LEONES POR CORDEROS
José Luis Muñoz
Nunca se ha caracterizado Robert Redford por ser un director regular y solvente que satisfaga las expectativas del público. Abundan, en su ya dilatada filmografía como director iniciada por
Gente corriente, merecedora de un oscar, los filmes discretos -
Un lugar llamado Milagro,
El río de la vida,
El dilema - frente a los brillantes y hermosos como
El hombre que susurraba a los caballos. Se caracteriza, eso sí, su cine por un fuerte componente social que lo situaría en la izquierda del pensamiento norteamericano. Más encomiable que su faceta irregular como director es su tarea al frente del festival de Sundance, un referente de todo el cine independiente que se hace en los Estados Unidos, su mejor trampolín, y sus declaraciones políticas dentro de los ámbitos cinematográficos. El que la coherencia de su discurso político sepa trasladarlo al celuloide es otra cuestión.
Empiezan a llegarnos películas críticas sobre la política exterior norteamericana y su guerra global contra el terrorismo, una burda tapadera para el expansionismo global, el florecimiento de los negocios de una elite que pone sus peones en la Casa Blanca e intento desesperado para mantener la supremacía mundial. El film de Brian de Palma sobre la guerra de Irak,
Redacted, sería un buen ejemplo de ello; el de Robert Redford, centrado en Afganistán, resulta, en cambio, fallido.
Leones por corderos, magnífico título, casi lo mejor del film, es una película con voluntad política y crítica. Los italianos, durante las décadas que gobernó la Democracia Cristiana, supieron desarrollar un ejemplar cine político en forma de trhiller de denuncia social que, desgraciadamente, luego no tuvo continuidad. Son maestros los mismos norteamericanos en el ejercicio de la autocrítica: Alan. J. Pakula, Al Hasbhy, Sidney Lumet, Oliver Stone son algunos de los epígonos de ese tipo de cine de denuncia feroz. El empeño de Robert Redford, aunque bien intencionado, parece condenado al fracaso por una serie de razones.
En
Leones por corderos tres tramas se cruzan para ofrecernos u
na clase de ciencia política. La entrevista que la periodista Janine Roth (Meryl Streep) hace al joven y arribista congresista republicano Jasper Irving (Tom Cruise), que tiene la mirada puesta en la Casa Blanca, se cruza con un diálogo entre el profesor Stephen Malley (Robert Redford), un tipo desencantado que luchó en Vietnam y detesta la actual deriva de la política exterior norteamericana, y un alumno aventajado y dicharachero, Todd (Andrew Garfield), conversación en la que terminan hablando de dos alumnos pertenecientes a las minorías étnicas del país, uno negro, Arian (Derek Luke), y el otro hispano, Ernest (Michael Peña), que se enrolan en el ejército norteamericano para sufragarse sus estudios y son enviados a combatir contra los talibanes en Afganistán, el tercer bloque de la historia que enlaza con el primero, ya que una nueva y novedosa operación bélica en ese país asiático es la noticia que trata de venderle el congresista Jasper Irving a la avezada periodista Janine Roth.
A pesar de las buenas intenciones, de algunos acertados apuntes sobre la profunda crisis que atraviesa el imperio americano y la visualización de ese terror a perder la supremacía que expresa el ala conservadora de ese país por boca del personaje interpretado por Tom Cruise, la película de Redford naufraga desde el punto de vista cinematográfico porque no hay en ella un solo fragmento de emoción ni consigue la más mínima sintonía del espectador con sus protagonistas.
El cine puede y debe tener ideología, pero ésta debe ir envuelta en un artefacto cinematográfico adecuado para que pueda ser digerida. Y no es que no existan buenos ejemplos de excelente y vibrante cine de denuncia política contemporáneos - Syryana de Stephen Gaghan es un perfecto ejemplo de ello - y que no se hayan rodado buenas películas sobre la reciente guerra de Afganistán - la sueca Bodre es otro ejemplo -, pero lo que no se puede hacer nunca en cine es provocar el bostezo y partir de un guión tan escasamente cinematográfico como el de Matthew Michael Carnahan.
Leones por corderos falla en cada uno de sus tramos porque es una película estática, hasta en su tramo bélico en la cumbre nevada de Afganistán, lo que ya es decir. Ni la entrevista que le hace Meryl Streep al joven congresista norteamericano encarnado por Tom Cruise tiene el mordiente suficiente para que prestemos atención a la pantalla, ni la morosa y poco interesante conversación del profesor Robert Redford con su alumno consigue otra cosa que el bostezo generalizado. Y es una lástima desperdiciar, de ese modo, el prestigio que tiene Robert Redford, por no saber vehicular esas tres historias cruzadas o por, quizás, haber cogido un texto que daría bien para el teatro pero desde luego no para el cine.
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