DIARIO DE UN ESCRITOR
Tukwila, 9 de mayo de
2013
Hoy la mañana empieza bien. Desayuno en el
Starbucks que hay al lado del Days Inn y al que, como buenos americanos, no
vamos andando, a pesar de que está a menos de cincuenta metros de la puerta del
motel, sino en coche, no vayamos a cansarnos por el camino. El expreso está más
que aceptable, pero el cruasán, recién hecho y con sabor a mantequilla, es exquisito.
Mientras M.J. hojea un US Today yo me
decanto por el New York Times. Trato
de leer, con escasa fortuna, un artículo sobre Salinger. Me pregunto, mientras
intento sostener el diario con mis manos, el porqué de su formato alargado que
me resulta tan sumamente incómodo. Alguna razón hay, sin duda.
Cuando llegamos a Seattle por la autopista que
une Tukwila con el importante puerto marítimo (vemos cientos de contenedores
procedentes de China, y un barco varado en un muelle, el Hanjin, que los
descarga) el día es típico de la zona, de los que alientan al suicidio o al
alcoholismo a sus algo más de 600.000 habitantes que lo sufren 300 de los 365
días del años: una bruma espesa impide ver las últimas plantas de los
rascacielos del downtown y decolora
el mar.
Seattle, pronto me doy cuenta, es más canadiense
que norteamericana, y, por ende, más europea. Seattle responde a la idea de
ciudad convencional que se tiene en Europa y en el Este de Estados Unidos:
calles amplias, edificios de todos los tamaños, aceras para pasear, transporte
urbano frecuente y más gente andando, o la misma, que desplazándose en coche. Seattle,
además, tiene menos locales de comida basura por habitante que California, goza
de un populoso mercado de comida en el que abunda el pescado fresco y la carne
está ausente, y sus habitantes son mucho más delgados que en el resto del
Oeste, o el porcentaje de obesos mórbidos es mucho más inferior a simple vista,
según constato nada más llegar. ¿A qué se debe? A una dieta más equilibrada con
presencia de pescado (que no se come en el resto del país), a que la gente se
mueve (va andando, en transporte público o en bicicleta al trabajo) y hace
deporte: contabilizo centenares de corredores de footing por los alrededores del puerto.
Pikes Peak Market, a tiro de piedra del puerto,
es como el mercado de la Boquería. La animación que reina en ese recinto de
tres plantas la dan los vendedores, que vocean sus mercancías e intentan
seducir al posible comprador, y los visitantes que pasean por delante de las
paradas y se detienen a comprar. Abunda el pescado, salmones y gambas
gigantescas, centollos, bogavantes, y los pescaderos, a un lado y otro de los
mostradores, hacen alarde de simpatía con los visitantes; pero hay bisutería, toda
clase de artesanía, cuadros, mermeladas ecológicas, cinturones de cuero, una gran
variedad de flores (que venden única y exclusivamente orientales que parecen
tener su monopolio), pasteles, verduras de bodegón…Y músicos, músicos por todas
partes: dos chicas que cantan a capella
delante de los vendedores de flores country
west y son animadas por palmas por los que se detienen a oírlas; un tipo
con sombrero vaquero y barba que le da al banjo y a la armónica delante de los
puestos de pescado.
Tanto colorido interior, el del Pikes Peak
Market, contrasta con la grisura exterior en cuanto tomamos unas escaleras que
pasan por debajo de una carretera y, tras cruzar un territorio en donde tribus
de vagabundos se calientan con fogatas y envuelven sus vapuleados cuerpos en
sus sacos de dormir, nos llevan a los muelles de madera sobre columnas en el
mar. La bruma sigue sin levantarse, cubre la mitad de los edificios de la
ciudad y da al agua tal tono lúgubre que dan ganas de tirarse o emborracharse
con una botella de Jack Daniels.
─Estás viendo la ciudad en su salsa, tal como es
siempre─ironiza MJ.
─Pero había dicho que el hombre del tiempo
preveía día soleado para hoy.
─Pues se ha equivocado.
Para huir del desapacible tiempo, y para matarlo,
porque con el frío y la bruma pasear por la ciudad no apetece, decidimos
adelantar el lunch aunque falten diez
minutos para el mediodía.
Sobre uno de los inmensos muelles de madera tipo
palafito que hay en el puerto alza sus paredes el Fish─Bar Anthony, una cadena de restaurantes de pescado que se
caracterizan por estar siempre encarados al mar. La sensación, cuando entro y
nos acomodan en una mesa pegada a la cristalera, es que por fin voy a comer
bien. Y no me equivoco. Por primera vez en los más de treinta días que llevo en
este país, y para hacer justicia, diré que disfruté comiendo. La ensalada César
estaba en su justo punto (las hojas de lechuga cortadas en pedacitos pequeños,
bañadas en una salsa de queso, con queso rallado encima, valga la redundancia,
y exquisitos tropezones de pan frito); la sopa de pescado con salmón, almejas y
mejillones con una base de tomate frito, estaba realmente deliciosa; y el
postre, una creme brulé, parecida a
la crema catalana, que tanto echo en falta, mejor que ésta para ser justos y
objetivos. Así es que hoy me retracto y digo que hay algunos sitios de este
país en donde se puede comer de forma aceptable, incluso en la costa Oeste, pero
eso sí, a 30 dólares el cubierto. Además los camareros de Fish─Bar Anthony de Seattle son especialmente esbeltos y diligentes
(no tardan en traerte la bebida, en dejar los platos de comida en la mesa, en
retirarlos una vez te los has comido, y en presentarte la cuenta sin tener que
pedirla) y en los urinarios del restaurante, un detalle que aprecio, un buen
número de televisores de plasma te ofrecen las noticias de la CNN mientras vacías la vejiga.
Para colmo de satisfacciones, cuando salimos de Fish─Bar Anthony, al que regresaremos
mañana para repetir la agradable experiencia gastronómica, la bruma se ha evaporado y luce cielo y mar
azul, cosa que no esperábamos. Tan despejado ha quedado el día que optamos por
subir a una enorme noria junto al mar que nos ofrece excelentes vistas a ojo de
pájaro de Seattle.
Por sus calles en cuesta pronunciada y su
disposición frente al mar, la ciudad más importante del estado de Washington
puede recordarle al viajero que llegue a ella San Francisco. Así es que subimos
por unas cuantas calles empinadas, como una ondulación, que nos acercan,
dejando el brazo de mar a nuestras espaldas, a la plaza de los Pioneros.
La antigua ciudad era de madera, como buena
parte de las ciudades del Oeste americano, hasta que un incendio pavoroso
seguido de un terremoto la convirtió en una ruina y decidieron que los
edificios, de aquí en adelante, serían de piedra o ladrillo. En Seattle, en los
tiempos del salvaje Oeste, recalaban buscadores de oro camino de Alaska y
tramperos. Pronto se dieron cuenta esos colonos pioneros que no valía la pena
cultivar el terreno, por el esfuerzo que suponía talar miles de hectáreas de
bosques, y que era más inteligente comerciar con la madera que tan
abundantemente les ofrecía la naturaleza. La sobreabundancia de hombres, y la
escasez de mujeres (la proporción estaba en diez a uno, con lo que es fácil
imaginar la de disputas que habría a cuchillos en los saloones de la ciudad por conseguir los favores de una dama) hizo
que vinieran a la ciudad unas cuantas caravanas de prostitutas para calmar los
ardores de esos machos rudos y levantiscos. Prostitutas europeas, pero también
orientales, que ejercían su oficio de forma disimulada haciéndose pasar por
costureras. Como en sucesivas redadas los puritanos no encontraran hilo de
coser ni agujas por ninguna parte, tomaron la inteligente decisión de que las
mujeres públicas contribuyeran con sus impuestos a alimentar el erario público
de la ciudad.
La antigua Seattle es un amasijo de hierros
retorcidos, inodoros desportillados, sofás polvorientos, muros cubiertos de
moho y paredes de madera podridas que la ciudad conserva en unas catacumbas
subterráneas como tesoro histórico. A mí esa acumulación de desechos que
parecen haber sido almacenados por alguien que sufre el síndrome de Diógenes,
me parece una filfa.
Pionear Square es una placita con una abundancia
de vagabundos por metro cuadrado considerable. La proporción de negros entre
los homeless (dos negros por un blanco) es tan inexplicable como no encontrar
nunca un oriental entre los miembros de esa tribu de soñadores que van con la
casa a cuestas y tienen por techo las
estrellas. Algunos nos piden dinero, agitando sus vasos de parafina con monedas
que tintinean, pero la mayor parte ni se molesta en hacerlo, permanecen como
estatúas en los bancos de su propiedad o charlan animadamente entre ellos en
las proximidades de un albergue que los acoge en las frías noches.
De vuelta al coche asistimos a una aparatosa
detención en directo. Un grupo de policías en bicicleta pedalean furiosamente
por la acera. En sus camisetas amarillas y en su casco se lee claramente la
palabra sheriff. Se bajan casi en
marcha para coger a un tipo fornido que no se resiste a que le pongan las
esposas a la espalda. Ignoro si al detenido se lo llevarán pedaleando.
Seattle y sus alrededores es más mar que tierra,
una sucesión de islas unidas por puentes que salvan brazos de mar que forman
una retícula. Intentamos, en vano, tener una buena visión de la ciudad desde
alguna isla de enfrente, pero la de la Merced, una pequeña a la que llegamos
cruzando un puente con el coche, no tiene una sola playa privada que nos
ofrezca esa perspectiva porque toda la costa de esa pequeña emergencia de
tierra tiene su dueño particular que goza de vivienda residencial y embarcadero
a pie de casa (aquí no hay ley de costas), así es que regresamos a nuestro Days
Inn de Tukwila frustrados, encendemos el televisor y nos hartamos ya tanto del
caso Castro, ese demente de origen mexicano que retuvo y violó a tres chicas
durante diez años y que se ha hecho tristemente célebre (también podrían
explicar por qué la policía no hizo absolutamente nada durante esos diez años a
pesar de que las tres desapariciones tuvieron lugar muy cerca unas de otras) y
nos pasamos a otra cadena que habla de otra demente, la hispana Jodi Arias, que
seguramente será crucificada y enviada al otro mundo con la inyección letal en
Arizona por haber asesinado a su novio. El aspecto de la chica, de voz tan
dulce como sus rasgos faciales, espiritual, hace difícil relacionarla con
crimen tan horrendo (el novio recibió un disparo, fue degollado y apuñalado en
el cuerpo 27 veces), pero en este país el que la hace la paga, algunos la pagan
sin hacerlo, y hay otros que pueden hacerlo impunemente (ya nadie se acuerda
del sargento sargento Robert Bales que exterminó a toda una familia afgana
por una cuestión de galones).
Mañana partimos en barco hacia Alaska y mi
aspecto, con una barba crecida y una melena considerable que quizá precise
pronto de coleta, con la piel quemada por el sol, se va pareciendo
peligrosamente al de uno de esos tramperos o buscadores de oro que llegaron a
este país para hacer fortuna. A Alaska se la conoce por el nombre de la última frontera. Y voy cincuenta y
cinco años después de leer a Jack London.
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