DIARIO DE UN ESCRITOR


Escondido, 4 de abril de 2013

Pasar el control de emigración en el aeropuerto de Los Ángeles es tan complicado y laborioso como hacerlo en el de Miami. Esa es la parte más dura del viaje cuya duración me ha parecido un soplo, quizá porque he estado leyendo unos cuantos capítulos de Perdida, atrapado ya en su intriga, escribiendo, escuchando música y entretenido comiendo la infame pitanza que sirven en los aviones. Así es que cuando veo esas enormes colas que se forman, porque los norteamericanos ponen toda clase de pegas para entrar en su país, empiezo a ponerme de mal humor, y más porque en ese enorme vestíbulo del aeropuerto, en el que los visitantes hacemos colas interminables para pasar por la supervisión del agente de aduanas, el aire acondicionado brilla por su ausencia y el calor es extremo, o quizá sea a causa de mi atuendo de leñador canadiense o aranés.

Aunque intento que sea una funcionario de emigración de aspecto hispano el que me interrogue, no lo consigo y paso por el escrutinio severo de un joven asiático que desiste de someterme a un tercer grado una vez comprueba mis escasas nociones de inglés y que me pregunta una cosa (realmente no sé lo que me pregunta) y yo le contesto lo que me parece. Me toma las huellas de todos los dedos de las manos, me hace la fotografía de rigor, busca una página libre en mi pasaporte y estampa el sello. Salvado.

La enorme maleta hace tiempo que alguien la bajó de la cinta número 3, la que corresponde al vuelo de Iberia. La tomo y todavía he de sortear un último obstáculo y cola: la que se forma en el control de equipajes ya controlados en el aeropuerto origen. Revisan las maletas de forma aleatoria, así es que rezo para que, ya que de forma también aleatoria fui cacheado en el aeropuerto origen, no tenga la misma suerte de que me revuelvan todo lo que llevo en la macromaleta y tenga que dar explicaciones en mi fluido inglés de todo lo que llevo. Suerte. Me libro tras hacer quince minutos de cola. Y entonces salgo y me encuentro con Mary Jo, más delgada que la última vez que la vi, que me da un abrazo (confiesa que ha saludado, porque su vista no es muy buena, a todo tipo canoso y con barba que salía arrastrando una macromaleta).

Sacar el coche del aparcamiento del aeropuerto es una pequeña odisea. Para un amante de la lógica no tiene ningún  sentido subir cuatro plantas y volverlas a bajar para salir por la planta baja en donde ya estaba estacionado el coche, pero  bueno, estamos en EE.UU y no hay que pedir peras al olmo. La Free Way que lleva a San Diego está congestionada con un tráfico denso, pero, por suerte, hay un carril vacío que sólo pueden utilizar los que lleven, como mínimo, dos ocupantes: nosotros. Oscurece a las siete y media de la tarde y me fijo en los coches que adelantamos por la vía rápida: mastodónticos Hummer, pick Ups, todoterrenos para repeler una agresión, vehículos todos que beben gasolina a raudales. El trayecto hasta San Diego no dura más de dos horas y media. Luego, un dédalo de vías que trepan por las colinas vecinas a la gran ciudad nos llevan a Escondido, población que hace honor a su nombre.

Escondido era, hace años, una zona de granjas agrícolas. Ahora las granjas han sido sustituidas por grupos de casitas que trepan por las laderas de las montañas y se concentran en las vaguadas. Las casas, aunque aparentemente sean de piedra, porque su exterior está cubierto por una grumosa pintura color crema, son todas de madera para que los tornados las destrocen a conveniencia. En un país con tan altísima tasa de delincuencia y violencia llama la atención la ausencia absoluta de medidas de seguridad en las casas. La de Mary Jo, en una pequeña urbanización típica norteamericana, con parterres de hierba verde perfectamente recortada delante de cada vivienda, arbolitos y banderas con las barras y estrellas delante de cada hogar, no es una excepción. Cualquiera que dé con ella (que eso es lo único difícil) puede, con una simple patada, derribar la puerta de entrada o colarse en el jardín trasero, a través del campo de golf vecino, y entrar por las puertas correderas de cristal de su salón comedor. No hay persianas de acero que bajen por la noche, no hay pesados cerrojos, no hay alarmas, no hay nada.

No experimento ninguna sensación de jet lag, ni tan siquiera estoy medianamente cansado, así es que, tras descargar mi equipaje, nos vamos a un enorme supermercado de Escondido, ciudad dispersa con núcleos de población aquí y allá, distantes todos ellos entre sí buen número de millas, a aprovisionarnos. El supermercado es el que aparece en algunas películas norteamericanos: gigantesco, con pasillos por donde podría pasar perfectamente un Hummer artillado de la guerra de Irak sin problemas de espacio. Parece un hangar para bombardeos B52 dadas sus dimensiones. La vista se pierde en su interior. Menos rifles de asalto, venden de todo. Pero de todo a lo bestia. Intento, por ejemplo, levantar un melón, y no puedo. Las cebollas blancas son del tamaño de mi cabeza. Para las calabazas hay que coger un tráiler. Venden vacas enteras, cerdos, salmones. Para una población tan dispersa, que vive en urbanizaciones en donde no hay una sola tienda, tiene su lógica. Cada americano almacena en su casa, cuando acude a unos de esos gigantescos supermercados, comida suficiente para resistir un ataque nuclear norcoreano y no tener que salir en meses de casa. En sus neveras caben reses enteras, despiezadas, del mismo modo que pueden meter el cadáver descuartizado del vecino si les incordia. Deambulo por ese macrosupermercado, entro en enormes compartimientos en donde la temperatura es polar y tiritan fresas, huevos, algunas lechugas y pimientos extraordinariamente caros,  como yo tirito, paseo la vista por una infame sección de libros, me deleito en la de vinos en donde encuentro caldos de todo el mundo menos de España, país que se sabe vender tan bien, y me detengo especialmente en los blancos de California, en los Riesling que van a parar al carro de compra con cervezas, Coca-Colas y naranjadas. En la sección de comidas del macrosupermercado puede uno comer tapitas. Norteamericanas de todas las edades, razas y calibres vocean las especialidades culinarias que calientan en sus cocinas ambulantes y ofrecen a los clientes del supermercado. Algunas de esas tapas tiene un sabor más o menos decente; otras van directamente a los enormes cubos de basura. Si la tapa te satisface puedes comprar la preceptiva latita y calentarla en el microondas de la casa: gastronomía norteamericana. Paseamos por pasillos en donde el paquete más pequeño de mantequilla es del tamaño de un ladrillo, se amontonan sacos de arroz de veinticinco y cincuenta kilos que sólo chicarrones del norte podrían cargar en España, helados talla XXXL, pizzas para compartir en comunidad, quesos como ruedas de coche… Hay que tener buena musculatura para coger todos esos alimentos y ponerlos en el carro. Yo, con mi lumbalgia, desde luego no. Al final, cuando ya tenemos el carro medio lleno, y el estómago también de todas esas porquerías que hemos tomado, metemos todas las compras en el Hyunday (la fidelidad de Mary Jo a las marcas coreanas de coches viene de largo) y regresamos a casa.

Sentado en el jardín, sin más ruido que el de los pájaros y el aleteo incesante de los colibrís (que yo, en mi ignorancia, tomé por un gordo insecto) Mary Jo me ofrece una enorme jarra XXXL de cerveza que tiene en el congelador y en la que vierte un par de Coronitas y pone luego a mi disposición un enorme plato de nachos con guacamole casero que ella misma ha hecho trinchando aguacates maduros con zumo de lima y sal. Temo, en tres meses, convertirme en una de esas moles ambulantes que correteaban por el supermercado, masas informes de carne XXXL que compraban comida de la misma talla para saciar sus insaciables estómagos, y eso que ahora hay una compañía aérea que ha iniciado una cruzada contra los obesos y les va a pedir un suplemento extra, de acorde con su peso, a la hora de comprar su billete.

Antes de que se haga de noche cojo una desvencijada bicicleta que hay en el garaje, que chirria de no haberse engrasado nunca, y pedaleo frenéticamente detrás de Mary Jo por el cercano campo de golf aprovechando que ya no quedan jugadores, y damos una vuelta por toda esa urbanización que yo imaginé, años atrás, sin haberla visto ni haberla recorrido en persona como hago ahora, en La Frontera Sur, cuando el mexicano Fred Vargas, homenaje a la novelista francesa y a Charlton Heston en Sed de mal, va a chantajear a Mike Demon.

Cenamos a las ocho, ya de noche, en el interior de la casa, gazpacho y tortilla de patata mejorables (un día me meteré yo en los fogones y daré una clase magistral de cómo debe hacerse una tortilla española) y brindamos con vino Riesling del Valle de Napa mientras rememoramos alguna de las escenas desternillantes de Entre copas.

Y me retiro a mi aposento, tras quedarme medio dormido en un sofá extensible del salón viendo un programa de osos negros, para irme familiarizándome con ellos, en el ala oeste de la casa, un cuarto de estilo mexicano, con las paredes pintadas alternativamente de azul oscuro y fucsia, el mismo color, me doy cuenta ahora,  de la indumentaria con la que Mary Jo ha ido a recibirme al aeropuerto de Los Ángeles.

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