencuentro, se convierten por obra y gracia de un fenomenal montaje comercial, del que todos participamos alegremente, en una carrera de osbtáculos.
La tradición navideña es algo que se mantiene y, lejos de remitir, va en alza, pese a los tiempos de crisis en que nos hallamos inmersos. La Navidad se ha despojado de su origen de conmemoración religiosa para ser, sobre todo, fiesta hogareña - la imagen de la familia dispersa que se reune alrededor del fuego del hogar y olvida sus diferencias en una comunión anual de paz y forzada felicidad - y convertirse en la tradición social más arraigada de nuestra época. Se habla del espíritu navideño como el afloramiento, por un solo día, de nuestros buenos sentimientos. Hasta las guerras intentan detenerse durante unos breves instantes, aunque sólo sea unas horas, para cumplir con la tregua navideña. Los etarras dejarán de asesinar, los palestinos y judíos de matarse y sobre Sarajevo no caerá ningún obús. En un plano más cotidiano obviaremos nuestras diferencias con nuestro jefe, detendremos las discusiones con nuestros cónyuges y sellaremos una paz con nuestros hijos, ya que la Navidad conlleva un aplazamiento de las rencillas hasta después de las fiestas. Si no queremos ser tan despreciables como Scrooge, el siniestro personaje avaricioso de Cuentos de Navidad de Charles Dickens, hemos de amarnos con una sonrisa de felicidad plena y ser capaces de desearle Feliz Navidad a nuestro peor enemigo. Ya hace bastantes años que las Navidades han perdido su fuerza espiritual y han sido fagocitadas por el consumismo, la excusa religiosa se ha difuminado en un ceremonial pagano que halaga los sentidos. La sociedad ha dejado poco margen a la imaginación particular de cada cual y ha diseñado con rigidez lo que debe ser la celebración de estas fiestas. Existe un componente lúdico-gastronómico muy importante - no se concibe una buena Navidad sin un derroche desmesurado de comida, y su capacidad y excentricidad está en relación directa con el estatus social de los celebrantes - sin el cual la fiesta no parece posible. Al igual que los pueblos primitivos, no concebimos una celebración sin el sacrosanto rito del banquete. Se olvidan las penurias económicas por un día y se echa la casa por la ventana. Por las mesas navideñas corre con generosidad la comida y la bebida. Se como y se bebe con los ojos, se asocia alegría a desmesura, y lo que empieza como placer de los sentidos termina siendo una prueba de fuego para nuestras vísceras. Hay un segundo rito navideño que aún adquiere más tintes de pesadilla: el regalo. En Navidad hay que regalar, y esa idea, que le viene de perlas a la sociedad consumista en la que estamos inmersos, se asume como una obligación, cuando la esencia del regalo debiera ser su caprichosidad e imprevisibilidad. Desde los medios de comunicación sufrimos un incesante bombardeo publicitario 30 días antes del evento. Los anuncios de perfumes de acento francés se multiplican por mil y se convierten en las verdaderas estrellas de la programación. Comprar los regalos no sólo supone un importante dispendio económico, que luego nos hará encarar con terror la consabida cuesta de enero, sino sobre todo una ingente inversión de tiempo si se quiere contentar al cónyuge, hijos, padres, suegros, abuelos, tíos, cuñados, sobrinos, amigos, etcétera. Hay regalos de compromiso, de trato de favor, de correspondencia, para quedar bien, personalizados, hilarantes, inútiles, íntimos, equivocados, hasta insultantes, aunque el mejor regalo, sin duda, es el que uno mismo se hace, pues es el que menor margen de error contiene. No mejor lo pasan los pequeños. A la hora de confeccionar la famosa carta a los Reyes y a Papá Noel, o las dos, les pesa como una losa los interminables cientos de minutos de publicidad con los que han sido bombardeados sin piedad desde la televisión y que les bloquean sus mecanismo de volición. Muñecos articulados, muñecas Barbie, muñecas que hacen caca, tienen la regla, paren, todo tipo de vídeo-juegos, más algunos juegos de salón, componen el muestrario en el que se pierde el niño. Elegir, para ellos, es una tarea tan ardua que por lo general se limitan a pedir todo lo que se anuncie por televisión, y una caterva de juegos inútiles, que irán a parar al cubo de los desperdicios sin ni siquiera haber sido utilizados, se almacenarán en sus cuartos de juegos. Según un reciente estudio de la Unión de Consumidores de España, los españoles pulverizamos durante estas fiestas navideñas la respetable cantidad de 50.000 pesetas por persona. Quien se dedique a contar los miembros de su unidad familiar a la vista de estos datos y hacer la multiplicación correspondiente de esa cifra no podrá sustraerse a un escalofrío. Y de esas 50.000 pesetas, 13.000 se evaporan exclusivamente en comida. Unas fiestas que deberían ser de paz, sosiego, reflexión, reencuentro, se convierten por obra y gracia de un fenomenal montaje comercial, del que todos participamos alegremente, en una carrera de obstáculos a cuya meta llegamos estresados y con el colesterol disparado. Estamos todo el año en tensión por motivos laborales, sociales, políticos y familiares, y lo clausuramos con unas jornadas pretendidamente lúdicas pero que encierran tanta tensión como las del resto del año y que nos obligan a realizar un esfuerzo extraordinario sin torcer la sonrisa. En los últimos días nos lanzamos a tumba abierta en mercados, supermercados y tiendas de juguetes para realizar las últimas compras. Y en enero, cuando despertemos con resaca, encontraremos en nuestra cuenta corriente el resultado del despilfarro.
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