DIARIO DE UN ESCRITOR

Arán, 7 de febrero de 2012



Sol
Siempre sale y está en su sitio, aunque no lo veamos. Hoy, lo vimos. Gracias al viento. Sopló con fuerza y desgajó las nubes. El Valle quedó convertido en un cuadro radiante. La nieve refulgía y contrastaba el blanco sobre el azul. Salí a la calle, como los caracoles. Vi pájaros picoteando en la nieve y saltando de rama en rama. Vida. También humanos. Todos buscábamos esos rayos de sol tan queridos en el invierno gélido. Y restablecí mis rutinas. Diario Público a las 12:30. Breve charla con La amiga Paraguaya y una clienta interesada por la novela negra. Luego me fui a leer el periódico al bar de al lado y a charlar con El camarero que leía a Thomas Mann sobre libros, lubinas salvajes, el carácter de los montañeses y mis experiencias en la isla de La Graciosa. Se me olvidó preguntarle si había terminado La montaña mágica. ¿Montaña mágica? Ésta, sin duda, donde me encuentro.

Primera excursión
Como pescado. Rápido. Unos lomos de bacalao rebozados en harina y fritos. Le precede una ensalada. Le sigue un zumo de naranja. Voy al encuentro de mis botas. Y con la cámara colgada, mis otros ojos, subo a lo alto del pueblo y tomo la senda de Baricauba que hay que adivinar sepultada por la nieve. Alguien me ha precedido. Sigo sus huellas. Si el excursionista que va delante no ha desaparecido en la nieve, yo tampoco, aunque seguramente pese más que él. Procuro poner mis botas encima de sus huellas. hacerlas coincidir exactamente. El camino es empinado una vez de deja atrás una pequeña ermita. El espesor de la nieve aumenta mientras más subo por la ladera de la montaña. Dejo el pueblo atrás. Sigue flotando esa luz maravillosa por todo el valle en un cielo limpio de cualquier nube, azul intenso. Cuando la nieve me alcanza la rodilla y me noto cansado, decido regresar. El camino aún se empina más, por la ladera de una montaña, y las huellas de mi predecesor han desaparecido. Regreso, siguiendo las huellas, las mías y las del anónimo excursionista. No tengo frío, a pesar de que una capa de hielo se ha formado en la punta de mis botas. Me hundo en ese inmenso de nata que es el Valle.

Ventisca
Al principio creí que eran nubes. Pero cuando las veo en todas las cimas de las montañas que rodean el pueblo me doy cuenta de que se trata de ventisca. Debe soplar con fuerza porque levanta cantidades ingentes de nieve. Por suerte no estoy allí arriba, en el Coth de Baretges, por ejemplo, sino abajo. La ventisca es el peor enemigo del montañero: lo ciega, primero, lo congela, después de que se haya perdido, y lo entierra en la nieve una vez ha caído.

Navidades
Descubro una tienda nueva en el pueblo, en uno de sus extremos. Entro. Esa tienda puede ser una perdición. Turrones de todas clases, mermeladas, chocolates, almendras garrapiñadas, polvorones, mazapanes...el delirio. Cuando entro la empleada está hablando por teléfono. Tiene una conversación tensa. Quizá con su novio. Quizá con su patrón. Todos estamos en tensión en esta época difícil. Decido endulzar mi vida a pesar de que las Navidades quedaron atrás: dos barras de turrón de Jijona, una bolsa de mazapanes y otra de polvorones. La chica ha dejado de hablar por teléfono. Es francamente guapa. Alta, delgada, elegante y morena, con un juvenil flequillo. Treinta y muy pocos o quizá no llegue. Hablo con ella en catalán. Me intereso por el negocio, para que me confirme que es nuevo y antes no estaba allí. Le pago con mi tarjeta Visa. Ella tiembla de frío, se estremece, maldice el invierno. Fa un fred horroròs, me dice. No t’agrada el fred. No estàs acostomada? Niega con la cabeza. Bè, es una mica dur, però el paissatge està preciós. Y ella. Nada comenta del paisaje. Yo lo veo bello; ella quizá lo detesta porque lo asocia a su frío. Me despido amenazando con regresar pronto. En cuanto dé cuenta de todo lo que he comprado.

Segunda excursión
Con un día así es un pecado encerrarse en casa. Así es que cruzo el río y tomo la pista de Arrès. Ha pasado recientemente la máquina quitanieves y el camino está perfecto para andarlo. Es siempre muy agradable pisar la nieve prensada que cruje suavemente bajo la suela de las botas. Paso por delante de los perros del día anterior, los que están encerrados en un cobertizo al cuidado de unas cabras. Me deben conocer ya puesto que apenas me ladran. Me cruzo con un lugareño que acaba de dar de comer a sus caballos. Encuentro más adelante a sus caballos, comiendo de un pesebre. Sigo subiendo mientras a mi espalda los montes difuminan su silueta blanca en un cielo rosáceo del atardecer. Hoy todos los tonos, a esta hora, son suaves y pálidos. Hago fotos al camino, a los árboles, a los arroyos helados, a las cabañas medio sepultadas por la nieve. Hay, sobre el níveo manto que todo lo cubre, infinidad de huellas de animales que cruzan el camino y no se dejan ver, pero están, puesto que las marcas de sus pezuñas en la nieve son bien visibles. Unas leves, pequeñas, deben de ser de cervatillo; otras, más grandes y espaciadas, más hundidas en la nieve, deben de pertenecer a jabalís. Voy más allá de la intersección de los caminos. Me detengo justo en donde continúa aparcada una misteriosa furgoneta que no se ha movido del arcén de esa pista desde que llegué al Valle de Arán y permanece ahora cubierta de nieve. No rebaso la casa que hay a continuación, una vivienda aislada en el monte y habitada, puesto que por la noche distingo sus luces desde mi casa, y sé que la guarda un perro feroz que está suelto. No llevo ningún palo defensivo, así es que retrocedo, antes de que el cancerbero me descubra con su olfato, y regreso, paseando, al pueblo, cuando ya anochece y flota una luz mágica. Un día, de tanto apurar las horas, me encontraran congelado junto a mi cámara de fotos. Compruebo la temperatura de la calle antes de entrar en casa: 5 bajo cero. Ha subido dos grados con respecto a ayer.

Casa abierta
Me la dejé. Debió de ser con el maldito mando a distancia que abre, sin que lo advierta, la puerta del garaje. Basta con rozarlo con la mano, cuando cojo el teléfono y me llaman, por ejemplo, para que la puerta, si estoy a una distancia de veinte metros de ella, se alce. Así es que debe de haber permanecido toda la tarde abierta de par en par. Pero no falta nada. Sigue el coche y la bicicleta en su sitio. Y nadie ha subido a los pisos a llevarse mi pantalla de plasma del salón o el ordenador de la buhardilla. Aquí la gente se deja los coches sin cerrar, las bicis en la calle y las casas abiertas. Sigo simplemente los usos y costumbre de los lugareños.

Fuego
Hoy me cuesta menos encenderlo que ayer. Tengo bastante con las páginas de economía color salmón de una Vanguardia del año pasado. Pongo ramas delgadas que prenden mejor que los gruesos leños de ayer. Cuando consigo una brasa consistente, la alimento con un trozo de tronco que partí ayer. Y me siento en el sillón orejero, después de la cena, a ver una película y el fuego. Hoy no he partido ningún tronco a hachazos, pero mañana tendré que hacerlo o ir al monte a buscar leña si se mantiene este buen tiempo.

Sueño
La noche está estrellada. Como para dar un paseo cogido de la mano de alguien. Pero no hay nadie. Y además el frío, afuera, tiene que ser horroroso. Flota en el paisaje una extraña luminosidad. Imagino que es la de la nieve que refleja la luz de las estrellas y de la luna y actúa como espejo. Miro al exterior, desde la ventana del salón comedor, cuando ha terminado la película y los leños siguen ardiendo dentro de la estufa, y me parece ver el escenario exacto de El baile de los vampiros de Polanski. Espero a que la habitación se caldee. Y, como siempre, soñaré y me meteré en sueños ajenos.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
"Sueño" una "ventisca", el "fuego" encendido calienta como el "sol". La "casa abierta" y el alma de "excursión".

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