DIARIO DE UN ESCRITOR
Solvang, 29 de abril de 2013
Cuando
salimos del Motel 6 de Santa Bárbara la bruma del día anterior no se ha
levantado; nos sigue fuera de los límites de la ciudad, por una carretera
serpenteante que se interna por los montes cercanos cubiertos de bosques.
El
lago Cachuma, un pantano de dimensiones considerables, se deja ver a nuestra
derecha con alguna barca flotando en su centro. Ya no hay niebla entonces y
luce un cielo azul fuerte del que han desaparecido todo rastro de nubes que
siguen concentradas en la costa, ancladas en el puerto de Santa Bárbara. La Niebla de John Carpenter.
El
pueblo de Santa Ynez aparece en nuestro camino, sin buscarlo. Entramos dentro,
por equivocación, buscando la misión de Santa Inés que no está allí sino en
Solvang. El pueblo, como muchos de este país, se me antoja de juguete. O un
decorado de película en el que de un momento a otro aparecerá por la calle el
director que gritará ¡Corten! La
población es una carretera con escaso tráfico y tres calles que lo cruzan con
una gasolinera, una oficina de correos, unas cuantas tiendas a cuyo exterior
toman el sol sus empleados desocupados y una cafetería en donde nos sentamos a
desayunar. Tomo allí el mejor café con leche hasta la fecha y un cruasán
absolutamente homologable. Mientras mastico y bebo pregunto a M.J. si en esas
casas de madera, pintadas con colores infantiles y primarios (verdes, fucsias,
sienas), pequeñas, con ventanas emplomadas y letreros que se balancean de sus
puertas abiertas (éste es el país de las puertas abiertas) vive gente. A mí me
parecen las casas de un parque temático, las casas de pega que hay en Brooklyn
o Venecia en Las Vegas. Las del Pueblo Español de Montjuic en Barcelona
─
Claro que vive gente. Y gente que no tiene miedo a que les roben, no como en
España que estáis todos asustados y cerráis las puertas con llave y cerrojos.
Aquí todo está abierto, hasta los bancos están abiertos, no tienen vigilantes
ni medidas de seguridad como los vuestros en España que me dan claustrofobia
con tantas puertas que se cierran y te aprisionan entre ellas.
Le
doy la razón a M.J. Hay cosas de este país que se me escapan. Cómo siendo,
estadísticamente, éste un país peligroso a juzgar por el número de delitos que
se producen y de delincuentes que hay en sus prisiones, la gente deja las
puertas de las casas abiertas o los coches a disposición del primero que quiera
meterse en ellos.
Pasa
por la calle una mujer menuda con un gran danés blanco mucho más corpulento que
ella. En la mesa de al lado tres mujeres de edad mediana y aspecto nórdico
desayunan mientras charlan animadamente. La calle principal de Santa Ynez
parece la de un pueblo del Far West, inusualmente tranquila antes de que entren
al galope los vaqueros levantando una polvareda infernal.
Regresamos
al Hyundai fucsia. Volvemos a la carretera y entonces, ya sí, a nuestra
izquierda, aparece la pequeña misión de Santa Inés, otra de las muchas que
salpican el litoral y el interior de California y que formaron un rosario desde
San Diego hasta San Francisco. La de Santa Inés, por sus dimensiones y su
sencillez arquitectónica, nada tiene que ver con la de Santa Bárbara, pero su
esquema de construcción resulta familiar: una iglesia, esta vez con un único
campanario, y un claustro alrededor de un recogido jardín interior al que se abren
los cuartos de los monjes. En nuestro paseo llegamos hasta el cementerio en
donde tres pintoras, tocadas con sombreros de amplias alas que les protegen del
sol, reproducen desde el ángulo del modesto camposanto la torre de la iglesia.
A
continuación de la misión religiosa en donde los padres franciscanos
evangelizaron a los indios de la tribu chumash (quinientos fueron enterrados en
su cementerio), se encuentra la ciudad danesa de Solvang. Mientras paseamos por
ella me acuerdo, por asociación de ideas, de la ciudad rusa de la película El cazador de Michael Cimino, un
director demasiado brillante para la industria norteamericana que lo aparcó
tras La puerta del cielo, su western
épico, y ha terminado cambiando su sexo tras el tormento del olvido. Pienso en
esa ciudad rusa de la que marchan Robert de Niro, John Savage y Christopher
Walken, tras esa larga ceremonia de boda, para caer en el infierno de Vietnam
mientras paseo por la ciudad de Solvang, por sus exquisitas pastelerías, sus
cervecerías, restaurantes, tiendas de recuerdos, sombrererías y anticuarios. Comunidades
rusas, danesas, suecas, irlandesas, italianas, inglesas, francesas…todo eso es
Estados Unidos.
Los
habitantes de Solvang son vikingos de pelo rubio y ojos azules. Abunda el
apellido Nielsen en los rótulos de los comercios, y me acuerdo de Birgitte
Nielsen, una danesa espectacular que fue novia de Sylvester Stallone, y una
Nielsen de tirabuzones rubios que debí conocer en mi tercera vida cerca de Copenhague
y de la que no supe más.
Callejeamos
al sol. Dos edificios con aspecto de molino albergan en su interior tiendas y
sirven, por su altura, de miradores. Como la vecina Santa Ynez, Solvang no me
parece una población real sino una impostada, de casas de juguete que
reproducen con exactitud las viviendas tradicionales de Dinamarca. Pero los
pasteles son buenos, me digo mientras como una palmera a la sombra de un árbol.
Recorrer
el pueblo no requiere muchos pasos: una carretera y cinco calles comerciales,
lo que me abre la pregunta de en dónde viven sus habitantes. Al mediodía el sol
calienta y después de husmear en el interior de unas cuantas tiendas, por al
aire acondicionado, nos apetece una cerveza. Pero tomarse una cerveza en este
país no es tarea fácil. O se toma comiendo en un restaurante o hay que buscar
una licorería en donde te la darán sin que puedas acompañarla de ningún tipo de
snack, así es que después de recorrer todas las calles de pueblo encontramos
una licorería en las afueras, The Touch,
un local cuyos propietarios son una pareja de chinos que la regentan junto a un
pequeño restaurante oriental que hay al lado.
El
ambiente de la licorería es netamente masculino a las dos de la tarde: cinco
tipos acodados a la barra del bar, uno con sombrero cowboy, y una rubia llamada
Birgitta que luce en el escote un enorme tatuaje geométrico. El tipo intenta
enrollarse, sin éxito, con M.J. a propósito de Solvang. No parece danés, sino
un paleto de interior. Le pedimos a Birgitta dos jarras de cerveza local y
salimos afuera a bebérnoslas. Mientras trasegamos el líquido echamos en falta
unas patatas fritas o una almendras saladas para acompañarla.
A
las dos y media dejamos Solvang, sus dulces pastelerías y sus habitantes
vikingos de pelo rubio y ojos azules, y desandamos todas las curvas de la
carretera de montaña hasta Santa Bárbara, pero no entramos en la población costera
sino que vamos más hacia el sur, y al interior, de nuevo: a Ojai. ¿Qué se nos
ha perdido allí? Pues realmente nada, porque creo que recalamos por error en
ese pueblo, quizá intentando ir a otro cuyo nombre M.J. no recuerda.
─
Pues no lo recordaba tan mierda la última vez que estuve.
No
es exactamente eso, pero Ojai es la carretera y una arcada peatonal en donde
abren sus puertas una serie de galerías de arte que es un misterio que tengan
clientes. Cerca de allí tiene una de sus casas el anterior gobernador del
estado, Terminator Arnold
Schwazenneger, como cerca de Santa Bárbara tenía su rancho Ronald Reagan. No sé
bien cómo, pero terminamos en un oscuro salón en donde hay un billar, un par de
rótulos de neón en el interior y un enorme mostrador solitario que huele a
cerveza y sirve un chico rubio de melena larga y suelta.
Pedimos
dos cervezas de presión. Tomamos los enormes vasos sentados sobre taburetes a
una mesa solitaria. La cerveza, amarga y oscura, es de las que entran con una
cierta dificultad sin almendras o cacahuetes. M.J. se la deja casi toda.
Mientras bebemos entran dos jóvenes con gorras de visera que se ponen a jugar
al billar en la mesa de al lado. Hacen unas cuantas carambolas poco vistosas
para alguien que ha visto El poder del
dinero, una de las peores películas de Scorsese. Un plasma retransmite un
concierto de rock con rótulos de las canciones por si algún parroquiano se
anima a coger el micrófono e intentar un karaoke. Quizá lo más interesante del
local sea su inmenso retrete. Pintado de rojo, paredes, suelo y techo, se puede
bailar dentro de él o hacer otras muchas cosas además de orinar. El cuarto de
baño del final de El resplandor, pero
sin espejo para poder comprobar que no soy Jack Nicholson. ¿Noruego, danés o
sueco, Jack? No por mucho madrugar
amanece más temprano. Al salir tropiezo con un tipo con tatuajes que se
está bebiendo un Macallan con palomitas en el mostrador. ¿De dónde sacó las
palomitas? Entra entonces una chica con tejanos blancos ceñidos y melena rubia
suelta en el retrete de hombres. Quizá sea unisex. Me voy del salón antes de
que uno de los jugadores, que está haciendo sencillas carambolas en la mesa de
billar, deje su palo colgado y vaya a ese retrete. Retrete multiuso.
Recorremos
varias veces el pueblo en una y otra dirección, buscando un encanto que no
tiene más allá de la espigada torre encalada del edificio de correos y el paseo
de las arcadas que ya nos sabemos de memoria. Un motorista barbudo pasa a lomos
de una Harley Davidson y nos sonríe. La gente es muy amistosa, por lo general. Atardece
cuando subimos al Hyundai y M.J. conduce hacia Santa Bárbara, hacia su muelle.
Yo dormito por el camino y tengo sueños no reproducibles: estoy en mi séptima
vida, buceando por el Mar Rojo, siguiendo el aleteo de una sirena. La sirena
con gafas que un tipo ha esculpido en arena en la playa de Santa Bárbara y
junto a la que hace guardia esperando donativos.
La
niebla se ha levantado en ese último tramo del día, milagrosamente, y una
bonita luz de puesta de sol baña ese hermoso muelle de madera que se adentra en
el Pacífico con sus tres restaurantes, sus galerías comerciales y sus cuatro
tiendas de helados, caramelos, fish and chips y recuerdos. Con luz, y sin bruma, el
muelle es otra cosa, su fotogenia se multiplica. Lo recorremos de nuevo, hasta
el final. La ausencia de vallas en el último tramo puede ser peligrosa para
alguien pasado de copas que salga a oscuras de unos de los restaurantes y dé un
traspiés: el mar cubre y la caída es de seis metros.
─
Y ahora nos vamos a celebrar tu cumpleaños a un tailandés─ le digo a M.J.─ .
Invito yo.
Vimos
un par de tailandeses en la calle State ayer, mientras paseábamos. Los buscamos
tras dejar el coche aparcado junto al ayuntamiento. Damos con uno y ya no
buscamos el otro. El local es modesto y no hay muchos comensales: dos hombres
solitarios sentados en sus extremos y una pareja de jóvenes junto a la ventana
que da a la calle. Lo atiende una mujer tai
de cincuenta años y su menuda hija. Suena música ambiente tailandesa que no
acaba de trasladarme a Bangkok. Entre ellas maúllan en tailandés, un idioma que
parece para gatos. Pedimos sendas sopas de coco, M.J. con gambas, yo con pollo,
un curry rojo de cerdo y unos fideos con bambú y setas. La sopa y el curry son
aceptables, picantes, pero no están a la altura de los que me ofreció una
bailarina argentina retirada que había pasado quince años de su vida en Tailandia
y cocinaba como ellos, aunque la comida, comparada con la media que llevo desde
que desembarqué en el Nuevo Mundo, es más que aceptable, una de las mejores.
Hago
una promesa, que no sé si cumpliré, de acompañar a M.J. en todos sus cumpleaños
por venir. Lo que firmaría en este momento es estar como ella dentro de diez
años. Física y psíquicamente.
Regresamos
al coche a la hora de los vagabundos. Uno, sentado sobre un banco, recibe
bocadillos de un conductor solidario que detiene el vehículo para alargárselo.
Otro toca el saxo, desangeladamente, con la espalda apoyada contra el
escaparate de una tienda de ropa y la funda abierta del instrumento en el
suelo, por si caen dólares. Vemos tumbada en un banco a una mujer que ya vimos
ayer tumbada en ese banco. Y un veterano de Vietnam (veterano es, de Vietnam no
lo sé) extiende una manta en la arena y planta en una de sus esquinas la
bandera de las barras y las estrellas llamando al donativo patriótico.
Personajes. Los derrotados en una ciudad de gente alegre y triunfadora que
habita casas de ensueño con jardines.
Camino
del coche rememoramos mi viaje a La India, mi tren de Delih a Benarés, las
aguas pútridas del Ganges, la sinfonía de perfumes y hedores que conforman el
paisaje olfativo de la península asiática y la odisea de mi maleta.
─
Mi próximo cumpleaños en Benarés. Ya puedes ir ahorrando, niño. Empieza a meter
dinero en tu cuenta de viajes.
¿A cuánta distancia está Benarés de
Santa Bárbara? No lo sé. Ayer medí la que me separa de Arán: 10.000 kilómetros.
Diez mil kilómetros para subir al Coth de Baretges. La eternidad y un día.
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