ZONA ERÓGENA

Una coincidencia repetida puede hacer que nazcan falsas esperanzas, que creamos lo que no es; pero ante una mujer como aquella había que arriesgarse, llegar lo más lejos posible y esperar ser correspondidos ante tan loco intento. Así lo hizo el personaje principal de este relato escrito por José Luis Muñoz, aunque mejor será que sea el mismo protagonista quien nos cuente lo ocurrido aquel día.

Me prometía uno de los veranos más aburridos de mi existencia. Beatriz, la chica que salía conmigo, había roto unilateralmente nuestras relaciones dos semanas antes de empezar vacaciones. Habíamos quedado citados en La Oca, ante un par de vasos de aséptico cubalibre, y yo contemplaba como el hielo se resquebrajaba chocando contra el cristal de las paredes, como un pequeño iceberg desolado por el calor, mientras ella desgranaba, con voz monocorde, una serie de oscuras, filosóficas, éticas, psicológicas motivaciones que la forzaban a romper definitivamente nuestro idilio de seis meses y siete días exactamente.
- Es mejor para los dos. Yo no soy tu tipo. Tú buscas una clase de mujer perfecta que sólo existe en la mente de los hombres. Lo siento, pero estás absolutamente demodé.
Y ahora me veía tumbado en la playa, perezoso bajo el sol, sintiéndome tostar desde la punta de los dedos de los pies a la punta de la nariz, untado de aceite de arriba a abajo, los ojos entornados, olfateando las cremas de coco a mi alrededor mientras el mar me arrullaba dulcemente.
* * *
Transitaba por la carretera de Sant Feliu a Palamós, la arteria de la población. Parecía un gran escaparate, una pasarela de exhibición de cuerpos casi perfectos que se paseaban arriba y abajo para ser centros de las miradas. Las terrazas estaban atestadas de ellos y ellas que lucían el bronceado adquirido por la mañana, y de los escaparates de las tiendas surgían toda clase de mensajes subliminales que incitaban al consumo. Estaba francamente aburrido y me sentía cansado de las apenas cuatro brazadas que había dado en el mar aquella mañana, lo que resultaba preocupante. Me senté en la cafetería Llevant y pedí una copa de cerveza. Tenía una sed considerable, como si el sol hubiera secado también mis intestinos, y la cerveza enseguida pasó del vaso a mi gaznate,
Reparé en ella por su extraña mirada fría que no comunicaba nada, y eso era precisamente lo que me fascinó. Iba sola, y eso era extraño tratándose de una bella muchacha. Se acercó a la terraza y tomó asiento en una mesa próxima a la que yo ocupaba. No me gustaba mirar descaradamente a las mujeres, y menos si eran guapas. Con aquella lo hice por el rabillo del ojo, con disimulo. Pidió una naranjada y se limitó a mirar indolentemente a los paseantes, tal como estaba haciendo yo.
Encendí un cigarrillo. Me costó lo suyo. El viento me apagó sucesivamente por dos veces las cerillas antes de que pudiera aproximarlas a la punta del pitillo. Ella permanecía estática, como una estatua griega, sosteniendo con su mano pequeña y delgada el vaso medio vacío, chupando de vez en cuando la rodajita de limón que bailaba dentro del líquido anaranjado.
Era arriesgado observarla discretamente desde mi posición, aún así pude apreciar su piel extraordinariamente bronceada, sus grandes ojos almendrados, sus labios anchos, la barbilla pequeña y el cabello negro que le caía en cascada sobre los hombros desnudos. Llevaba un vestido ceñido de una sola pieza, corto, que dejaba descubiertos la espalda y los muslos, tapizados éstos de vello dorado, que montaban el uno sobre el otro en un sensual cruzado de piernas.
Permanecí un buen rato sentado en aquella terraza sin más diversión que ver pasar la gente delante de mis ojos ni más interés que el comprobar quién se sentaría en la silla vacía de la mesa que ocupaba la bella muchacha estática. No se sentó nadie, por difícil que resultara creerlo. Estaba sola. Permaneció allí casi una hora y luego se levantó dejando el importe justo de la consumición en la mesa, sobre la cuenta. Yo la seguí con cierta excitación. La chica se detuvo ante una peletería y pareció extasiarse ante la visión de un costoso abrigo de piel de lobo que se exhibía en el escaparate sobre los hombros de una maniquí de madera más hierática que ella. A mí aquello me produjo un copioso sudor. Pensar en un abrigo cuando la temperatura ambiente oscilaba alrededor de los veinticinco grados no era para menos.
***
La casualidad determina muchas veces nuestras vidas. La casualidad me permitía que, levantando los ojos del diario, la viera cruzar la playa y marchar decidida hacia el mar calmo que lamía la orilla con un susurro. Entre al menos diez mil bañistas que atestaban aquella playa buscando los rayos del sol, sólo el destino podía posibilitar que ella estuviera tan cerca y que yo hubiera apreciado su presencia.
Me senté en mi hamaca y me calé las gafas. Llevaba un traje de baño de una sola pieza que deslizó hasta la cintura cuando sus pies pisaron las mansas aguas del Mediterráneo, dejando al descubierto un busto grande y firme de una tonalidad más pálida que el resto del cuerpo. Tenía los pechos de las adolescentes, nada caídos, más cercanos a los omoplatos que al ombligo, redondos, suaves, juntos, de piel tersa y aterciopelada, con un pezón sonrosado coronándolo como una suave pincelada de color pastel en aquel cuerpo bronceado.
Dudó unos instantes, dando pequeñas pataditas en el agua, antes de tomar una decisión y sumergirse como una sirena en el mar y emerger cuatro metros más allá con el cabello negro empapado adaptándose a su cráneo como un gorro de baño.
***
Entré en Tifany's porque no tenia sueño. La disco estaba atiborrada y los cuerpos seguían, con dificultad espacial, los ritmos impuestos por el pinchadiscos. Olía a playa, a sal, a delicados perfumes franceses, a tabaco rubio y a ginebra diluida en combinados. Pedí un destornillador y dejé resbalar mi mirada por el local. La vi, sin lugar a dudas. Y parecía sola, lo que era difícil ante aquel maremagnum de muchachos y muchachas ansiosos por devorar la noche. Una chica preciosa sola, me repetí. ¿Qué hacía? ¿Quién era? La estuve observando. Me separaba de ella una distancia de diez metros. Estaba en la pista y se movía de forma lánguida, agitando los brazos de arriba a abajo, moviendo las caderas dentro de su ajustado vestido y tirando del cabello hacia atrás cada vez que un movimiento descontrolado lo abocaba sobre la frente. Algunos moscones se le acercaron, pero ella parecía deshacerse con facilidad de ellos con una sonrisa maravillosa. Apuré el destornillador y pedí otro. Comenzaba a preocuparme. La muchacha me obsesionaba, y su don de la ubicuidad era inquietante. ¿Por qué estaba en todas partes? ¿Qué quería decir aquello?
***
Me había bañado un par de veces y secado durante tres horas al sol. Parecía un camaleón a punto de mudar de piel y hasta sentía mi vello rizarse bajo el sol de fuego que caía. La novela de Patricia Highsmith que estaba leyendo permanecía medio enterrada en la arena bajo la hamaca. Dormité. Y desperté al cabo de poco tiempo. Sentí su presencia. despedía un delicado perfume a carne tibia y sal que resultaba inconfundible. Abrí los ojos justo a tiempo de verla cruzar por delante de mi hamaca, aproximarse a la orilla, bajarse hasta la cintura el bañador negro y sumergirse en el mar como un pez.
Por un ligero estremecimiento de las fibras sensibles de mi cuerpo, por unas alteraciones de mi ritmo cardíaco, me di cuenta de que me estaba enamorando como un imbécil de un ser al que no conocía de nada, de una presencia casi etérea que llenaba de belleza mis pupilas.
***
Temía abordarla. Era un miedo que me entraba cuando colocaba a alguien en un pedestal. Temía que el contacto físico, el beso, la caricia, el abrazo amoroso diluyera esa imagen que tenía de ella. Y ese temor me impidió acercarme a ella cuando la descubrí caminando en shorts por el Paseo Marítimo, hacia el atardecer, sorbiendo un polo de limón que entreabría su dulce boca, o cuando la vi en la pista de Kamel poseída por un ritmo frenético y sólo los cuerpos de dos bailarines nos separaban. Intenté desvelar su misterio en sus grandes ojos verdes, pero su mirada no me dijo nada,
***
El Mediterráneo estaba más tranquilo que ningún otro día. Y centenares de pechos buscaban la caricia del sol mientras centenares de cuerpos se zambullían en el mar.
Pasó por delante de mi hamaca. Tenía andares de bailarina, movía con gracia sus caderas y sus piernas apenas se apoyaban en la arena para progresar. Me levanté movido por un impulso y la seguí.
Estaba a dos metros de ella cuando vi emerger sus pechos tras enrollarse el traje de baño a su cintura; luego juntó las palmas de las manos, mostrando la limpieza de sus espléndidas axilas depiladas, para darse el impulso y lanzarse al mar. Se zambulló. Vi su cuerpo pisciforme zigzaguear bajo el agua transparente para reaparecer después diez metros mar adentro.
Me lancé tras ella. Superé el primer contacto de mi cuerpo cálido con el agua gélida. Braceé enérgicamente. Ella era una formidable nadadora y cada vez era mayor la distancia entre su cabeza y la mía. Braceé aún con más energía. Ella se alejaba; luego se detuvo y yo nadé con ahinco, esperanzado, con la seguridad de que acabaría alcanzándola. No fue así. Cuando sólo tres metros nos separaban, ella comenzó a nadar de nuevo y la distancia entre ambos se multiplicó. Estaba furioso conmigo mismo, me poseía una rabia sorda, mientras braceaba golpeando con furia la superficie del mar. No la veía ahora. Había desaparecido de mi campo visual. Miré a mi alrededor y sólo vi agua, una inmensidad de agua, y la playa lejana a mis espaldas. Me había alejado de la costa más de lo prudente. Pero no me importaba. Lo único que ansiaba era alcanzarla. Me pareció distinguir sobre el suave oleaje un punto negro, lo que podía ser su cabeza herida por los rayos del sol, en la lejanía, y hacia allí me dirigí, cada vez con más dificultad.
El punto negro no se movía y, a medida que yo avanzaba, tomaba la forma de la cabeza de la bella desconocida. Estaba a dos metros y me cercioraba que era ella. Ya no huía sino que parecía esperarme con una sonrisa en los labios. Braceé cuanto pude y luego me detuve extenuado cuando casi podía tocarla alargando el brazo. Abrí la boca para boquear, porque me faltaba la respiración, y una bocanada de agua salada entró de repente en mi cuerpo. Tosí y vomité con violencia mientras hacía un gesto angustioso con el brazo a la joven desconocida reclamando su ayuda. Estaba extenuado, no conseguía mantenerme a flote, los brazos y las piernas me dolían, el corazón bombeaba la sangre a un ritmo cada vez más creciente que yo sentía multiplicado en mis sienes. La sonrisa había desaparecido de los labios de la muchacha y su expresión se había vuelto adusta mientras se acercaba. Manoteé desesperado sintiendo que me hundía. Nunca había sido un buen nadador. La chica pasó por delante de mí, como siempre lo había hecho, sin mirarme, ignorándome, se zambulló bajo el agua, emergió seis metros más allá y pronto desapareció en dirección a la playa. Deje de ver su cabeza negra, dejé de oír el chapoteo rítmico de sus pies en aquel Mediterráneo tan calmo, una balsa de oro bruñida por el sol, empeñado en convertirse en mi tumba.
LA SIRENA fue publicada en el número 142 de Octubre de 1990 en la revista Playboy en la que colaboré durante quince años consecutivos publicando relatos. artículos y perfiles, siendo director de la misma José Luis Córdoba.

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