DIARIO DE UN ESCRITOR
Bluff, 10 de abril de 2013
Bluff
no es engaño, desilusión, apariencia, bravata, baladronada, fanfarronada, jactancia
o farol, porque escribo desde Bluff. Y llegar a Bluff no es nada fácil, cuesta
doce horas, salvar 699 millas de distancia y cruzar dos estados. ¿Bluff? Sí,
como París-Texas de Wim Wenders.
Cuando se agota el santoral, o las ciudades europeas, se echa mano de las onomatopeyas
o de bluff, glup, ug, bah, ya, grrr, todos susceptibles de ser poblaciones en
EE.UU.
Hemos
madrugado para salir de Escondido a las 7 y media de la mañana. Los coyotes
estuvieron dándome la lata y no me dejaron dormir con su llantina infantil que
venía de un bosque cercano a la casa. Son animales pequeños pero suficientes
para merendarse el perro de una vecina o poner a un humano en apuros si le
rodean. Antes he desayunado pa amb
tomaquet con pan mexicano, aceite italiano, tomate californiano y sal marina
mientras Mary Jo cargaba las maletas, las mochilas y las botas en el Hyunday fucsia
aparcado en el garaje.
─ Nos
vamos, niño. Espabila. Vamos, vamos, vamos.
Espabilo.
Corta el agua. Desenchufa los ordenadores. No pone comida a los pájaros, ni, de
paso, a las ardillas.
El
primer tramo del viaje, 492 millas, lo hacemos de un tirón, turnándonos en la
conducción Mary Jo y yo. Procuramos no superar el límite de 65 millas por hora,
55 cuando la carretera pasa próxima a alguna población, pero no hay un solo
radar en las 699 millas de camino ni vemos un solo coche de policía.
─En
España hay radares cada medio kilómetro, para recaudar.
El
cambio de conductor lo hacemos en una gasolinera de carretera. Cruzamos
California en dirección a Las Vegas y por autopistas cuyo firme deja mucho que
desear.
─ No
como las españolas─ ironizo─ que las asfaltan cada semana para que los
corruptos paguen a los corruptores.
Pero
ambos coincidimos que las peores autopistas del mundo son las de la India: una
sucesión infinita de socavones que el monzón convierte en lagunas. Y hablando
de la India sale a colación su infinita pobreza, la insoportable desigualdad
entre castas, la endémica suciedad, el hacinamiento y la belleza
resplandeciente de sus templos, palacios, saris, turbantes y música enervante.
─Me falta el sur de la India, Vamos al
sur. Venga. Anímate.
─En otra vida─respondo, porque Mary Jo
es una agencia de viajes ambulante que prepara cinco más mientras está inmersa
en uno.
Escuchamos
música de los ochenta/noventa en la radio. Whitney Houston nos da tema para
hablar de los efectos nocivos de las drogas en algunas personas y lo saludables
que parecen ser para otros organismos especiales (The Rolling Stones).
─Se cambian la sangre cada año.
─Pues no les debe de sentar muy bien a
todos, porque el que tiene cara de pirata…
─Keith Richards
─Se cayó de un cocotero en Fiji y lo
tuvieron que llevar en helicóptero a Melbourne. Debía estar bajo los efectos de
una borrachera de campeonato.
Pienso en Anita Pallemberg y en la
promesa que le hice de retratar un rótulo de la mítica Ruta 66, la que recorre
Estados Unidos de este a oeste.
Cuando
canta Tina Turner entramos en el tema del maltrato machista. Hablamos, y hasta
discutimos, mientras conduzco. La dirección del Hyunday, que no es asistida, la
encuentro dura. Desisto de coger con una mano el volante, porque sopla un
viento fuerte, y lo tomo con las dos manos.
Un
paisaje que, saliendo de las inmediaciones de San Diego, se convierte en yermo,
casi desértico, deshabitado, nos acompaña, sin apenas variaciones, durante
horas. En un tramo la autopista corre paralela a la vía del tren y vemos un
larguísimo convoy de mercancías que transporta un centenar de contenedores
procedentes de China. Hablamos de China, de Corea del Norte tan suicidamente
beligerante. De los chinos que construyeron el ferrocarril en Estados Unidos,
de los chinos de los supermercados abiertos las 24 horas en mi país, de la
evolución de China desde los años duros del maoísmo, con una población que vestía el uniforme de su
guía, a la actual, más capitalista que comunista.
Sopla
el viento con menos fuerza cuando entramos en Arizona bordeando el río Colorado
que, en ese tramo, parece un curso de agua modesto, incapaz de abastecer el sur
de California y buena parte de Nevada. Paramos para comer un bocado en un Denys
de Flagstaff, tras recorrer 492 millas y
después de repostar gasolina a 4 USD, sensiblemente más cara que la que pusimos
el día anterior en San Diego a 3,78. Hay montañas nevadas por los alrededores y
baja de ellas un viento gélido. Experimento frío intenso, más que en Arán, con
mi atuendo de pantalón corto y camiseta de la Semana Negra. Un camarero joven nos acomoda cuando entramos
en el restaurante rápido en una mesa junto a la ventana. Pedimos comida ligera
y barata: yo una sopa vegetal y un sándwich con aguacate, tomate y atún en su
interior; Mary Jo pide una tortilla rellena de verduras, y patatas fritas. Bebemos
ascética agua con hielo. Me sobra el hielo, me sobra porque me duele la garganta
de las 492 millas sufriendo el aire acondicionado del coche. Aún me encuentro
pesado por la contundente comida mexicana del día anterior en La Fiesta de Reyes y siento el puré de
frijoles, el taco, la enchilada y el arroz en el estómago. Discutimos sobre el
poco educado paladar norteamericano. Es otra forma de ver la vida. El norteamericano,
por lo general, come para subsistir, no para disfrutar. La comida nos cuesta
poco: 14, 50 USD. No dejamos propina.
Mary Jo
conduce por Arizona. Hay, sobre todo, tráfico de camiones. Un par de ellos,
enormes, rojos y con morro pronunciado, como el que perseguía a Dennis Weaver en El
diablo sobre ruedas, su primera película, transportan las dos mitades de
una casa que ensamblarán cuando lleguen al terreno de destino y saldrá volando
por los aires cuando le llegue un tornado. El paisaje se hace más suave, aparecen
bosques tupidos de pinos y poblaciones dispersas con las viviendas muy
distantes unas de otras mientras la nieve cubre de blanco las cumbres de las
montañas.
─No me traje ropa de abrigo─comento.
─Pues vas a pasar frío.
─¿No está Monument Valley en el
desierto?
─Sí, pero es alto y hace frío.
El cine tiene la culpa. En los westerns
de John Ford, Howard Hawks y Henry Hathaway los polvorientos cowboys que
cabalgan sus centauros del desierto por Monument Valley parecen tener siempre
sed y calor.
Cuando
entramos en la reserva navaja el paisaje se hace más yermo, seco y agreste. En
esa tierra estéril no hay campesino que pueda cultivar nada. La tierra árida
arde, está reseca. Los escasos árboles se retuercen en busca de humedad. Las
modestísimas viviendas de los navajos, dispersas por las montañas, son
sencillos chabolos, trailers, caravanas y, excepcionalmente, alguna casa
prefabricada, todo un lujo, con sus pick-ups aparcados en los alrededores. Caballos
famélicos, con los costillares marcados, buscan a la desesperada comida en el
suelo. La reserva navaja es un territorio aparte en el que no puede entrar la
policía del estado (ellos tienen su propia policía) y sólo, excepcionalmente,
el FBI cuando se trate de un navajo que haya cometido un delio federal. El lujo
de la península del Coronado y la miseria de la reserva de los navajos son las
dos caras visibles de este país. Contrastes.
Hablamos
de los códigos navajos que los norteamericanos usaban en la Segunda Guerra
Mundial para despistar a los japoneses; de algunos actores indios como Graham
Greene, sí, como el novelista inglés, o el enorme Will Sampson, el jefe Bromdem
de Alguien voló sobre el nido del cuco
que murió recientemente.
─ A mí
el trato que reciben los indios me parece similar al que sufren los palestinos.
Discutimos
acaloradamente de política internacional. Una pro- israelí, que justifica el
terrorismo de estado de los sionistas, y un pro- palestino que comprende el
terrorismo surgido de la desesperación. De Israel pasamos a EE.UU. De tal palo,
tal astilla. La comprensión absoluta por la violación de los derechos humanos de
la norteamericana Mary Jo me descoloca. La potencia mundial tiene patente de
corso. El fin justifica los medios.
─ ¿Y el
secuestro de los prisioneros de Guantánamo?
─ Pues
me parece muy bien, porque son gentuza.
El
sistema binario impera en EE.UU. Blanco o negro, sin matices. Ellos son los
buenos, y los otros, los malos. Y los buenos pueden hacer cosas malas, las
peores posibles, con los malos porque son los buenos. Y los malos carecen de todo
tipo de derechos por serlo a ojos de los buenos.
Viaje
ideológico paisajístico. Cuando no hago fotos, que salen la mayor parte de
ellas manchadas por los cristales del coche, pienso en alguna buena novela de viajes
que haya leído. La mejor: Los autonautas
de la cosmopista escrita a cuatro manos por Julio Cortázar y Carol Dunlop.
La publicó Mario Muchnick hace un montón de años y no se ha vuelto a reeditar.
La novela es la crónica de un viaje cuyo destino es el propio viaje en sí por
una autopista francesa que no lleva a Julio Cortázar y a Carol Dunlop a ningún
lugar en especial, e ilustran los textos de ambos sencillas fotografías en
blanco y negro de hoteles, peajes, asfalto, el coche aparcado o ellos mismos
tomando unas cervezas en un descanso de la conducción.
Y al final, después de dejar la autopista 89
que, en alguno de sus tramos se solapa con la mítica 66, tomar una carretera
secundaria, la 610, y después la 613, aparece el perfil mágico de Monument
Valley a las 7:30 pm, sus caprichosas formaciones imponentes recortadas contra
un cielo púrpura que empieza a perder su luminosidad y vira hacia el negro. Aún
tenemos tiempo de disfrutar del color rojo encendido de la piedra que recibe el
último fogonazo de un sol agonizante antes de que éste, definitivamente,
desaparezca.
Cuando
salimos del coche, después de aparcarlo en el lujoso hotel de los navajos que
hay junto al parque, el aire frío nos hace tiritar, así es que pasamos al
interior.
El
hotel está completo, nos dice la recepcionista navaja en un inglés con una entonación
especial. Haciendo de tripas corazón, salimos a una terraza mirador que domina
todo el conjunto monumental y yo contemplo emocionado el paisaje que tantas
veces, durante tantos años, vi en los westerns de Ford, Hathaway, Hawks…, y
verlo, es algo muy extraño que se produce en mi interior, lo desmitifica todo,
porque veo que es accesible, que la mítica de territorio salvaje e inexplorado
estaba en la mente de los realizadores que tenían la capacidad creativa
suficiente para hacer soñar al espectador. Es bello, es fascinante, parece
salvaje Monument Valley, pero una carretera llega hasta sus pies y un hotel más
o menos lujoso es un cómodo mirador de esa construcción prodigiosa de la
naturaleza a la que todo el mundo puede acceder. Me gustaría ser un exclusivo
admirador de ese paisaje, que no hubiera hoteles cercanos, ni carreteras, que
costara sangre, sudor y lágrimas llegar a esa belleza y estar yo, sólo,
saboreando sus formas y colores.
─
¿Y ahora?
─
Pues nos vamos a Bluff.
─
¿Bluff? ¿Algo que parecía meritorio y no es otra cosa que decepcionante? ¿Un
autor que prometía y luego se quedó en nada?
─
Bluff es un pueblo.
Conduzco
hasta Bluff. La noche, a las ocho de la tarde, es cerrada. La carretera, la
613, baja por lo menos quinientos metros, en un sinfín de curvas y pendientes,
pasa antes por dos pueblos y desemboca en Bluff: tres moteles, un restaurante y
una gasolinera.
La
recepcionista del motel Kokopelli Inn
es una joven india navaja. Nuestra habitación, por dos noches, la 115, cuesta
148,55 USD. Modesta, pequeña y suficiente para dormir.
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