DIARIO DE UN ESCRITOR


La Jolla, 25 de abril de 2013



Días de silencio forzado tras mi paso por el Valle de la Muerte. ¿Impresionado? Sí. Pero no se debe a eso mi silencio. Setenta y dos horas en la cama, noqueado. Y no por el baño de luz y sol, o los cuarenta grados al sol de ese paisaje de otro mundo que todavía golpea mi retina. La dieta americana no sólo genera monstruos sino que deja fuera de combate mi estómago. Lo que no consigo en Gijón con una buena fabada seguida de un arroz con leche, que me caen divinamente, aquí lo logro con un bocadillo de un pie (el tamaño del pie de Magic Johnson, por ejemplo, o de Pau Gassol, no el de una japonesa) en un establecimiento de comida basura o con una tapita que me ofrecen gratis en un macrosupermercado para estómagos talla XXXXL y que cometí la imprudencia de no escupir de inmediato. He de remontarme a la India, o a México y su fatídica maldición de Moctezuma a la que me hice acreedor como español, para recordar una situación similar. El día del libro, en la distancia, no lo pasé leyendo, ni comprando libros, ni siquiera escribiendo, sino abrazado a una sábana entre tiritones. Hasta que a trancas y a barrancas me incorporo hoy a las tareas de viajero a las que me siento obligado después de haber cruzado el charco y este inmenso país de Este a Oeste para anotar mis impresiones y visiones en este cuaderno de bitácora como disciplinado escribano.
No me gustan los parques zoológicos. Creo que ni de niño, y los circos me producían profunda tristeza como a casi todo el mundo. Ni siquiera los que están en espacios anchos, con los animales danzando al aire libre en reproducciones en miniatura de su hábitat, que a ellos debe de parecerles ridículas, y los felinos, siempre peligrosos e impredecibles, en hondonadas con fosos y cercados por altos muros y redes por techo por si se les ocurre dar su salto hacia la libertad y tomarse su bocadillo de varios pies, humano. El Safari Park de San Diego es un parque temático zoológico, con más plantas que bichos,  a pocos minutos de la casa de M.J. y concurrido por familias. Imagino que produzco la misma impresión a los leones que holgazanean, si despegaran alguna pestaña, que ellos a mí: aburrimiento. Tampoco los rinocerontes parecen muy activos mordisqueando balas de alfalfa. Y las jirafas se pasean elegantemente sobre sus larguísimas piernas de modelo buscando hojas de acacia en California. ¿Qué delito cometieron para estar allí encerrados?
No me gustan los zoos de animales, sólo algunos de humanos, una especie fascinante: Las Vegas, por ejemplo, es uno de los mejores para contemplar la degeneración de la especie; Nueva York, porque allí están todas las ciudades del mundo y está, en consecuencia, uno, sin haberlo sabido antes. Pero me gustan los animales en su hábitat, y los encuentro, a miles, sí, a miles, en las playas de La Jolla, un zoológico abierto a pleno mar y en un hábitat que parece exclusivamente humano, pero no lo es, a muy pocas millas de San Diego.
Bañarse rodeado de focas que huelen a pescado podrido y te gritan con esa voz cercana al rebuzno, ver cómo te pasan por encima de la cabeza gaviotas, cormoranes que, de cuando en cuando, embisten las aguas con un picado, o los pelícanos de gigantesco pico y disciplinada formación tiene que ser una experiencia excitante, tiene que ser, subrayo, porque no la tengo: el Pacífico está más helado que el Mediterráneo más allá de L’Estartit y el mes de agosto y las focas, aunque parecen graciosas y amistosas (un adjetivo que se emplea mucho aquí) te pueden jugar una mala pasada o simplemente, en tu miopía, puedes confundirlas con otros bicharracos no tan amistosos y ponerte muy nervioso y ahogarte. Así es que observo como las playas de La Jolla, en donde veinticinco años atrás me bañé entre sargazos que se enredaban en las piernas y escuchando el silbato de un vigilante de la playa que me ordenaba por dónde debía nadar, han sido invadidas y tomadas por un inmenso y ruidoso ejército de focas que toman el sol sobre las rocas, extienden sus panzas por un arenal llamado la playa de los Niños (y que acabará llamándose la playa de las Focas) y surcan libremente ese Pacífico, que debió estarlo el día de su descubrimiento porque siempre luce olas para surfistas, sin que en las orillas les esperen desalmados con bates de beisbol dispuestos a quitarles la piel sino curiosos con cámaras de fotos.
Pero antes de avistar ese ejército de focas acompañadas de cormoranes, pelícanos y gaviotas (y ardillas, plagas de ardillas, tamaño XL, diminutas, que te salen de debajo de los pies con lo que cuesta en España acercarte a una de ellas y hasta verlas), hemos andando por Pacific Beach (no se rompen mucho la cabeza a la hora de denominar escenarios), una zona costera cercana a San Diego de medio pelaje, medio hippie, que a mí me gusta bastante por los colores chillones de sus casas ─ especialmente una tienda de helados de la que paso de largo por mi estado estomacal ─, su larguísimo muelle de madera que se adentra cincuenta metros en el mar y en el que hay dos docenas de pequeñas viviendas, con sus correspondientes coches aparcados delante de ellas, suspendidos sobre el agua, que se llevarán las tempestades (las casas, y sus habitantes si se olvidan de escuchar el parte marítimo), y los tipos pintorescos de playa: muchachos que exhiben bíceps de gimnasio bien dotados gracias a anabolizantes, setentones adictos al ejercicio físico, chicas atléticas que corren pendientes del tensiómetro, cuatro vagabundos (¿no debería ser vagamundos?) que echan inteligentemente unas birras al sol, contraviniendo las normas, y una cantidad de tipos, tan apelotonados como focas en una roca, que comparten la terraza de un bar próximo (ni en la playa ni en su paseo, tampoco en el muelle, se puede beber alcohol ni encender un pitillo), viciosos visitantes y oriundos del barrio, para hacer lo prohibido dos metros más abajo, es decir, beber cerveza, fumar cigarrillos y, de paso, ligar. Fauna humana.   
Luce un día extraordinariamente limpio, el cielo tiene el color oscuro del mar y éste golpea, con ritmo pausado, las playas de La Jolla en donde unos pocos surfistas se meten en el agua a enfrentarse a oleaje discreto con sus tablas que algunos tiburones miopes han mordido creyendo que eran delfines. Y de Pacific Beach, y su ambiente juerguista y ligeramente transgresor, pasamos a La Jolla tras remontar un rocoso promontorio en donde abundan villas de lujo con espaciosos jardines, prados junto al mar sembrados de palmeras oceánicas, tan parecidas a los cocoteros, quizá más altas, hoteles color pastel que me recuerdan al Nacional de La Habana, aunque éste tuviera la fachada blanca, y nos encontramos con ese zoo en el que humanos y animales comparten pacíficamente el mar sin estorbarse, sin rejas ni jaulas, de tú a tú.
Me dice M.J. que las focas, los últimos invasores de esa zona de playas tomadas, llegaron hace más de diez años. Primero llego una, le gustó el lugar y ejerció el efecto llamada. ¿Cuántas hay? En las tres o cuatro playas que ocupan, y en sus acantilados blanqueados por el guano de sus compañeros cormoranes, pelícanos y gaviotas, calculo que unas quinientas, una cifra impresionante. La zona debe de ser rica en peces, porque los mamíferos acuáticos están bien lustrosos. La mayor parte de ellas toma el sol, perezosamente, panza arriba, o de lado, y un diez por ciento de ellas se zambulle en el mar, a tomar su aperitivo. Las hay pequeñas, crías, pero abundan las enormes, tamaño XXXL, redondas como toneles, que tienen que poner todos sus músculos en funcionamiento cuando salen a la playa y se mueven como gigantescas orugas, sacudiendo sus grasas bajo la piel leonada y  abriendo surcos en la arena. Vociferan, pues no son nada discretas, y da la sensación de que se pasan la vida discutiendo unas con otras, pisándose, con la de espacio que tendrían si hicieran un uso racional de él, pero no, se amontonan en peñascos pequeños como si buscaran el conflicto y la descarga de adrenalina necesaria para que su vida no sea sedentaria y así quemar algo esa capa de grasa que las hace inmune al frío del agua. Alguna bandada de tiburones, que se acerca cuando las olfatean (yo también, y no soy tiburón), hace que la vida de estas focas sea más emocionante, y, de paso, la de los bañistas que se mezclan en el mar con ellas. Pero lo que veo en La Jolla es un espectáculo poco imaginable en la Vieja Europa en donde los espacios de los animales y de los humanos están perfectamente delimitados, desde siglos, y raramente se cruzan, y en donde si se quiere ver a un animal salvaje hay que buscarlo a conciencia hasta dar con él , y ni así. El que una foca en La Jolla te berree a medio metro del oído, amistosamente, una ardilla pase por encima de tu mano y una gaviota se acerque a tu plato de pescado y te lo quite, si te descuidas, es algo tan común como los coches, las bicicletas y los autobuses de cualquier ciudad europea, o los camellos, los elefantes, los monos y las vacas en las calles de la India. Disfruto tanto de ese jolgorio faunístico (juntos, pero no revueltos: las focas siempre más cerca del mar, a dos pasos, que sólo han de dejarse caer de la roca para zambullirse en esas aguas plagadas de sargazos; los pelícanos sobre rocas planas más altas, como pistas de aterrizaje y despegue de un aeropuerto, pintadas de su propio guano, disciplinados y mudos, atentos a las órdenes de alzar el vuelo del jefe de grupo que siguen rechistar, encabezando uno la comitiva y siguiéndole el resto, hasta cincuenta, en fila india por el cielo, como una formación de aeroplanos; los cormoranes negros, por ser los más pequeños y discretos, en equilibrio en los acantilados, cayendo al vacío y aleteando, de tan poco espacio que tienen por ser los más pequeños de la escala en la disputa por el territorio) que me olvido de todos los males físico y psíquicos y a punto estoy de sucumbir ante la tentación de un helado que, mediada ya la tarde, se toma M.J. ante mis narices en el centro de la villa marítima, un Haägen Dazs.
Ya de regreso, por las autopistas, a pocos metros de llegar a casa, un ciervo mediano, hembra, cruza raudo la carretera y se pierde por un sembrado de naranjos, sin mirarnos, salvando su piel por centímetros.
─¿Y osos?─pregunto, ya puestos.
─Alguno hay. Una amiga mía oyó ruido por la noche, bajó a la cocina y vio dentro de ella a un oso que estaba husmeando en su nevera.
─¿Qué hizo?
─Llamó a la protección de animales para que se lo llevara.
─¿Y si fuera una persona la que estuviera rebuscando en la nevera?
─Bueno, entonces la podría haber matado. La casa de uno es sagrada.
Todavía hay sol cuando llegamos a Escondido.  Un par de ardillas, tamaño marmota, dan cuenta de la comida que M.J. deja para los pájaros en su jardín  Cinco pelotas de golf han caído dentro. Podría dedicarse a su reventa.
Oh, my godness!
Mi cena es suculenta: pan tostado con aceite, zumo de limón, té y jamón de york. Sigo adelgazando hacia la XL.
Como sobremesa nos ponemos una película sobre la fuga de presos judíos y ucranianos en un pequeño campo de exterminio cerca de Treblinka. Reconozco a un joven Rutger Hauer antes de ser el ángel replicante de Blade Runner entre los ucranianos, y a un Alan Arkin todavía con pelo liderando a los judíos. Fauna humana que asesinaba, y fauna humana que se dejaba asesinar. A veces es muy difícil, y letal, decir no, pero cuántas vidas se habrían salvado con millones de noes, y qué fatídica resulta la obediencia que convierte al hombre en máquina.    
   

Comentarios

Susana Sosa Villafañe ha dicho que…
con lo que te cuesta encontrarte cara a cara con un oso, allí por La Vall d 'Arán. Parece que los de USA son más friendly. Cuídate, JL.
José Luis Muñoz ha dicho que…
Sí, quizá sean demasiado amistosos, Susana, para mí educación europea. Gracias, amiga. Me cuido. Ya mejor.

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