EL RELATO
M.M.
José Luis Muñoz
La casa olía a cerrado y su silencio presagiaba muerte. Fueron avisados porque la gran M.M. no cogía el teléfono. Porque nadie la había visto salir desde hacía un par de días. El detective John Tepperton no era especialmente mitómano. Ni gran amante de la pantalla. Ni siquiera seguidor del cine negro. Le hacían gracia los detectives de las películas, a él, que era calvo, que no llevaba nunca sombrero, que nunca había fumado un mal cigarrillo y se recogía puntualmente con su mujercita cada día a las nueve de la noche con el estómago seco y la pistola sin oler a pólvora.
El silencio de la casa fue lo que le impresionó más al forzar la puerta. Lo hicieron después de que el timbre sonara sin obtener respuesta. Y de que la llave de la asistenta, una negra asustadiza y gorda llamada Blumer, no consiguiera abrir la cerradura.
- Ha dejado la llave puesta.
Tepperton y el joven Russmayer fueron quiénes entraron mientras un par de uniformados vigilaban en el exterior. La vivienda carecía del glamour que uno atribuía a las estrellas. Se notaba que quién vivía entre aquellas cuatro paredes tenía la convicción de lo transitoria que iba a ser su estancia, que la casa no era un hogar sino una guarida. Había fotos enmarcadas sobre muebles, hermosas instantáneas que reflejaban un rostro sonriente y feliz y un cuerpo espectacular y deseado por todos los hombres del planeta no bien cerraban los ojos. Con cierta tensión fueron abriendo una por una las puertas de las habitaciones.
- Sargento - le susurró un tembloroso Russmayer -. ¿La vio en “Niágara”?
- ¿Quién no ha visto “Niágara”? El vestido rojo, los andares de serpiente…
El comedor estaba inmaculado, como si nunca se hubiera servido una comida en la moderna y de dudoso gusto mesa de madera.
- ¿La vio remando en la balsa en “Río sin retorno”?
- Un buen western, sí señor.
La imagen más viva que tenía Tepperton de ella era la más cruel. Una M.M. desolada, triste, en “Vidas rebeldes”, amante de los caballos y de la libertad entre dos galanes moribundos. Una película epitafio.
Cuando los dos detectives entraron en el dormitorio contuvieron la respiración a pesar de que ya intuían lo que iban a encontrar. Sobre una cama desordenada yacía la hermosa chica del calendario con la que todos los adolescentes habían fantaseado. El cuerpo desnudo, tendido de espaldas, era de una voluptuosidad innegable; el brazo, alargado, colgaba fuera de la cama; los nudillos de la mano, doblada, rozaban el suelo. Una cabellera desordenada, de un rubio sucio, cubría parte del perfil del rostro más hermoso del planeta. Y la habitación olía a Chanel número 5, el perfume con el que se vestía la diva por las noches.
Tepperton y Russmayer miraron durante unos instantes el más hermoso cadáver de la historia, el cuerpo más deseado del mundo, antes de cubrirlo con la sábana.
La casa olía a cerrado y su silencio presagiaba muerte. Fueron avisados porque la gran M.M. no cogía el teléfono. Porque nadie la había visto salir desde hacía un par de días. El detective John Tepperton no era especialmente mitómano. Ni gran amante de la pantalla. Ni siquiera seguidor del cine negro. Le hacían gracia los detectives de las películas, a él, que era calvo, que no llevaba nunca sombrero, que nunca había fumado un mal cigarrillo y se recogía puntualmente con su mujercita cada día a las nueve de la noche con el estómago seco y la pistola sin oler a pólvora.
El silencio de la casa fue lo que le impresionó más al forzar la puerta. Lo hicieron después de que el timbre sonara sin obtener respuesta. Y de que la llave de la asistenta, una negra asustadiza y gorda llamada Blumer, no consiguiera abrir la cerradura.
- Ha dejado la llave puesta.
Tepperton y el joven Russmayer fueron quiénes entraron mientras un par de uniformados vigilaban en el exterior. La vivienda carecía del glamour que uno atribuía a las estrellas. Se notaba que quién vivía entre aquellas cuatro paredes tenía la convicción de lo transitoria que iba a ser su estancia, que la casa no era un hogar sino una guarida. Había fotos enmarcadas sobre muebles, hermosas instantáneas que reflejaban un rostro sonriente y feliz y un cuerpo espectacular y deseado por todos los hombres del planeta no bien cerraban los ojos. Con cierta tensión fueron abriendo una por una las puertas de las habitaciones.
- Sargento - le susurró un tembloroso Russmayer -. ¿La vio en “Niágara”?
- ¿Quién no ha visto “Niágara”? El vestido rojo, los andares de serpiente…
El comedor estaba inmaculado, como si nunca se hubiera servido una comida en la moderna y de dudoso gusto mesa de madera.
- ¿La vio remando en la balsa en “Río sin retorno”?
- Un buen western, sí señor.
La imagen más viva que tenía Tepperton de ella era la más cruel. Una M.M. desolada, triste, en “Vidas rebeldes”, amante de los caballos y de la libertad entre dos galanes moribundos. Una película epitafio.
Cuando los dos detectives entraron en el dormitorio contuvieron la respiración a pesar de que ya intuían lo que iban a encontrar. Sobre una cama desordenada yacía la hermosa chica del calendario con la que todos los adolescentes habían fantaseado. El cuerpo desnudo, tendido de espaldas, era de una voluptuosidad innegable; el brazo, alargado, colgaba fuera de la cama; los nudillos de la mano, doblada, rozaban el suelo. Una cabellera desordenada, de un rubio sucio, cubría parte del perfil del rostro más hermoso del planeta. Y la habitación olía a Chanel número 5, el perfume con el que se vestía la diva por las noches.
Tepperton y Russmayer miraron durante unos instantes el más hermoso cadáver de la historia, el cuerpo más deseado del mundo, antes de cubrirlo con la sábana.
M.M., un modesto homenaje en clave de género negro a mi actriz fetiche, resultó finalista en el premio de relatos Paco Gandia y fue por ello publicado en el volumen "Humor con amor se paga" dentro de la colección Itimad junto a otros relatos y poemas.
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