DIARIO DE UN ESCRITOR
Santa Fe, 14 de abril de 2014
Creo
que experimento hoy el síndrome de domingo tarde. O puede que lo capte a más de
ocho mil kilómetros de distancia de otra persona que lo sufre, porque es
contagioso. Influye que el día amanece gris y ventoso. Que, durante el camino
que hacemos de Santa Fe, con un cruasán en el estómago y un café con leche (con
nata, más bien) made in Starbucks
(descubrimos uno en las cercanías del Motel 6), las nubes no sólo no
desaparecen sino que se cierran no dejando paso al sol, y que el viento, cuando
llegamos por fin a Taos, tras cruzar un paisaje yermo de desierto, de tierra
quemada y arbustos que sobresalen apenas dos palmos, arrecia, se vuelve
endemoniado.
Taos,
el pueblo tradicional navajo, es patrimonio de la humanidad. Un pueblo de casas
de adobe y paja (las briznas asoman de
sus fachadas), de una o dos plantas, que si no fuera por el color ocre fuerte
de sus paredes podría pasar perfectamente por un poblado marroquí, y calles de
tierra.
Empujados
por el viento, que agita la bandera amarilla del estado presidida por una cruz
navaja, entramos en la tienda de Aspenwind, Viento de Aspen, un navajo artesano
que tiene un nombre muy apropiado con el día que hace y nos recibe con una sonrisa
de bienvenida y se muestra locuaz. Lo miro y tardo dos segundos en averiguar a
quién se parece: a Graham Greene, el actor indio de Bailando con lobos de Kevin Costner. No le fotografío. No puedo
fotografiar a ningún navajo porque le robo su alma. Así es que después de salir
de la tienda de Aspenwind, que recuperó su nombre tribal tras rechazar el
español que le impusieron, entramos en la pequeña iglesia de Taos, también de
adobe, blanqueada por dentro y en cuyo altar hay pintadas multitud de vírgenes
e indias navajo con trenzas. Allí no sopla el viento pero crujen las ventanas
azules.
Salimos
y el vendaval arremolina la tierra a nuestro alrededor formando columnas
salomónicas que van hacia el cielo. Las casas de Tao son pequeñas, de pocas
habitaciones, sin tejados a dos aguas sustituidos por terrazas a las que se
acceden por escaleras rústicas de madera. Y de tienda en tienda crece mi
depresión. No parece sentar muy bien la dieta blanca a este pueblo antaño
guerrero y ahora completamente sedentario. Los índices de alcoholismo, obesidad
mórbida y diabetes son altísimos entre ellos. Lo compruebo en mi paseo por Taos.
Todas las mujeres navajas que cuidan de sus tiendas de artesanía (collares,
pendientes, tomahawks, arcos, flechas, coronas de plumas, casettes con
canciones rituales, alfombras, mocasines, esculturas de osos) son obesas
mórbidas y una de ellas, que no puede ni alzarse de su asiento para recibirnos
cuando entramos en su tienda, aspira oxígeno de una cercana bombona. Ni rastro
de los altivos guerreros de antaño, definitivamente derrotados por las
costumbres del hombre blanco y apeados de sus caballos.
Un río
sagrado cruza el poblado. Lo atravesamos por un puente rústico de madera. Grupos
de perros nos miran con la misma indolencia que los nativos, ni se levantan
para seguirnos, ni nos ladran. Cuando le pregunto a un artesano navajo, que
está puliendo las piedras de un collar, si le puedo fotografiar trabajando la
respuestas es un escueto y seco No.
Así es que no robo el alma a ninguno de los vivos pero sí a los muertos.
El
cementerio está en un destartalado erial, a la salida del pueblo, y las tumbas
con montoncitos de tierra pegadas unas a las otras bajo los que deben yacer
cadáveres momificados o esqueletos blanqueados. Las cruces, muy juntas, no
están rectas sino torcidas y algunas se han vencido por el viento y han caído,
valga la redundancia, de cruces. Leo nombres hispanos, Montoyas, Cesareos, Garcías…Dos
tienen lápida de mármol, pequeña, porque combatieron en la Segunda Guerra
Mundial y en la guerra de Corea y se la debieron pagar con la pensión del
ejército. El cementerio y el pueblo parecen un escenario de película de Sam
Peckinpah. ¿Qué película? me pregunto mientras repaso con mi vista ese erial
sembrado de muertos que oyen silbar el viento. Grupo salvaje. Yerro. Se rodó en Durango pero bien podría haberse
filmado en Taos la balacera final en la que William Holden, Ernest Borgnine,
Rober Ryan y Warrem Oates masacran a los bandidos mexicanos.
Dejando
el poblado atrás nos dirigimos a la garganta (gorge en inglés, la misma palabra que en catalán) del Río Grande.
El río, al fondo de ese pequeño cañón que ha ido labrando sus aguas a través de
millones de años, se nos antoja pequeño desde la enorme altura del puente de
carretera que lo atraviesa. El viento es allí todavía más fuerte y hemos de
coger con fuerza la cámara y las gafas de sol para que no vuelen al abismo. Un
grupo de moteros de orondas barrigas y aspecto estrafalario, con chaquetas
Harley Davidson y banderas norteamericanas sobre sus cabezas, nos piden que los
fotografiemos, y accedemos.
Sopla
el viento con fuerza cuando regresamos al coche y vamos al Tao moderno, una
ciudad con falsas casas de adobe cuyo centro es La Plaza porticada en la que
ondean las banderas de la Unión y del Estado.
No es fácil encontrar un sitio para
comer. Finalmente, después de muchas vueltas, damos con un restaurante ubicado
en La Plaza que se llama Gorges y
pedimos el plato del día, pollo asado y pasta con salsa de queso y calabacines,
que entra bien en el estómago.
Taos
tiene un héroe nacional bien conocido: Kit Carson. Al contrario que otros mitos
de la frontera no tuvo mucha repercusión en el cine: una película que lleva su
nombre rodada en 1940 y algún espaguetti-western. Aunque nacido en Missouri, en
1809, a Carson se le vincula a Taos por sus matrimonios y residencia. El
aventurero fue trampero, explorador, cazador, oficial del ejército y masón. Su
casa está en la Road Kit Carson y se ha convertido en un pequeño museo. Pagamos
4 dólares cada uno para deprimirme yo. Su vida no fue un camino de rosas sino
de espinos. Se casó, al llegar a Taos, con una guapa arapahoe que disputó a tiro limpio a un francés que
pasó a mejor vida, pero ésta murió al dar a luz al segundo hijo. Su segunda
mujer, una cheyenne de mal carácter, le puso las maletas en la puerta de la
tienda harta de sus ausencias. Matrimonió entonces Kit Carson con Josefa
Jaramillo, una rica y hermosa hacendada local, con la que tuvo seis hijos. Uno
de sus hijos, a la edad de dos años, murió al caerse dentro de un caldero de
agua hirviendo. Y Josefa murió en el transcurso de su último parto. El coronel
Carson no pudo resistir tanta desgracia y se reunió con ella a los dos meses. Y
mientras era tan desdichado en amores, anduvo peleando contra tribus indias, se
hizo muy amigo de otras, participó en la guerra civil, cazó nutrias, castores y
ciervos y forjó su leyenda después de muerto.
No era
Kit Carson muy agraciado, al contrario de sus mujeres, que sí lo eran; aparece
en las fotos y cuadros que hay en su casa museo como hombre de pequeña estatura,
rubio de melena larga y rasgos toscos que un bigote, a edad madura, ennobleció.
En una vitrina cuelga su sable de coronel, con el que tantas cabezas de indios
y rostros pálidos debió abrir; en otra, sus dos pesados rifles de cuando cazaba
animales y humanos; y en una de las paredes un estandarte de la masonería a la
que perteneció.
Buscamos
por el pueblo la tumba del ilustre residente de Taos. No la encontramos por
ninguna parte. Preguntamos por ella a lugareños y nos dan instrucciones
confusas para llegar. Y regresamos sin rendir tributo a sus restos, un reto
para M.J. que siempre que va a Taos busca la tumba de Carson y se marcha sin
dar con ella.
Sigue
el cielo gris. Sigue el paisaje yermo y seco de viaje de vuelta a Santa Fe, y
un Río Grande que parece pequeño para trazar frontera en Texas, y tráilers,
casas prefabricadas y caravanas en medio de un paisaje polvoriento en donde los
guerreros navajos se consumen después de haber perdido sus caballos, su guerra
y su forma de vida.
Síndrome
de domingo tarde. Total. Y eso que, despistado, estaba convencido de que hoy era
lunes.
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