EL VIAJE
NEW ORLEANS TRAS EL DILUVIO
texto y fotos: José Luis Muñoz
Hay quien piensa que el Katrina fue una maldición bíblica. Puede que George Bush lo pensara. Con celeridad pasmosa acudió a la rica California, que se consumía por las llamas, mientras dejó a la paupérrima Nueva Orleans sepultada bajo las aguas. ¿La primera ayuda que envió? Marines para controlar que los pobres más pobres de Estados Unidos, hundidos en la miseria y la desolación, no asaltaran los establecimientos de comestibles para saciar su hambre. Toda una lección que espero ver pronto, en imágenes, en la última y rabiosa película de Spike Lee.
El Katrina sobrevuela como un fantasma la ciudad. Los tour operadores anuncian un recorrido para ver las huellas de la devastación en los barrios más miserables de la ciudad, aquellos a los que se llega en autobús del que no hay que bajar. El índice de delincuencia de la ciudad es de los más elevados de Estados Unidos. El Katrina, con su furia de viento y agua - y con los diques de mierda que se rompieron en mil pedazos e hicieron que los cocodrilos del Mississipi se hermanaran con los desheredados de la tierra - ha conformado un parque temático a base de ruinas, cimientos sin casa y postes de teléfono truncados. Tampoco es que fuera mucho mejor antes. El Katrina despobló de indeseables pobres esta ciudad: 300.000 habitantes que malviven en otros estados, alojados en caravanas, y ya no volverán a pisar la tierra que los vio nacer. Con el paso de los años esos terrenos baldíos, por donde pasean las miradas morbosas de los turistas, darán pingues beneficios a los especuladores. No hubo que incendiar Nueva Orleans, hubo que inundarla.
El Mississipi es un río mítico. Imposible no acordarse de Hucleberry Finn y Mark Twain cuando uno sube al barco Natchez, una joya de la navegación fluvial que se mantiene intacta, ajena al paso de los años, y te pasea río arriba y río abajo hasta los aledaños de un enorme puente de hierro. A medida que el barco de palas se aleja de la orilla, la visión de la ciudad de Nueva Orleans, francesa, luego española y, por último, norteamericana, se engrandece, se embellece con el sol crepuscular.
La parte noble de la ciudad, la visitable, la visible, la que queda bien en el objetivo de la cámara de fotos, se reduce a muy pocos kilómetros cuadrados. Hay una parte financiera, a la derecha de la conocida y principal arteria de la ciudad, la calle Canal, con algunos pocos rascacielos que albergan los hoteles de lujo - puede que en Nueva Orleans esté el más lujoso Ritz del mundo, al menos su fachada es sencillamente imponente -, bancos y sedes oficiales, y hay, al otro lado de esa calle divisoria y fronteriza, el mítico barrio Francés, el French Quartet, el icono de la ciudad, la porción de Nueva Orleans que si la extrapoláramos al resto nos daría una idea de cómo era de bella esta antigua ciudad francesa de casas de madera y balcones de hierro maravillosamente forjado de los que cuelgan tanto plantas como banderas de Estados Unidos. Banderas. Banderas por todas partes, de la Confederación, pero también de Francia, España. La huella de España está omnipresente por estas hermosas calles festoneadas de centenarias casas de madera, recién pintadas, cuyas puertas están a medio metro del suelo, por las inundaciones, primorosamente cuidadas, por donde late el corazón de la ciudad. Nueva Orleans española, francesa, luego negra. Nueva Orleans, cuna de todas las músicas de Estados Unidos.
El French Quartier, como los desolados barrios por el Katrina, me traen recuerdos cinematográficos. Todo Estados Unidos es un plató que hemos visitado un millar de veces en las pantallas. EL CORAZÓN DEL ÁNGEL, de Alan Parker, por donde un Mike Rourke, en el mejor papel de su vida, encarnaba a un detective vestido de blanco que coqueteaba con la muerte, una negra adolescente, el sexo, el Diablo Louis Cypher - ¡qué convincente estaba Robert de Niro - y Dios en las calles de ese barrio francés.
Hay mucha Francia, se respira a Francia en el French Quartet. Por la mañana, cuando sopla un gélido viento de noviembre, que trae la humedad del Mississipi al limpio asfalto de sus calles, apenas unos mendigos, que acaban de alzarse del suelo, deambulan y miran con curiosidad a ese tipo que captura fotos con su objetivo. Me gustan los balcones, las casas, las puertas, los encuadres de esas calles rectilíneas con ese fondo de rascacielos del barrio de los negocios. La cuadrícula perfecta de Nueva Orleans muere en Jackson Square, en donde se alza una catedral de cuento de hadas de torres puntiagudas, un hermoso y blanco edificio que es el templo más antiguo del país, y en los muelles del Mississipi cruzados por la vía del tren. Pero a esa hora de la fría mañana la calle Bourbon, la arteria del pecado, la quintaesencia de ese minúsculo reducto, permanece fría, solitaria, y el viento agita en sus mástiles las banderas de las barras y estrellas que ondean de cada uno de los balcones.
Al mediodía las calles cobran vida. En la vecina calle Canal circulan vetustos tranvías de color caqui y deambulan los viandantes sin agobios. Un observador avizor que se sitúe en una esquina de Rampart con Canal enseguida se daría cuenta de que es una ciudad herida y medio deshabitada. Se nota el despoblamiento con una sola ojeada. Ni en la hora punta de la mañana la gente llena las aceras de una urbe medio fantasmal cuyas tiendas languidecen y no se han recuperado del infierno vivido hace dos años cuando la naturaleza y la desidia de un gobierno, que no hizo nada para defenderlos, los dejó a su suerte. Tiendas vacías, vendedores que te arrastran al interior de sus locales en cuanto te detienes en sus escaparates, vagabundos y ociosos que buscan el sol en las esquinas. Y raperos que van en sus coches tunados con la música a todo volumen.
Es mediodía y en el French Quartier los turistas tienen hambre. Me habían dicho, y lo había comprobado, que la cocina de Nueva Orleans era la mejor de todo Estados Unidos. Recuerdo hace años una comida exquisita en Le Bayou, un restaurante de cocina criolla en Harlem de Nueva York, y con ese acicate en la memoria y en el estómago busqué algo parecido en el French Quartier. No tuve suerte. El restaurante está en la calle Bourbon con Saint Anne y, adornándolo, un enorme cocodrilo se sujeta con sus garras a una de las paredes detrás del mostrador. Hace frío y, sin embargo, las aspas de los ventiladores no cejan en su continuo girar y sopla el viento del aire acondicionado por el local abierto. Un amable camarero se acuclilla para preguntarme qué quiero. Una sopa de cangrejo - el día sigue desangelado en noviembre y me acuerdo de cómo Mike Rourke mataba a uno de sus perseguidores en un enorme puchero en donde bullía esa sopa - y filetes de cocodrilo de granja. La sopa está buena, caliente, sabe a cangrejo, pero me sobra un enorme e infecto pan que han sumergido en el plato, crudo, en lugar de los preceptivos tropezones fritos. El filete de cocodrilo viene rebozado, en medio de dos panes, como si fuera un bocadillo de calamares madrileño. Lo pruebo. Ni carne ni pescado. Pero al menos está blando. Aunque no me queden ganas de pedirlo otro día. Una paradoja devorar a ese feroz devorador de hombres domesticado que adorna restaurantes y tiendas y se ha convertido en emblema de la ciudad.
Las calles del French Quartier tienen todas nombres franceses. Domaine, Saint Philippe, Royal, Orleans...Hay una efigie dorada de Juana de Arco a caballo en la calle Decatour, la fronteriza con la vía del tren y el muelle. Pero al lado de la nomenclatura francesa aparecen, sobre azulejos, el nombre hispano de todas y cada una de esas hermosas calles trazadas con tiralíneas y hechas para el paseo. De España es el edifico del Cabildo, hoy museo, en Jackson Square.
Al atardecer todo cambia. Es como si se abriera la tierra y toda la ciudad confluyera única y exclusivamente sobre la calle Bourbon dejando a las otras de lado. Es lógico. Esa calle, la calle de la alegría, del vicio, del carnaval, acumula en sus escasos metros más bares, salas de fiesta, locales de lap dance, prostíbulos, sex shops, estancos y licorerías que el resto de la ciudad. Los franceses dieron a esa porción de New Orleans su impronta de libertinaje. La moral y las buenas costumbres huyen en cuanto se pone el sol y se encienden los hermosos rótulos de neón de los establecimientos. Los norteamericanos, que generalmente no fuman y se persignan ante un cigarrillo, no les hacen ascos a los gruesos cigarros que enrollan y venden tabaqueros cubanos que hacen su agosto. Corren los vasos de cerveza, los whiskys, pero nadie parece desmadrarse, ni gritar, ni molestarse uno con otro. En un balcón una muchacha, a petición de un peatón, accede a mostrarle los senos en un gratuito gesto de exhibicionismo. Es una escena que se repite con una cierta asiduidad. Dos bailarinas de lap dance, desde el escaparate de un local cercano, exhiben sus carnales culos a los posibles clientes que se acercan a mirar las fotografías. Por eso el Katrina arrasó la ciudad, porque era Sodoma y Gomorra. Por eso Bush envió al ejército, no a ayudar, sino a reprimir a los pecadores. Y la multitud enloqueció en el Superdrome, bajó de la escala humana a la escala animal en cuestión de 24 horas.
La música es la esencia de la ciudad. Hay grupos de niños que bailan claqué en la calle. No llevan los típicos zapatos de punta blanca y metálica sino zapatillas de deporte en cuyas suelas han pegado chapas de botella. Bailan endemoniadamente bien y en sus gorras, dispuestas sobre las aceras, llueven los centavos.
En una esquina de la calle Bourbon, tocando con Iberville, un grupo de quinceañeros, al menos diez, ataca con sus instrumentos de viento, trompetas y trombones, y componen una prodigiosa melodía de jazz. Los negros de Nueva Orleans llevan la música en la sangre y el ritmo en sus pies. En cada bar, en cada restaurante, música en directo: jazz, rock, gospel, soul. Música para todos los gustos y orquestas extraordinarias.
En un bar que hace esquina con la calle Saint Peter la pista de baile esta atiborrada de gente. Los blancos bailan, los negros tocan. Una gruesa mujer negra, cuya voz recuerda a la de Tina Turner, canta soul con voz desgarrada mientras da rienda suelta a su culo enorme que no deja de agitarse. El ritmo es enloquecedor. Hay un trasiego de cervezas por el local. Y chicas con sexys minifaldas y bandejas con chupitos que administran directamente a clientes de pelo blanco, viejos roqueros de mirada rijosa, boca a boca. Hay sexo y promiscuidad visible en Nueva Orleans como probablemente no lo hay en otra ciudad que no sea Las Vegas. Hay docenas de mujeres solas y docenas de hombres a la caza. Una rubia bailotea a pocos palmos de donde yo estoy, tratando de sacar una buena foto de la cantante de soul. Coquetea con un blanquito que está en la barra y que parece cansando de sus insinuaciones y prefiere el vaso de cerveza. La rubia, finalmente, se liga a un negro que hay en la barra, lo toma de la mano y lo arrastra a la calle.
La calle hierve en esta atípica ciudad estadounidense en donde reina la luz de neóm, el ruido y el desenfreno. La música es vomitada, desde cada puerta de local, a la calle. Sobre una silla que ocupa, en donde parece encajado y de la que seguramente no pueda desacoplarse, un negro enorme entona una triste canción acompañado de una guitarra eléctrica. El volumen de su cuerpo, la prominencia de su estómago, actúa como bafle. Las chicas del lap dance se contonean tras ventanas opacas que siluetean sus sinuosos cuerpos. No hay policias, sólo un solitario coche patrulla aparcado, cuyo ocupante debe de estar tomándose una cerveza en uno de estos garitos, y que yo fotografío. La noche ya se ha echado encima, pero la ciudad, inmersa en un continuo carnaval, no se va a dormir. Nueva Orleans es una excepción en Estados Unidos. Lástima que la influencia francesa no llegara a imponer la necesidad de un bidet en cada habitación de hotel. Y que el café con leche aparezca como postre en las cartas de algunos restaurantes.
texto y fotos: José Luis Muñoz
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