DIARIO DE UN ESCRITOR


Santa Bárbara, 28 de abril de 2013

 

Los Ángeles siempre es una sucesión de atascos, pases a la hora que pases por la megalópolis, la más extensa, aunque no la más poblada (poco más de tres millones) del país. El tráfico se ralentiza, a pesar de los seis carriles por banda (podrían poner dieciséis y seguiría congestionándose, porque el problema no son las autopistas sino el número desmesurado de coches). Atravesar la ciudad es un Vía Crucis que pone a prueba al conductor más templado. Los rascacielos de cristal del Dowtown aparecen difuminados por la eterna contaminación que envuelve la ciudad y la convierten en la más contaminada del país. Una señal de tráfico verde, grande, señala Hollywood, sobre nuestras cabezas. Otra indicación, los estudios de la Universal. Dejamos la ciudad fábrica de los sueños  y epicentro de la novela negra atrás, en la que no hay ningún festival de referencia que lo reivindique, y el tráfico se arregla, como si un cirujano hubiera manipulado la arteria obstruida, y miles de coches, relucientes camiones de morro pronunciado, tirando de sus trailers, vuelven a bombear en uno u otro sentido ese cuerpo venoso de asfalto al norte de L.A.
Santa Bárbara es una ciudad de postal americana, dibujada para ricos, el extremo opuesto a Chinle, la ciudad navaja a dos pasos del Cañón de Chelly que recuerdo por haberme comido un bocadillo de un pie en su Subway. Aquí no hay traílers, caravanas ni casas prefabricadas sino mansiones enormes rodeadas de jardines y a la sombra de gigantescos árboles que trepan por las colinas y miran al mar. Ochenta y dos mil privilegiados habitantes de clase media alta que viven en calles que son cuidados jardines. La ciudad creció alrededor del convento que le dio su nombre, una iglesia encalada con dos campanarios acabados en cúpulas rosáceas, que se vinieron abajo en uno de los terremotos que sacuden periódicamente estas tierras y hubieron de reconstruir, y un perímetro monacal que se estructura alrededor de un precioso claustro lleno de árboles centenarios (una higuera australiana se remonta a 1790), palmeras oceánicas y millares de flores. El tiempo se detiene en cuanto se franquean sus muros y se deja el 2013 afuera para pasear por el 1780, cuando el convento empezó a edificarse bajo el auspicio del franciscano mallorquín Fray Junípero Serra.
Estoy a 10.000 kilómetros del Valle de Arán, quizá más, pero existe una conexión especial entre esos dos territorios, separados por tan inmensa extensión de agua y tierra, que va más allá de mi presencia circunstancial por estas tierras. Vaya por donde vaya, el nombre del primer gobernador de California aparece escrito o se le nombra en las películas divulgativas que proyectan en los recintos históricos que los norteamericanos, porque no tienen otros, cuidan con esmero: Gaspar de Portolá, el caballero aranés de Arties que fue uno de los pocos catalanes, si los araneses pueden considerarse catalanes, que participó en la colonización del Nuevo Mundo. Pero nadie habla aranés en California, seguramente nadie sabe dónde está ese Valle misterioso, ni catalán, y el castellano se pierde en la segunda generación de ese 52 por ciento de latinos que reside en California y podría forzar, en un referéndum, el bilingüismo..
Mientras dejamos a nuestra espalda el convento y su recogimiento, y el enorme prado verde que se extiende a su entrada y es una zona de ocio compartida por familias que hacen picnic, parejas que toman el sol en traje de baño sobre toallas, o una boda que ha sentado sus reales (tiendas de campaña, mesas, sillas…) sobre la hierba, y bajamos hacia el centro de la ciudad, que se concentra en la larga calle State, el tiempo cambia, se hace más fresco, y el sol se oculta entre nubes.
La calle State está flanqueada a ambos lados por comercios elegantes de ropa y decoración, restaurantes exóticos de la India, Tailandia, Vietnam, y unos cuantos viejos cines y teatros de vestíbulos grandilocuentes cuyas plateas será imposible llenar. Del interior de dos bares de copas sale el rumor de la juerga mezclado con música rock. Cuando llega a la playa, cruzando por un subterráneo la carretera, la calle State se convierte en un ancho muelle de madera que se adentra en un Pacífico, que hoy hace honor a su nombre, envuelto en una bruma perenne que no se ha levantado en todo el día y que alerta la campana de una boya solitaria que flota a la entrada del puerto. Mi memoria cinéfila me lleva de inmediato a La niebla, de John Carpenter, sobre una novela de Stephen King. En el muelle, además de un parking para coches, hay unas galerías comerciales y tres restaurantes tan encantadores como presumiblemente malos, como casi todos los restaurantes con vistas. Comprobamos, porque el hambre acucia, nuestras sospechas sobre la dudosa calidad de las comidas de Moby Dick, uno de ellos, a pesar de que sus precios son notables. Si tuviera un arpón a mano lo lanzaría contra el presunto cocinero, si es que dicho establecimiento lo tiene. O si fuera descendiente de Herman Melville les haría retirar el título. Lo mejor de esa cena de pescado empanado y frito, acompañado por pesadas patatas que saben a salsa barbacoa y caen como piedras en el estómago, es el pan con mantequilla que nos dan al sentarnos (tres rebanas racionadas que no reponen cuando las terminamos) y el caramelo de menta que acompaña la cuenta considerable. Comer decentemente en esta parte del país estoy viendo que es una misión imposible y seguro que Fray Junípero Serra tendría mejor condumio en su convento que nosotros cinco kilómetros y dos siglos más abajo.
Hemos dejado el coche aparcado cerca de la Misión de Santa  Bárbara, así es que tenemos que caminar los cinco o seis kilómetros que nos separan desde el puerto, subir de nuevo por la calle State que, al atardecer, se ilumina con los rótulos de los comercios y restaurantes que abren sus puertas a ella y tomar luego la tranquila calle Misión, a ciegas, porque ya es de noche cerrada y la iluminación pública, junto a la gastronomía, es uno de los déficits de este país. A las siete y media ya nadie anda por la ciudad salvo nosotros dos.

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