DIARIO DE UN ESCRITOR


Las Vegas, 17 de abril de 2013

 


¿Cómo definir Las Vegas? ¿Sin City, la ciudad del pecado? ¿La ciudad más hortera del mundo? ¿El paraíso del kitsch? ¿La apoteosis del mal gusto? ¿La ciudad que nunca duerme? ¿El parque temático de todos los vicios? ¿Una borrachera de capitalismo? ¿El lugar de los excesos? Después de contemplar la obra cumbre de la naturaleza, Grand Canyon, posar los ojos sobre esta creación del hombre puede producir un shock traumático.
Las Vegas surge del desierto en medio de un lodazal de sangre. La de cadáveres que debe de haber enterrados en los cimientos de sus antiguos casinos cuando la mafia edificó la ciudad.  Con Las Vegas La Cosa Nostra consiguió blanquear todo el dinero negro amasado por la extorsión, la prostitución y el juego clandestinos. Bugsy Siegel fue el padre de esta ciudad artificial construida en lo más inhóspito del estado de Nevada. Ubicar en este lugar un paraíso en el que cupieran todos los placeres prohibidos del americano medio hay que reconocer que fue una jugada maestra. Siguieron robando los mafiosos, en los casinos, pero lo hicieron legalmente y pagando impuestos en vez de sobornos. Todo más limpio y con menos sangre. Los mafiosos se convirtieron de la noche a la mañana en hombres de negocios respetables. Las Vegas evolucionó. Sus dueños ya no tienen ninguna relación con la mafia.
No me gusta Las Vegas actual, un parque temático familiar al que acuden padres llevando de las manos a sus retoños, jubilados, recién casados en luna de miel o marines con permiso. Me gustaba Las Vegas canalla de sus inicios, la del Rat Pack de Sinatra y sus muchachos, la de los coches descapotables en cuyas carrocerías se reflejaban las luces de los casinos de la calle Freemont, el whisky corría a raudales y las prostitutas se sentaban tras los jugadores de póker, black jack y bacarrá, ávidas por el dinero que se movía en las mesas. Las Vegas terminal de Living Las Vegas, la única película con Nicolas Cage dentro que soporto. La de Casino de Scorsese, toda una lección de historia de la ciudad y de su funcionamiento. El Bugsy Siegel interpretado por Warrem Beatty. Una ciudad que ha generado un sinfín de películas y novelas.
Nada de eso queda en la actual Las Vegas, una ciudad que crece a base de hoteles casino que surgen como hongos en lo que antes era un erial y ahora parece un jardín con flores por todas partes y campos de golf regados con las aguas del río Colorado almacenadas en el gigantesco pantano Hooger.
La ciudad más famosa de Nevada es un moderno zoco en donde se venden todos los géneros, la apoteosis del negocio, una maquinaría incansable de hacer dinero en cada esquina. Mires dónde mires, hay algo en venta. Los hoteles son casinos y a la vez galerías comerciales, con lo que el americano medio aquejado de ludopatía extrema no saldrá de él en todos sus días de estancia. En las calles los rótulos luminosos anuncian espectáculos, electrodomésticos, show eróticos, Le Cirque de Soleil, Elthon John... Decenas de hombres anuncio se pasean pancarta a la espalda bajo el sol radiante. Latinos con camisetas verdes en donde se lee girls, girls, girls reparten entre los varones, aunque vayan acompañados de sus mujeres, estampitas de escorts con los pezones velados, sus precios, nombres, habilidades, teléfonos y tarjetas de crédito que admiten. Hay camiones anuncio que se pasean arriba y abajo de Las Vegas Boulevard anunciando chicas, girls girls, girls, facturadas al hotel marcando un número que nadie puede olvidar: 69696969. Negocio. El mismo que hacía la mafia ilegalmente, descartando la extorsión.
Caminamos por Las Vegas Boulevard, después del desayuno en Starbucks Café de Brooklyn, New York, Las Vegas (un hotel casino que se llama New York y reproduce en su interior calles de Brooklyn con tanta fortuna como el Pueblo Español de Barcelona), mi café con nata y el cruasán bendito. Luce el sol pero sopla el viento. El calor abrasador que sentí en un agosto de la sexta vida es ahora un ligero frescor. Un latino pone en mi mano una colección de estampitas de chicas del sexo con precios que van desde los 35 dólares a los 120. Bella, Devana, Sarah, Jennifer. Carmen es morena. Pero no he venido a Las Vegas para ningún tipo de juego.
Entramos en los hoteles casino que vamos encontrando a nuestro paso. Los populares están llenos de gente y ruido. Gente que entra con sus maletas, pasea, hace fotos, come apresuradamente un perrito caliente, no se levanta de su máquina tragaperras con la que mantiene una relación de fidelidad absoluta hasta que le desplume por completo. Un zoológico humano. Ese es el espectáculo de Las Vegas, no los shows eróticos, las danzas privadas, lap dance, los recitales de los mejores artistas, los cines en 3D. Lo más barato es sentarte, tomar una cerveza y ver a la gente pasar. Mirar cómo andan, qué cara tienen, imaginar qué se dicen, desentrañar sus vidas.
Pero antes de estar en The Strip, bajamos del piso quince del hotel casino Excalibur (unos ascensores van a los pisos pares; otros a los impares; unas habitaciones están en la torre 1 y otras en la torre 2; y para acceder al lobby hay que pasar forzosamente por el medio de la sala de las máquinas tragaperras, así es que si hay algún ludópata que no se puede reprimir, deja la maleta sobre la moqueta del suelo y toma asiento ante una de esos artilugios tan bien y toscamente definidos en el idioma castellano: tragaperras, tragabilletes más bien) y lo hicimos, el bajar en el ascensor, con una pareja tipo de una fauna determinada que existe en este país y no en otro. Él parecía un exmiembro de los seal, un tipo rudo y con pocos miramientos, pero ella daba la sensación de ser mucho peor que él, más vulgar, grosera y violenta, tatuada en piernas y brazos, con el cabello crespo, rostro arrugado por el sol y expresión amarga en la cara, puro vinagre. Él la llamó mi chica, mientras descendíamos, en un momento de debilidad y ternura. Ella le contestó que le llamara mujer, porque no era su chica, o le daba un tortazo. Y parecía dispuesta a cruzarle la cara con su mano nervuda a ese aguerrido exseal que iba en bermudas y chancletas y habría liquidado a muchos tipos en las guerras negocio de Estados Unidos pero se arrugaba ante su mujer.
Porque eso tiene Las Vegas, especialmente, al hilo de las bermudas y las chancletas del exseal del ascensor del hotel casino Excalibur, aunque también es así en el resto de Estados Unidos, sobre todo en la costa Oeste, que no tienen prejuicios a la hora de vestirse, que no se miran al espejo, que no saben, en su inmensa mayoría, lo que es la elegancia y, en aras de la comodidad, pueden ir como perfectos mamarrachos sin sentir vergüenza por el que dirán. Una ventaja a la hora de comprar ropa. He visto indumentarias curiosas más allá de Orión, increíbles, por las calles de Las Vegas. He visto a un tipo canoso, de mi edad, con chaqueta de traje, bermudas a topos y chanclas de piscina entrar en un casino e ir directo a su máquina tragaperras. He visto a otro rasurado y vestido con un traje de vestir con chaqueta…sin mangas. Pero lo normal es que la gente vaya en chándal, como va el camarada Fidel Castro o como ya sucede en España. O que los hombres vayan con bermudas y camisetas sin mangas luciendo sus tatuajes y sus protuberantes estómagos cebados de comida basura. O que las mujeres, sobre todo las obesas mórbidas, una de cada tres, o quizá más, lleven la ropa ceñida, marcando michelines, que uno tiene la duda de si son embarazos, y la falda cuatro dedos por encima del muslo inabarcable. He visto cientos de tipos cerveceros a los que su tripa les precede y que podrían ocupar los dos asientos del avión si lo toman. Y mujeres cuyos culos son como mesas, redondos y sobresalientes. La dieta americana produce monstruos. También hay mucha gente en silla de ruedas, por accidente, por la guerra de Irak y Afganistán, porque los huesos desgastados ya no los aguantan. Sillas de ruedas a motor, de las que se embalan por las rampas de entrada en los casinos, como coches de carreras, y provocan una extraña euforia a sus conductores.
Pero no todo es cutre y hortera en la ciudad. Descubrimos Las Vegas exclusiva en algunos casinos de postín. Pocas máquinas tragaperras y muchas mesas de black jack, póker o bacarrá. Salones privados en donde los millonarios pueden darse el lujo de perder un millón de dólares por hora. Salones para los jeques árabes que llegan en avión, alquilan una planta entera del hotel, se llevan todo lo que hay en las tiendas y compran por 72 horas todas las rubias siliconadas de ojos azules que hay en Las Vegas.
Saboreo una cerveza y un trozo triangular de pizza. Veo a toda esa fauna a mí alrededor. Hay bastante marine de servicio o licenciado, que quizá estuvo en Afganistán y allá volverá; se distinguen porque van en grupos de tres o cuatro, con sus musculados antebrazos al descubierto con algún que otro tatuaje, botellas de cerveza en la mano y una forma de andar que sigue siendo marcial aunque vayan de paisano. Habrán asesinos, también, me imagino, ladrones, violadores y estafadores entre toda esa fauna que revolotea a mi alrededor, y gente normal, que va a la ciudad para curiosear en el escaparate humano que es. Hombres que zurran a sus mujeres en cuanto echan mano de la petaca de whisky. Esposas que ponen los cuernos a sus estúpidos y zafios maridos. Prostitutas a la búsqueda de clientes. Solitarios psicópatas en busca de su víctima. Bebo e imagino. Las Vegas da para millones de historias en cuanto observas un poco. Pero la ciudad es bastante más cutre que antes, a pesar de que no haya visto mujeres con bata y rulos en la cabeza abducidas por la máquina tragaperras.
No hay un jugador medio. No hay discriminación racial ante el juego. Juegan blanco, negros y, sobre todo, orientales. Juegan hombres y mujeres, jóvenes, adultos y muy muy ancianos. A alguno lo sacarán del casino con los pies por delante. Se juega a todas horas, porque la ciudad funciona 24 horas al día, y allí dentro, sin ventanas, con luces artificiales, lo primero que se pierde es la noción del tiempo y después el dinero.
Nunca he visto tantas sillas de ruedas ni tantos inválidos como en Las Vegas. Bueno, no he estado en Lourdes, también tengo que decirlo. Alguno entre los que piden limosna en los puentes, quizá un veterano de alguna guerra al que la pensión no le alcanza o se la ha jugado. Se mueven estos paralíticos motorizados por las aceras, ascienden por las rampas habilitadas para ellos de los casinos, se acercan a las máquinas y las camareras escotadas les ayudan a asentarse, les animan a jugar con vasos de bloody mary.
Han desaparecido las chicas Martini con patines que se deslizaban por los casinos con faldas muy cortas y escotadas llevando bebidas a los sedientos jugadores. Ahora llevan las faldas también muy cortas, y se suben el caído pecho con sujetadores wonderbra, pero no son ni muy jóvenes ni muy agraciadas. El tipo que está jugando, que está a lo suyo, tampoco es que se las mire mucho. El ludópata se olvida si es de día o de noche, no sabe si comió o cenó, no se acuerda de que tiene una pareja esperándole en la habitación, sólo ve su máquina tragaperras centelleante e insatisfecha que le susurra al oído que siga metiéndole billetes. Y los mete, incansable al desaliento, porque  James Goldberg, un jubilado de Nebraska de aspecto tan anodino como él, y hay una foto en el casino publicitándolo, ganó 30.000 dólares la semana pasada, Susan Taylor, una ama de casa, 25.000, Fly Thompson, un jovenzuelo de cabello rizado de Tennesse, 50.000, y piensa, mientras se deja en la máquina mil dólares que le dan para una o dos horas de juego, un par de martinis, un bloody mary y una margarita, que él puede ser uno de esos afortunados.
Estamos en el casino de la gente exclusiva, el Aria (¿pieza musical, raza?) un estilizado edificio de cristal en cuya fachada se reflejan las nubes, ubicado entre otros edificios de diseño vanguardista; es el casino de las tiendas de ropa de marca, de los bolsos Vuitton, de una galería de arte de un reputado escultor para millonarios (millón de dólares cada estilizada escultura) y de un restaurante español de tapas de un cocinero llamado Serrano en donde ofrecen platillos de chorizo, cuencos de gazpacho, paellas a 40 dólares y huevos estrellados a 15. Y hay gente en las mesas. Bien. Exportamos cocineros y hasta abrimos restaurantes en Las Vegas. ¿Cómo pasó el chorizo la férrea frontera USA? Misterios.
 Pasa por mi lado una mujer en silla de ruedas con dos enormes prótesis de silicona talla 130 que muestra alegremente. Rueda como una exhalación Las Vegas Boulevard abajo. Llena de vida, sin poder mover las piernas, cruza la avenida cuando el semáforo se pone en rojo.
Pasamos las travesías de las calles por puentes con protecciones altas de cristal o tela metálica para que no salten los suicidas desesperados cuando se han jugado la casa, sus hijos y su mujer a las cartas. Hay en cada puente de la ciudad un vagabundo con la gorra vacía que no recibe un mísero dólar de los que tiran alegremente sus congéneres que pasan por su lado con chanclas y con botellas de cerveza que beben a morro y sí los tirarán en la primera tragaperras que vean. Barbudos, de descuidadas greñas, confeccionan con ironía sus carteles peticionarios. Uno pide para beber una cerveza. Otro, para un alargamiento de pene. Un tipo grueso, en un semáforo, agita un cubo de plástico y pide para los homeless de la ciudad, o quizá sea para sus hamburguesas y hot dogs. Nadie le da un centavo. Todos los dólares van a los casinos. Desaparecen en los sumideros de las máquinas, en los tapetes de las mesas de juego, en las ruletas que giran a rojo y negro, par o impar.
 Estos americanos que acuden a Las Vegas hacen turismo a su manera, sin pasaporte, sin tener que salir de su país. Viajan a New York cruzando la calle y entrando en un casino que reproduce la Estatua de la Libertad, el puente de Brooklyn y el barrio italiano con sus callejuelas que bordean el anfiteatro en donde las miles de máquinas tragaperras ordeñan los bolsillos de los jugadores sin que salga de ellas Lluvia de níquel sino silenciosos vales canjeables en caja. Pueden ir a París, presidido por la Torre Eiffel, en cuyas calles encontrarán cafeterías que den cruasanes junto a miles de máquinas ruidosas. Y también a Venecia, presidida por la torre de San Marcos, y bogar en góndolas por sus canales, escuchar las canciones de los gondoleros y devorar una pizza.
En San Marcos de Venecia dos chinos, un matrimonio, labran cabezas de yeso tamaño jíbaro de sus clientes en directo. El método de trabajo parece fácil. Esculpen sobre la base de una cabeza tipo y van modificando los rasgos de esa cara hasta hacerla coincidir con la de su cliente. En un cuarto de hora tienen la obra lista que venden a 40 dólares.
Pierdo la cuenta del número de casinos que visitamos. Caesar Palace, un clásico, Bellaggio, Palazzo, Inn. En el Bellaggio hay un jardín botánico sencillamente espectacular y un invernadero de cristal en el que aletean mariposas del trópico, gigantescas y bellas, prisioneras tras el cristal hasta que sucumben sin libar flor alguna. Entramos a ver las fotos, espectaculares, de un fotógrafo australiano que se mueve por los cinco continentes y obtiene imágenes bellísimas mareas que suben por cayos, volcanes que explotan, cebras africanas, junglas…. Un bosque otoñal me recuerda el lejano Arán que echo de menos.
Nos detenemos a comer. Un local de comida rápida, medio vacío, en el que hay una docena de establecimientos con cocinas de siete países. Por lo general se come mejor en la costa Este que en la Oeste. O yo he tenido la suerte de comer mejor en Nueva York, Boston, hasta en Miami. Lo cierto es que Estados Unidos, que tiene todos los alimentos del mundo en abundancia, es incapaz de cocinarlos decentemente en la mayoría de los casos. Hablo de la restauración popular, del equivalente a los restaurantes que en Barcelona o Madrid costarían 12 o 13 euros el menú del día. En ese centro comercial una ensalada incomestible  cuesta 9 dólares. La pido con atún, creyendo que me la podría comer y sería un plato sano que añadir a mi dieta. Error. Mientras tiro el plato entero a la basura y, previamente, he limpiado la mesa, me pregunto cómo es posible que la lechuga, el atún y el pimiento de los que se compone esa ensalada fatídica sean tan absolutamente insulsos que no sepan a nada. Cualquier país del Tercer Mundo (Birmania, Camboya, Tailandia, China, Túnez, Egipto, Marruecos, por citar algunos en los que he estado) tiene una cocina infinitamente mejor que la norteamericana con muchos menos recursos alimenticios y una economía depauperada. ¿Por qué? Porque el americano sólo busca saciarse, no disfruta con la comida. Generalizando, claro, que siempre es injusto, porque en las películas de Woody Allen todos los norteamericanos beben vino tinto en copas y saborean manjares exquisitos mientras entablan sesudas conversaciones entre ellos.  
Atardece. Los neones en Las Vegas son entonces mucho más espectaculares y la meca del juego oculta con ellos sus defectos y subraya sus virtudes. Bajo el manto de la noche la ciudad que nunca duerme recobra su aire canalla. Los jugadores siguen dándole a las manivelas de sus máquinas. La gran estafa funciona y hace felices a todos esos ilusos que acuden a Sin City y, como los musulmanes a La Meca, una vez el año o más. Hombres y mujeres al borde de la muerte pierden sus dólares alegremente en máquinas que se tragan sus billetes y nunca están saciadas. El espectáculo humano es fascinante. Un zoo. Hay muchos orientales jugando y también los hay haciendo de croupier en las mesas de juego. Pero echo en falta el ruido que hacían las monedas al caer cuando alguien ganaba. La Lluvia de níquel. Eso forma parte del pasado. Fue algo que vi en mi sexta vida.
Tomo una cerveza y mordisqueo una porción de pizza con champiñones en Brooklyn, New York, Las Vegas mientras Frank Sinatra canta su New York, New York. Dos chicas pasan por mi lado, me sonríen y me saludan como si me conocieran. Me confunden con otro. Miro las estampitas de las escorts que el latino metió en mi mano. Mike Demon se habría decidido por Bella: pechos puntiagudos y ligeramente alzados, larga melena negra que oculta una cara pequeña y aniñada y muslos de seda. 150 dólares el servicio en hotel incluido un lap dance y acompañamiento a las mesa de juego. Mike Demon se emborracharía acodado sobre una barra, solitario, mientras metería los peniques en la tragaperras encastrada en el mostrador del bar y la columna de humo de su cigarrillo levitaría hasta el techo del bar de luces de neón en donde una camarera de vida desgarrada se sinceraría con él. Y luego subiría a la habitación del gigantesco hotel casino para asesinar, ahogando con una almohada, a su alcoholizada y madura enamorada de la que sólo le interesaba su dinero. ¿Cuántos Mike Demon por metro cuadrado hay en Las Vegas? 
Jugamos le digo a M.J., porque hemos pasado por las salas de juego de diez casinos y no hemos metido un solo billete en sus máquinas, porque nos vamos a ir de Sin City sin apostar un solo centavo.
Nos sentamos ante una tragaperras en cuya pantalla centellean toda clase de frutas. Mete M.J. su primer dólar y acciona suavemente la palanca un par de veces. El dólar se convierte en 20 centavos. A pequeña escala ésa es una buena imagen de la crisis: que un dólar, en un minuto, se convierta en 20 centavos. La estafa global es un gigantesco casino financiero por cuyo sumidero se han ido nuestros ahorros. El mundo como una gigantesca Las Vegas en donde el dinero de todos cambia de manos. Juega M.J. más y pierde 6 dólares en tres minutos. No espera a que la camarera, que le ha visto sentarse, le traiga un bloody mary que nunca llega.
En el ascensor de la torre 2 del casino entra un rubio de pelo muy corto, labios finos y brazos fuertes ataviado con camiseta, calzón corto y chanclas. Un militar o un exmilitar. Las Vegas está llena de tipos que aprietan el gatillo con facilidad y acuden a la ciudad a relajarse. Lleva una cerveza abierta en la mano, botella. Tiene cara de asesino en serie: labios finos, mirada turbia, pómulos marcados. Un rostro como el de Eric Roberts, el hermano de Julia. Nadie saluda al entrar y salir del ascensor. Los pasajeros se ignoran durante el corto viaje de los elevadores. Baja el sujeto en el piso 13 tras envolvernos en una mirada de hielo. Nosotros lo hacemos en el 15.
Bye Las Vegas. Pero me voy a dormir con ligero malestar de cabeza y estómago. Un cóctel en un bar del casino al que teníamos derecho por estar invitados, una margarita con mucho hielo y vodka de garrafa que bebimos mientras Pau Gasol con los Ángeles Lakers encestaba en un plasma gigante y la gente apostaba a que su equipo ganaba o perdía.  El juego está abierto.

 

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