DIARIO DE UN ESCRITOR

Arán, 2 de febrero de 2012

Hoy el frío es extremo. Lo noto en el interior de la casa, mientras desayuno un café con leche y galletas aunque lo que me apetecería es tomar un chocolate con churros, pero me derrota la pereza. Mido la temperatura de las habitaciones. Ocho grados en el salón comedor. Bien para conservarse. Trece en el dormitorio. Aceptable teniendo en cuenta la temperatura exterior. Contesto algunos correos en cuanto enciendo el ordenador. Dos de ellos son muy especiales. Uno, en concreto, hace subir algún grado mi temperatura corporal. Me falta un termómetro, como el que tienen los radiadores de las habitaciones de mi casa, para saber exactamente cuánto me ha alterado esa lectura, pero calculo que un par de grados.
No me atrevo a salir hasta muy tarde, después de permanecer más tiempo del necesario (o el tiempo necesario) bajo ese chorro placentero de agua caliente de la ducha. Podría permanecer horas así, dejándome acariciar por esa agua a treinta y tres grados mientras se empañan los espejos y el hielo de la ventana se va fundiendo lentamente.
Hielo. Lo encuentro cuando me aventuro fuera, pero hoy paso de él; la pala está suficientemente castigada. Reina, en el pueblo, una calma especial, un silencio absoluto. Quizá, tengo un pensamiento estúpido, todos hayan muerto congelados en sus casas. Sopla un ligero viento que literalmente me hiela la cara. Camino despacio, mirando donde pongo el pie, con las manos en los bolsillos y la sempiterna cámara de fotos colgando del cuello. Mal asunto si me caigo, por las manos en los bolsillos. Me cubro la cabeza con una gorra de leñador canadiense. Me subo, porque el frío es como un cuchillo de hielo que eriza la escasa piel que muestro, el cuello de ese anorak multicolor que me salva de ser confundido con un jabalí. Tanto frío hace que hasta agradezco las gafas de sol que protegen mis ojos de esas ráfagas gélidas.
Animado por una curiosidad masoquista bajo hasta la carretera para comprobar qué marca el termómetro de la farmacia, pero estamos en tiempos de crisis y en cuanto el farmacéutico, del que soy un cliente discreto (algún antibiótico, una pomada para aquella maldita rozadura infectada que hizo peligrar mi pie y tiritas para las rozaduras producidas por unos zapatos nuevos), ha cerrado su establecimiento también desconecta el reloj y el termómetro, por lo que me quedo sin saber la temperatura que hace. Tentado estoy de recurrir a mi panadera, que seguro me dará puntual información de los grados bajo cero a que estamos, y de los que hará en cuanto oscurezca, y de los que tendremos mañana al despertarnos, pero no me hace falta pan y entrar en su establecimiento para que me aclare qué temperatura hace hoy e irme sin comprarle nada no me parece de recibo. Así es que subo por una empinada cuesta, que las máquinas quitanieves han limpiado a conciencia, hacia la parte del pueblo más alta, para hacer fotografías del villorrio (siempre que utilizo esa palabra pienso en William Faulkner), y lo hago despacio, porque con el hielo no se puede uno jugar los huesos, paso por delante del cerco de una casa tras la que hay un gigantesco rotweiller que, por frío y afonía, tarda en ladrarme (y espero que no salte la verja y me coma) y me dirijo a esa ermita pequeña y solitaria, enfilada sobre un pequeño promontorio que me permitirá hacer buenas fotos del pueblo. Sigo las huellas dejadas en la nieve por un gato que me precede y corretea ajeno al frío con su abrigo de piel.
Cuando llego a mi destino fijado y empiezo a hacer fotos compruebo que baña el paisaje una luz muy especial, la de ese sol que intenta abrir una brecha en el cielo, partir las nubes, asomar, aunque sólo sea un instante entre ellas, y lo consigue finalmente durante un par de minutos. Ese rayo de sol, solitario, que recibo en el rostro, que saboreo como un bien preciado después de cuarenta y ocho horas de ausencia, calienta el ambiente, hace desaparecer, durante esos ciento veinte segundos escasos que casi cuento, la sensación de frío extremo y me acompaña de bajada, cuando paso de nuevo por delante del rotweiller. que me gruñe desde su cerca, y desciendo por la empinada cuesta cuidando mucho de dónde pongo las botas.
El sol desaparece de nuevo cuando meto la llave en la cerradura de la puerta y subo, tras dejar las botas en la entrada, al salón comedor. Hago exactamente lo que me apetece y he estado soñando durante esa nimia excursión por los límites del villorrio (Faulkner), leer la entrevista a Paul Auster que publicó ayer La Vanguardia en el suplemento Culturas que dirige Sergio Vila-Sanjuan y beber, mientras, una copa de tinto francés Domaine de La Belle del 2009, que está rico, y picotear unas adictivas galletitas saladas. Con este frío y la ausencia de diarios, la rutina de la cerveza a la una menos cuarto en el bar de El camarero que leía a Thomas Mann se fue al garete.
Como. Hablo por teléfono con una amiga que se interesa por cómo me afecta esta ola de frío siberiano. Río durante la conversación. Compruebo las temperaturas de los pisos. A pie de calle, 5,11. En el salón comedor: 8,09 y tomo la decisión de, en vez de hacer la siesta, dar un paseo por la nieve. Mejor haber hecho la siesta. Pero en el momento en que me calzo las raquetas de nieve sobre las botas no lo sé. Saliendo de mi casa, a dos pasos (bueno, cincuenta) hay un enorme campo sin edificaciones por el que se pasa directamente al bosque. Es donde pastan los caballos que han bajado del Coth de Baretges. Ahora el prado es una enorme extensión de nieve de un par de palmos. Al principio voy medianamente bien con las raquetas de nieve, siguiendo un camino que hay que adivinar, pero en cuanto éste desaparece y he de hollar nieve virgen la cosa se complica. Voy hacia donde están los caballos, que permanecen muy juntos, comiendo de un pesebre su ración de hierba. Les saco unas cuantas fotos. Y entonces, al dar un paso en la nieve uno de los pies, el derecho, queda completamente enterrado y pierdo el equilibrio. Caigo de lado sobre el blanco manto, encima de mi cámara y, en la caída, no sé cómo, uno de los ocho cuchillas de la raqueta de mi pie izquierdo, las que se clavan en las placas de hielo e impiden que resbale, descose como una navaja afiladísima la pernera del pantalón de pana desde la ingle hasta la rodilla y me hace una larga herida de las mismas proporciones en la pierna. Pero no me duele. Como una tortuga panza arriba me incorporo de la nieve y doy gracias, a no sé quién, de no haberme caído en un lugar peor y más lejano de la civilización. Regreso de mal humor a mi casa. El frío arrecia. La sensación es más cruda con el viento que se está levantando. Peor por ese agujero enorme del pantalón que expone al frío la mitad de la pierna derecha. Me duelen las manos de haber permanecido enterradas en la nieve unos segundos. Tengo la barba helada, dura. Me cambio de pantalón en cuanto llego a casa; creo que el destrozado irá directamente de combustible a la estufa de leña, y salgo de nuevo a la calle con el cuello del anorak levantado. El termómetro de la farmacia marca cinco bajo cero. Hoy no está la panadera cuando entro a comprar leche. Puede que sea su hija. Una chica simpática y agraciada. Comento con ella los anuncios del terrorífico tiempo que hará: los termómetros se van a desplomar hasta los veinticinco bajo cero. ¿Hay vida a esa temperatura? Hablamos de la Antártida y de la capacidad del ser humano para adaptarse a circunstancias adversas mientras me devuelve el cambio de cuatro euros por dos botellas de leche de litro y medio. Regreso a casa procurando no resbalar. Las calles del pueblo se han convertido en peligrosas pistas de patinaje. Un vecino me dice que hoy una persona ya se ha roto la muñeca. Y lo primero que hago, cuando arribo a la cocina, es prepararme un chocolate con churros. Lo segundo, encender el fuego. Lo tercero, no moverme de su alrededor. Termino la jornada disfrutando, una vez más, de El marido de la peluquera de Patrice Leconte. Con una peluquera como Anna Galiena yo también sería su marido. Y bailaría como Jean Rochefort. Y de ahí a la cama.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Quiere hacer el favor Sr. Muñoz de estarse en casita hasta que pase el temporal , o como mucho haga sus fotos al framacéutico , la panadera o su hija, vamos que pise terreno civilizado.

PD Grandiosa película, enorme ¡¡¡
José Luis Muñoz ha dicho que…
Tiene toda la razón, amiga. Pero ya le digo, la herida fue superficial, por suerte. Sí, me voy a estar en casita, no lo dude. Hoy salí y me quedé temblando. Siete bajo cero al mediodía.
Coincido con usted. Es una película que tiene magia y un erotismo exquisito. El personaje que compone Jean Rochefort es maravilloso y entrañable. Se le quiere. Y mucho. Una maravilla. Me alegro que coincida conmigo.

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