DIARIO DE UN ESCRITOR
Arán, 16 de febrero de 2012
Mientras el mundo, a mi alrededor, se derrumba (y no estoy haciendo dramatismo) y la democracia por la que luché se va sencillamente al garete empujada por el fascismo de los especuladores que se ocultan tras los mercados (siempre fue así, pero antes existía un cierto disimulo estético que ahora, con la derecha eufórica galopando en todos los gobiernos europeos, se ha aparcado), mientras los torpes políticos toman medidas para que la situación empeore (¿pero alguien con dos dedos de frente puede pensar que un trabajador no fijo, que lo serán todos, se vaya a arriesgar a constituir una familia, tener hijos o comprarse una vivienda que el banco no le va a financiar), yo huyo de todo eso y me refugio en mi Valle, vuelvo a mis rutinas, a la cerveza de las 12:45 leyendo el periódico, que ya sí me vende mi amiga paraguaya que toma mate siempre que entro en su pequeña librería y me saluda con un alegre ¡Qué tal, chiqui!, al que respondo con un Hola, guapa, y comento lo que sufre nuestro mundo con El Camarero que lee a Thomas Mann (a quién siempre olvido preguntar si terminó, por fin, La montaña mágica) que me coloca la cerveza sobre la mesa, en el interior del bar, porque en la terraza, desmantelada, no hay quien pueda estar por el frío que hace, aunque el frío, en los últimos días, tras las temperaturas gélidas de la punta álgida de la ola siberiana (los 18 grados bajo cero que helaron multitud de cañerías, las mías sin ir más lejos), haya dado paso a una temperatura más suave que está derritiendo la nieve acumulada de los tejados, produciendo aludes, aquí, en el pueblo, y allá, en la traicionera montaña, porque en toda época la montaña, tan bella, puede también ser también cruel y cobrarse su tributo en vidas, cuatro días atrás, por ejemplo, la de un guardia forestal, especialista en aludes, precisamente, sepultado por uno de ellos durante media hora y que no consiguió sobrevivir, y sí, hay muerte, mucha muerte en la montaña, y en invierno, y hay sangre, sangre en la nieve, que es más roja y dramática, por contraste, como la que vi, casi tropecé, por la tarde, cuando oscurecía y, para oxigenarme de tantas horas encerrado en mi buhardilla, abocado a las correcciones de Patpong Road, mi próxima novela, cogí el coche y me fui a Caneján, sorteando la nieve de la carretera, hasta que la vi, allí, tendida, ante mis faros, una enorme cierva, agonizante pero aun viva, cruzada, que seguramente se había despeñado, aunque es extraño dada la agilidad de esos animales, pero estaba embarazada, era evidente por su vientre hinchado por esos cervatillos que no iban a nacer, y bajé del coche, angustiado, y me acerqué a la cierva que es estaba muriendo, tendida sobre el asfalto, herida, con una enorme brecha en la cabeza, escupiendo sangre roja por la boca, tan roja como la mía, como la de cualquier ser vivo, y que, cuando me vio aproximarme a ella, me miró con sus enormes y hermosos ojos desmesuradamente abiertos, en los que estaba impreso todo su sufrimiento, mientras agitaba sus patas, en un último intento de levantarse, y yo, tras rechazar mi primer impulso irracional, cogerla en brazos, subirla al cuatro por cuatro, llevarla a mi casa y curarla, que mi yo racional rechaza, enseguida, porque no soy veterinario, porque la cierva agoniza, porque la vida se le escapa con cada vómito de sangre y sé que todos mis intentos por salvarla van a ser inútiles, me quedo paralizado, sin saber qué hacer, con el coche detenido en medio de la carretera y las cuatro luces intermitentes encendidas, jugando con mi teléfono móvil, dudando si llamar al 112 para que vengan a recoger al animal herido e intenten curarlo, y estoy con esas dudas, en esos momentos que se eternizan, cuando del pueblo cercano, de Canejan, del que disto cuatro kilómetros, baja otro cuatro por cuatro y descienden de él dos lugareños que examinan al animal y lo hacen con otros ojos que nada tienen que ver con los míos, otra actitud bien diferente, y me preguntan, tras constatar que el animal habrá caído de algún risco, aunque yo me temo que quizá haya sido herido por algún cazador, el que les ha avisado que la pieza está malherida en la pista y vayan a recogerla, por ejemplo, si voy al pueblo, y yo les digo que sí, y ellos apartan el animal de la pista para que pueda seguir mi camino pasando con mis cuatro ruedas sobre el gran charco de sangre que es más rojo sobre el blanco de la nieve, y yo, por un momento, imagino que esos dos lugareños, hombres de las montañas, como haría yo, van a coger entre los dos al animal y lo van a apartar delicadamente del camino, y no es así, ante mi horror, sino que sencillamente lo cogen de una pata trasera y lo arrastran hasta la cuneta nevada dejando el rastro de sangre, y entonces claro, me doy cuenta de que ellos, los lugareños, están hartos de ver morir, y de matar ciervos, que la cierva, para ellos, no es lo mismo que es para mí, un hermoso animal herido de muerte que sufre lo indecible, como sufriría un ser humano, y eso es lo que cruza mi cabeza por mi empatía con todo bicho viviente, así es que arranco algo aturdido por mis pensamientos y sigo mi camino, monte arriba, dejando atrás a los lugareños, a la cierva moribunda que, seguramente, acabarán subiendo al cuatro por cuatro, no para curarla sino para matarla y convertirla en civet, mientras reflexiono, tomando las curvas de la serpenteante carretera lentamente, que yo soy el extraño en ese lugar, el tipo de la ciudad que trata de adaptarse, a veces con dolor y poca fortuna, como en este caso, a las leyes de la naturaleza, a la vida y la muerte en los bosques, a la que hoy vi próxima, en esa mirada desesperada, tan humana, de dolor y angustia de esa pobre y desafortunada cierva moribunda y embarazada que no me quito de la cabeza.
Mientras el mundo, a mi alrededor, se derrumba (y no estoy haciendo dramatismo) y la democracia por la que luché se va sencillamente al garete empujada por el fascismo de los especuladores que se ocultan tras los mercados (siempre fue así, pero antes existía un cierto disimulo estético que ahora, con la derecha eufórica galopando en todos los gobiernos europeos, se ha aparcado), mientras los torpes políticos toman medidas para que la situación empeore (¿pero alguien con dos dedos de frente puede pensar que un trabajador no fijo, que lo serán todos, se vaya a arriesgar a constituir una familia, tener hijos o comprarse una vivienda que el banco no le va a financiar), yo huyo de todo eso y me refugio en mi Valle, vuelvo a mis rutinas, a la cerveza de las 12:45 leyendo el periódico, que ya sí me vende mi amiga paraguaya que toma mate siempre que entro en su pequeña librería y me saluda con un alegre ¡Qué tal, chiqui!, al que respondo con un Hola, guapa, y comento lo que sufre nuestro mundo con El Camarero que lee a Thomas Mann (a quién siempre olvido preguntar si terminó, por fin, La montaña mágica) que me coloca la cerveza sobre la mesa, en el interior del bar, porque en la terraza, desmantelada, no hay quien pueda estar por el frío que hace, aunque el frío, en los últimos días, tras las temperaturas gélidas de la punta álgida de la ola siberiana (los 18 grados bajo cero que helaron multitud de cañerías, las mías sin ir más lejos), haya dado paso a una temperatura más suave que está derritiendo la nieve acumulada de los tejados, produciendo aludes, aquí, en el pueblo, y allá, en la traicionera montaña, porque en toda época la montaña, tan bella, puede también ser también cruel y cobrarse su tributo en vidas, cuatro días atrás, por ejemplo, la de un guardia forestal, especialista en aludes, precisamente, sepultado por uno de ellos durante media hora y que no consiguió sobrevivir, y sí, hay muerte, mucha muerte en la montaña, y en invierno, y hay sangre, sangre en la nieve, que es más roja y dramática, por contraste, como la que vi, casi tropecé, por la tarde, cuando oscurecía y, para oxigenarme de tantas horas encerrado en mi buhardilla, abocado a las correcciones de Patpong Road, mi próxima novela, cogí el coche y me fui a Caneján, sorteando la nieve de la carretera, hasta que la vi, allí, tendida, ante mis faros, una enorme cierva, agonizante pero aun viva, cruzada, que seguramente se había despeñado, aunque es extraño dada la agilidad de esos animales, pero estaba embarazada, era evidente por su vientre hinchado por esos cervatillos que no iban a nacer, y bajé del coche, angustiado, y me acerqué a la cierva que es estaba muriendo, tendida sobre el asfalto, herida, con una enorme brecha en la cabeza, escupiendo sangre roja por la boca, tan roja como la mía, como la de cualquier ser vivo, y que, cuando me vio aproximarme a ella, me miró con sus enormes y hermosos ojos desmesuradamente abiertos, en los que estaba impreso todo su sufrimiento, mientras agitaba sus patas, en un último intento de levantarse, y yo, tras rechazar mi primer impulso irracional, cogerla en brazos, subirla al cuatro por cuatro, llevarla a mi casa y curarla, que mi yo racional rechaza, enseguida, porque no soy veterinario, porque la cierva agoniza, porque la vida se le escapa con cada vómito de sangre y sé que todos mis intentos por salvarla van a ser inútiles, me quedo paralizado, sin saber qué hacer, con el coche detenido en medio de la carretera y las cuatro luces intermitentes encendidas, jugando con mi teléfono móvil, dudando si llamar al 112 para que vengan a recoger al animal herido e intenten curarlo, y estoy con esas dudas, en esos momentos que se eternizan, cuando del pueblo cercano, de Canejan, del que disto cuatro kilómetros, baja otro cuatro por cuatro y descienden de él dos lugareños que examinan al animal y lo hacen con otros ojos que nada tienen que ver con los míos, otra actitud bien diferente, y me preguntan, tras constatar que el animal habrá caído de algún risco, aunque yo me temo que quizá haya sido herido por algún cazador, el que les ha avisado que la pieza está malherida en la pista y vayan a recogerla, por ejemplo, si voy al pueblo, y yo les digo que sí, y ellos apartan el animal de la pista para que pueda seguir mi camino pasando con mis cuatro ruedas sobre el gran charco de sangre que es más rojo sobre el blanco de la nieve, y yo, por un momento, imagino que esos dos lugareños, hombres de las montañas, como haría yo, van a coger entre los dos al animal y lo van a apartar delicadamente del camino, y no es así, ante mi horror, sino que sencillamente lo cogen de una pata trasera y lo arrastran hasta la cuneta nevada dejando el rastro de sangre, y entonces claro, me doy cuenta de que ellos, los lugareños, están hartos de ver morir, y de matar ciervos, que la cierva, para ellos, no es lo mismo que es para mí, un hermoso animal herido de muerte que sufre lo indecible, como sufriría un ser humano, y eso es lo que cruza mi cabeza por mi empatía con todo bicho viviente, así es que arranco algo aturdido por mis pensamientos y sigo mi camino, monte arriba, dejando atrás a los lugareños, a la cierva moribunda que, seguramente, acabarán subiendo al cuatro por cuatro, no para curarla sino para matarla y convertirla en civet, mientras reflexiono, tomando las curvas de la serpenteante carretera lentamente, que yo soy el extraño en ese lugar, el tipo de la ciudad que trata de adaptarse, a veces con dolor y poca fortuna, como en este caso, a las leyes de la naturaleza, a la vida y la muerte en los bosques, a la que hoy vi próxima, en esa mirada desesperada, tan humana, de dolor y angustia de esa pobre y desafortunada cierva moribunda y embarazada que no me quito de la cabeza.
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