DIARIO DE UN ESCRITOR
Arán, 1 de febrero de 2012
Otro mes. Frío o más que el anterior. Nunca es tanto como dicen. Pero empezó a nevar mientras escuchaba a Carme Chacón hablando con Ana Pastor. Dos chicas de la misma edad que podrían ser mis hijas. Puedo ser padre de media humanidad. Más. El cristal de mi buhardilla se fue cubriendo de copos. Examiné mis reservas de leña. Escribí, para huir del frío, un nuevo capítulo de Los crímenes de La Graciosa. Me encendí una pipa con tabaco Amsterdamer, pero la combustión no fue de mi agrado. Se apagó tantas veces que desistí. Si se apagaba era que no quería ser fumada. Esa novela no sé si tendrá viabilidad. Yo, tampoco. Pero lo que no es viable es estar sin leña con la ola de frío siberiano que entra. Así es que cojo el coche y derrapo por el hielo al salir del garaje. Y eso me efurece, me hace coger la pala y machacar con ella ese hielo que hace que el coche patine. Lo rompo. Pero doblo la pala. No son muy duras las palas que vende el ferretero del que soy su mejor cliente desde que le compré varios botes de pintura negra para la primera mesa de caballetes que tuve. O yo soy un bruto. Yo soy un bruto. Con copos gruesos cayendo por la carretera me dirijo a la primera gasolinera y compro cinco paquetes de leña. El empleado, mientras me cobra los veinticinco euros, añade dos grados más a la bajada de temperatura que mi panadera, la mujer del tiempo, me predijo ayer: veinte grados bajo cero. No me lo creo, pero con la carga de madera y la tranquilidad de tener reservas en caso de asedio regreso a mi casa. El hielo me sigue haciendo la puñeta a la entrada del garaje. Las ruedas del coche, en marcha atrás, patinan y a punto estoy de estrellarme contra la puerta. Nuevos golpes de pala, hasta hacerlo añicos. La una del mediodía. Cojo la cámara y me voy a dar un paseo. En cuanto dejo a mis espaldas el cementerio del pueblo, con sus muertos más helados si ello es posible en la larga y fría muerte, y asciendo por la pista que lleva a Arres de Jus y de Sus, la nieve arrecia en su caída. Cae tanta que el pueblo enseguida queda difuminado detrás de una cortina blanca. Asciendo por esa pista que he hecho un buen montón de veces en bicicleta cuando hacía buen tiempo, cuando llegué al Valle verde que ahora es blanco, siguiendo el surco reciente de un cuatro por cuatro que traza un buen camino en la nieve prensada. Escucho el ruido de mis pisadas, metódico, adormecedor. Y el silencio de la nieve. Me ciega la nieve. No cogí las gafas de sol. Me da sueño la nieve. Pero sigo adelante, hacia arriba, envuelto ya en una nube de copos que van cayendo sobre el anorak multicolor que llevo. Las ruedas de ese coche que me precede giran por una pista que sale a la izquierda y se interna en un bosque tupido cuyos árboles acumulan grandes cantidades de nieve en sus ramas. Un paisaje mágico e idílico, de postal. Me alejo de la ladera de la montaña. Estos días estuve leyendo informaciones sobre aludes. Correré hacia delante si escucho que la montaña se derrumba. Me pregunto cómo ese cuatro por cuatro, sin cadenas, ha podido subir por esa pista sin derrapar. Me pregunto con qué idea y quiénes son, cuándo me los encontraré, porque la huella del neumático es reciente. Me acompaña el silencio, el frío, los copos, las ramas de los árboles con ese grueso subrayado blanco, el cielo luminoso. Y entonces veo unas huellas de botas en la nieve que no son las mías, que se cruzan y se adentran en el bosque saliéndose de la pista. Son recientes porque la nieve que cae no las ha cubierto. Podría seguirlas, pero no me apetece meterme por el monte y hundirme hasta la rodilla, así es que sigo esa rodera impresa del misterioso coche que me precede, ese camino de nieve prensada que me ayuda a progresar sin hundirme. Y aparece un tipo en el camino solitario, como un fantasma, de repente, a lo lejos, con gorra de visera, como la mía, cazadora, guantes y una carabina. Me acerco. El tipo está parado y me ha visto. Soy muy visible en la nieve con ese anorak que combina azul, rojo y amarillo en su superficie. Cuando llego a la altura del cazador le pregunto qué pieza espera cazar. Jabalíes, me contesta, hay muchos y bajan a la pista. Quiero seguir mi camino pero un comentario del cazador me hace desistir por prudencia. Tenga cuidado, hay ocho cazadores más apostados más adelante. Los del coche que me precede. Una partida de caza. Me está advirtiendo de que, a pesar de mis colores brillantes, esos cazadores atentos a cualquier movimiento en el bosque me pueden tomar por un jabalí y dispararme. Capto el mensaje y desando lo andado. Por el camino descubro al otro cazador, aquel que dejó sus huellas impresas en la nieve y se salió de la pista: permanece apostado con la espalda apoyada en un tronco y con la carabina en los brazos. Otro peligro de estas montañas: los cazadores. Cuando desando quinientos metros más y llego a la intersección de la otra pista, la que me lleva al pueblo, escucho el primer disparo. Luego dos más. Y voces. Acelero el paso. Sigue nevando. Y escuchándose los disparos. Llego a casa con las botas cubiertas de nieve. Las dejo en el vestíbulo. La casa está helada. Caliento sopa. Frío una longaniza. Veo las noticias mientras como. Y luego me echo una siesta en el dormitorio previamente caldeado con el radiador eléctrico. Duermo profundamente y sueño. Me levanto a las seis de la tarde. Cumplimento el cuestionario que me envía un lector para su blog. Ceno y antes prendo fuego a un grueso tronco en la estufa de leña. Y veo Tess de Roman Polanski, una vez más, en mi DVD, en VO. Me gusta, como siempre, pero me sigue resultando incomprensible que Tess, la maravillosa y bella Natasha Kinski, prefiera al estúpido de su marido, Angel, que la deja tirada para irse a Brasil sin consumar su matrimonio por un ataque de celos retroactivo, que a su aristócrata amante Uberville, hombre de posibles que la protege y al que, en agradecimiento, acaba asesinando. Es una película hermosa y triste. La dedicó a Sharon Tate, su mujer, que fue masacrada por la banda del demente Charles Manson, ella y el hijo que esperaba. Pienso en mademoiselle Bonnaire mientras la miro. Y en Bretaña, en donde la rodó Polanski. Y en el silencio de este pueblo asediado por la nieve y el frío. El radiador del segundo piso marca 11,5. El del salón/comedor 8,09. En la calle, 4 bajo cero. Con esos dos números, 11,5 y 8,09 me meto entre las mantas para seguir soñando.
Otro mes. Frío o más que el anterior. Nunca es tanto como dicen. Pero empezó a nevar mientras escuchaba a Carme Chacón hablando con Ana Pastor. Dos chicas de la misma edad que podrían ser mis hijas. Puedo ser padre de media humanidad. Más. El cristal de mi buhardilla se fue cubriendo de copos. Examiné mis reservas de leña. Escribí, para huir del frío, un nuevo capítulo de Los crímenes de La Graciosa. Me encendí una pipa con tabaco Amsterdamer, pero la combustión no fue de mi agrado. Se apagó tantas veces que desistí. Si se apagaba era que no quería ser fumada. Esa novela no sé si tendrá viabilidad. Yo, tampoco. Pero lo que no es viable es estar sin leña con la ola de frío siberiano que entra. Así es que cojo el coche y derrapo por el hielo al salir del garaje. Y eso me efurece, me hace coger la pala y machacar con ella ese hielo que hace que el coche patine. Lo rompo. Pero doblo la pala. No son muy duras las palas que vende el ferretero del que soy su mejor cliente desde que le compré varios botes de pintura negra para la primera mesa de caballetes que tuve. O yo soy un bruto. Yo soy un bruto. Con copos gruesos cayendo por la carretera me dirijo a la primera gasolinera y compro cinco paquetes de leña. El empleado, mientras me cobra los veinticinco euros, añade dos grados más a la bajada de temperatura que mi panadera, la mujer del tiempo, me predijo ayer: veinte grados bajo cero. No me lo creo, pero con la carga de madera y la tranquilidad de tener reservas en caso de asedio regreso a mi casa. El hielo me sigue haciendo la puñeta a la entrada del garaje. Las ruedas del coche, en marcha atrás, patinan y a punto estoy de estrellarme contra la puerta. Nuevos golpes de pala, hasta hacerlo añicos. La una del mediodía. Cojo la cámara y me voy a dar un paseo. En cuanto dejo a mis espaldas el cementerio del pueblo, con sus muertos más helados si ello es posible en la larga y fría muerte, y asciendo por la pista que lleva a Arres de Jus y de Sus, la nieve arrecia en su caída. Cae tanta que el pueblo enseguida queda difuminado detrás de una cortina blanca. Asciendo por esa pista que he hecho un buen montón de veces en bicicleta cuando hacía buen tiempo, cuando llegué al Valle verde que ahora es blanco, siguiendo el surco reciente de un cuatro por cuatro que traza un buen camino en la nieve prensada. Escucho el ruido de mis pisadas, metódico, adormecedor. Y el silencio de la nieve. Me ciega la nieve. No cogí las gafas de sol. Me da sueño la nieve. Pero sigo adelante, hacia arriba, envuelto ya en una nube de copos que van cayendo sobre el anorak multicolor que llevo. Las ruedas de ese coche que me precede giran por una pista que sale a la izquierda y se interna en un bosque tupido cuyos árboles acumulan grandes cantidades de nieve en sus ramas. Un paisaje mágico e idílico, de postal. Me alejo de la ladera de la montaña. Estos días estuve leyendo informaciones sobre aludes. Correré hacia delante si escucho que la montaña se derrumba. Me pregunto cómo ese cuatro por cuatro, sin cadenas, ha podido subir por esa pista sin derrapar. Me pregunto con qué idea y quiénes son, cuándo me los encontraré, porque la huella del neumático es reciente. Me acompaña el silencio, el frío, los copos, las ramas de los árboles con ese grueso subrayado blanco, el cielo luminoso. Y entonces veo unas huellas de botas en la nieve que no son las mías, que se cruzan y se adentran en el bosque saliéndose de la pista. Son recientes porque la nieve que cae no las ha cubierto. Podría seguirlas, pero no me apetece meterme por el monte y hundirme hasta la rodilla, así es que sigo esa rodera impresa del misterioso coche que me precede, ese camino de nieve prensada que me ayuda a progresar sin hundirme. Y aparece un tipo en el camino solitario, como un fantasma, de repente, a lo lejos, con gorra de visera, como la mía, cazadora, guantes y una carabina. Me acerco. El tipo está parado y me ha visto. Soy muy visible en la nieve con ese anorak que combina azul, rojo y amarillo en su superficie. Cuando llego a la altura del cazador le pregunto qué pieza espera cazar. Jabalíes, me contesta, hay muchos y bajan a la pista. Quiero seguir mi camino pero un comentario del cazador me hace desistir por prudencia. Tenga cuidado, hay ocho cazadores más apostados más adelante. Los del coche que me precede. Una partida de caza. Me está advirtiendo de que, a pesar de mis colores brillantes, esos cazadores atentos a cualquier movimiento en el bosque me pueden tomar por un jabalí y dispararme. Capto el mensaje y desando lo andado. Por el camino descubro al otro cazador, aquel que dejó sus huellas impresas en la nieve y se salió de la pista: permanece apostado con la espalda apoyada en un tronco y con la carabina en los brazos. Otro peligro de estas montañas: los cazadores. Cuando desando quinientos metros más y llego a la intersección de la otra pista, la que me lleva al pueblo, escucho el primer disparo. Luego dos más. Y voces. Acelero el paso. Sigue nevando. Y escuchándose los disparos. Llego a casa con las botas cubiertas de nieve. Las dejo en el vestíbulo. La casa está helada. Caliento sopa. Frío una longaniza. Veo las noticias mientras como. Y luego me echo una siesta en el dormitorio previamente caldeado con el radiador eléctrico. Duermo profundamente y sueño. Me levanto a las seis de la tarde. Cumplimento el cuestionario que me envía un lector para su blog. Ceno y antes prendo fuego a un grueso tronco en la estufa de leña. Y veo Tess de Roman Polanski, una vez más, en mi DVD, en VO. Me gusta, como siempre, pero me sigue resultando incomprensible que Tess, la maravillosa y bella Natasha Kinski, prefiera al estúpido de su marido, Angel, que la deja tirada para irse a Brasil sin consumar su matrimonio por un ataque de celos retroactivo, que a su aristócrata amante Uberville, hombre de posibles que la protege y al que, en agradecimiento, acaba asesinando. Es una película hermosa y triste. La dedicó a Sharon Tate, su mujer, que fue masacrada por la banda del demente Charles Manson, ella y el hijo que esperaba. Pienso en mademoiselle Bonnaire mientras la miro. Y en Bretaña, en donde la rodó Polanski. Y en el silencio de este pueblo asediado por la nieve y el frío. El radiador del segundo piso marca 11,5. El del salón/comedor 8,09. En la calle, 4 bajo cero. Con esos dos números, 11,5 y 8,09 me meto entre las mantas para seguir soñando.
Comentarios
- 33 , diga 33..
- Con esta tos no puedo ¡¡
Un cordial saludo desde la Isla de La Graciosa.