DIARIO DE UN ESCRITOR
Vancouver, 30 de mayo de 2013
Los dramas en la montaña siempre me conmocionan. Las
altas cimas exigen esfuerzo sobrehumano y recompensan un instante, pero yo no
soy capaz de jugarme la vida que, por muy larga que sea, siempre me parece
corta, y prefiero otros tipos de adrenalina a la del escalador.
Juanjo Garra es la enésima víctima del Himalaya, el
punto más cercano al cielo, y murió próximo a una cima llamada Dhaulagiri. Una
lesión tonta en otro lugar, allí resultó mortal. Leo la noticia en un periódico
digital, mientras MJ intenta llevar el Hyundai a un taller cercano para que le
repongan el vidrio roto, y me llaman la atención dos aspectos del drama. Por la
zona había dos grupos de escaladores, uno japonés y el otro francés, que bajaron,
asustados, a su campamento base cuando supieron del accidente. No hubo por
parte de esos deportistas de élite que competían con el desafortunado Juanjo
Garra llegar a esa cima el más leve intento de ayudarle. El Himalaya es una
montaña tan cruel como los que la escalan que pagan una fortuna y no parecen
dispuestos a socorrer a los moribundos que encuentren en su camino y les
desvíen de su sueño. Mientras esos dos grupos bajaban a buscar refugio, el
sherpa anónimo que acompañaba a los expedicionarios volvió sobre sus pasos para
socorrer a Juanjo Garra e intentar cargarlo sobre sus espaldas: no pudo y el
alpinista leridano murió de congelación.
En los ascensos al Himalaya se llevan la gloria, o
mueren en el intento, tipos que vienen de muy lejos para desafiar esas montañas
letales. Los laureles o los llantos son para ellos. ¿Y qué es de los sherpas
que ascienden con el mismo esfuerzo, o más, porque suelen ir cargados con la
impedimenta en esas alturas? Pues nada, ni se les nombra, ni figuran sus
nombres al lado de esos alpinistas de élite. Podemos consultar los nombres de
todas y cada una de las víctimas del 11S, pero no las de los cientos de
miles que murieron y mueren en Irak y Afganistán que no tienen nombres ni
apellidos. Utilizamos la misma e injusta vara de medir porque hay muertos y
vivos de primera clase y de segunda, o tercera. El sherpa Keshab Gurung es el
verdadero héroe de esta frustrada historia de gloria alpina que no pudo ser.
Casado y con dos hijos, este abnegado ayudante volvió sobre sus pasos, cuando
acompañaba en el descenso a Lolo, compañero del finado Garra, y no le importó
poner en riesgo su propia vida para intentar salvar la del escalador catalán
lesionado, algo que no estaba en su contrato. No lo consiguió, pero su gesto es
una heroicidad, una más, de las muchas que los sherpas protagonizan sin
preguntarse por qué vienen a Nepal gentes de todo el mundo a escalar sus cimas
sagradas. Así es que escribo una y otra vez su nombre: Keshab Gurung, Keshab
Gurung, Keshab Gurung...
Pero volvamos
a Canadá, al aquí y ahora de un día que los meteorólogos pronosticaban un 30%
de posibilidades de lluvia y se cumple. Lo que iba a ser un trabajo rápido,
sustituir la ventanilla destrozada, se alarga. MJ no encuentra el taller en
donde le repondrán el cristal roto, así es que la acompaño y nos dejamos guiar
por el GPS antiguo que ella detesta por barrios de Vancouver que no conocemos
ni tenemos ganas de conocer. Las distancias en las ciudades de Canadá que baña
el Pacífico, como sucede en el Oeste estadounidense, son inhumanas porque
fueron diseñadas a escala de automóvil cuando éste sustituyó al caballo. Tras
vueltas y revueltas el GPS nos deja en un taller regentado por hindúes. En la
recepción una menuda chica de ese lejano país, o quizá nacida ya en Canadá, y
sobre las mesas revistas de Bollywood con los chismes sobre sus actores y
actrices más populares, los próximos estrenos y los rodajes en marcha.
Lo que iba a
ser una cuestión de coser y cantar, se complica. El taller pidió la ventana
equivocada y tiene que cursar una nueva petición a fábrica. Eso llevará un par
de horas. Así es que vamos a un cercano hotel situado a una milla que nos
indica un amable jubilado de la policía montada que entra en el taller y que
nos confirma que Chinatown de Vancouver es tan peligroso como el Chinatown de
Los Ángeles que tan magistralmente retrató el octogenario Polanski en su film
negro del mismo nombre.
Polanski con
ochenta años, sí, aunque parezca mentira. Tampoco aparentaba la edad que tenía
el gigante Julio Cortázar cuando murió en París poco después de que lo hiciera
su amada Carol Dunlop. Polanski tendrá cara de adolescente si llega a los cien
años y sigue con su melena, ahora blanca. Tanto genio en tan poco volumen de
músculo y hueso. Me siguen fascinando, además de Chinatown, cuya escena final es
de las que le sacuden a uno (Faye Dunaway muerta sobre el claxon de su coche), El cuchillo en el agua, Repulsión,
La semilla del diablo, Cul de sac, El pianista, La muerte y la doncella.
Supe por primera vez de él a través de un sketch en una película que ni
siquiera figura en su filmografía: Las
más famosas estafas del mundo, y Jean Luc Godard y Claude Chabrol firmaban
dos de sus episodios. Nadie sabía, por entonces, de Polanski, pero yo me fijé
en esa historia corta modélica firmada por un polaco judío que había estudiado
cine en Cracovia y que creo protagonizaba Catherine Deneuve, pero esto es una
digresión cinematográfica al aquí y ahora de Vancouver, adonde vuelvo tras ese
viaje al pasado.
Por pedir,
porque no tenemos hambre, y por matar el tiempo, que nos sobra, desayunamos de
nuevo café canadiense, tan aguado como el americano, huevos revueltos con
verdura que vienen en un bocadillo, y fruta variada en la cafetería de ese
hotel situado a una milla del taller de coches. Hay en teoría Wifi, para
engatusar y como reclamo, pero a la media hora lo cortan para que el cliente se
largue y deje la mesa libre. Creía que eso sólo era práctica común de un bar
granadino que solía frecuentar en mi séptima vida por sus jugos de mango y al
que dejé de ir por dejarme los mails a medias, pero veo que en Vancouver, a
diez mil kilómetros, siguen tretas parecidas. Por no funcionarles, a la
cafetería de este hotel, que no nombro, tampoco les va la máquina visa. Y
tienen prisa en que dejemos la mesa, porque cobran el efectivo que deja MJ a la
voz de ya. No saben que van a tener que aguantar a esa pesada pareja de edad
próxima a la de Polanski durante un par de horas o más, y seguramente la
mánager tan diligente como pesada (me ha preguntado por dos veces, en inglés,
si ya he terminado mi trabajo, es decir, si he acabado mi desayuno) nos
traspasará varias veces con la mirada para ver si terminamos de una vez ese
café aguado, y ya frío, o acabamos de beber con pajitas ese vaso de agua helada
en la que lentamente se van disolviendo los cubitos de hielo. ¿Por qué ponen
pajitas en los vasos de agua de Canadá y Estados Unidos? Otro misterio.
A las doce y
cuarto tenemos en nuestras manos el Hyundai fucsia, resplandeciente, con
ventana nueva y limpio de los añicos del estropicio de la tarde anterior. Así
es que seguimos con el programa previsto que el ladrón de ayer alteró.
El Capilano
es un puente colgante que es una de las atracciones turísticas de Vancouver.
Alrededor de él han montado una especia de parque temático que cuesta 35
dólares canadienses por persona con pasarelas, tótems, puentes colgantes
extras entre árboles, en uno de los bosques más espectaculares que recuerdo
haber visto. El puente, de 163 metros de largo, que cruza el fragoroso río
Capilano a setenta metros de altura está suspendido por cables de acero que
aguantan el peso de un millar de personas, que no caben. Existe un puente desde
1889 y el primero lo construyó un tal George Grant McKay para ir a los terrenos
que compró en la otra orilla, pero el de ahora no es el original de soga y
madera de cedro. Recorrerlo de un extremo a otro, con su balanceo permanente,
provoca vértigo y mareo. En ese corto trecho de poco más de 163 metros me
encuentro bastante peor que en mi travesía por el golfo de Alaska. Será por los
huevos revueltos del segundo desayuno del día.
El bosque
que hay al otro lado del puente colgante es sencillamente espectacular y uno de
los más bellos que recuerdo haber visto nunca. Lo recorremos por senderos,
escalinatas, pasarelas y puentes colgantes más cortos que enlazan los
gigantescos cedros de dos metros de diámetro y más de cien de altura. En ese
bosque húmedo y compacto, en el que las copas de los árboles se juntan y no
dejan ver la luz del sol, si la hubiera, porque continúa lloviendo, hay árboles
que tienen más de mil quinientos años. Desde las pasarelas aéreas que recorren
ese entramado de árboles mirar hacia abajo produce vértigo. Cuando británicos y
franceses emprendieron la conquista y ocupación de Canadá esas fortalezas
aéreas y milenarias podían esconder perfectamente de la vista de los soldados
invasores a los nativos que los emboscaban y caían sobre ellos descabalgándolos
de sus monturas o les disparaban flechas como guerreros invisibles. El de
Capilano, topónimo indígena, es un bosque épico, de leyenda, al que le sobra,
como en todo enclave de belleza suprema, la huella del hombre y el hombre
mismo. Alguien me dijo una vez que estaba disfrutando de los paisajes del Valle
de Arán y que notaba que sobraba de ese paisaje. Algo así pienso en el bosque
de Capilano y de las docenas de turistas chinos, porque hay chinos en Vancouver
por todas partes, chinos que viven y chinos que visitan la ciudad. Así es que
abstraigo esos árboles gigantescos, cíclopes de la naturaleza, los enormes
helechos, los arroyos fragorosos y ese río furioso que corre setenta metros
abajo de todos los que lo recorremos y mancillamos por 35 dólares canadienses.
Y mientras recorro Capilano, en uno de mis estados de éxtasis por la
naturaleza, disfrutando de cada rincón de ese bosque mágico, me viene a la
memoria El último mohicano,
la excelente novela de aventuras de James Fenimore Cooper, que ya ningún niño
lee, y la estupenda versión para el cine que hizo Michael Mann con Daniel
Day-Lewis interpretando como Hawkeye, el fiel compañero de Uncas, porque este
paisaje boscoso me recuerda al del film de aventuras romántico que veo una y
otra vez disfrutándolo siempre.
MJ compra en
la tienda de Capilano, porque al bosque hay que sacarle rendimiento y antes de
la salida los visitantes han de pasar por ella, cinco fudges, unas empalagosas y
pegajosas porciones de gomoso chocolate y azúcar que se pegan al paladar, son
bomba calórica y veneno para las arterias.
Grouse
Mountain, de 1231 metros de altura, es la montaña más alta y próxima a
Vancouver y el teleférico que sube a su cima parte de una estación próxima a
Capilano. El día sigue lluvioso, pero eso no impide que disfrutemos de una
vistas espectaculares de la ciudad rodeada de canales e islas por todas partes
mientras la cabina sobrevuela un bosque vertiginoso que crece por la empinada
ladera de la montaña, muy tupido, sin dejar un solo espacio a un prado. En la
cima en donde nos deja la cabina del teleférico llueve con fuerza y hay grandes
bloques de nieve que no se han derretido todavía, así es que entramos, para
guarecernos, en el acogedor centro de visitantes y esperamos a que escampe la
lluvia viendo cuatro documentales en su cinematógrafo sobre una lechuza que
hospitalizaron y una par de cachorros de oso grizzli, uno cuya madre murió
atropellada por un coche, y otro que encontraron vagando por un monte cercano,
que adoptaron los cuidadores de Capilano y albergan ahora en un espacioso
vallado al aire libre a pocos metros del centro de visitantes, pero los osos,
cuando vamos a verlo, no salen de su cueva.
El día se
despeja, después de que las nubes descargaran la lluvia que llevaban, y
decidimos, ya que hemos pagado por siete horas de parking y 35 dólares cada uno
por coger ese teleférico, quedarnos a tomar algo en un restaurante con vistas
cuya clientela, mayoritariamente joven, viste pantalón corto y camiseta porque
seguramente subieron a Grouse Mountain caminando por un sendero. Pedimos un
plato de hummus, que nos
lo sirven con aceitunas deshuesadas, y un pastel de cangrejo que no es otra
cosa que una hamburguesa de pescado. Sueño con un pastel de cabracho mientras
como esos pequeños bocadillos que nos deja en la mesa una joven camarera,
seguramente una estudiante que se paga su carrera de esa forma. La cerveza
local, la canadiense Molson, rubia y suave, entra bien al paladar. La cuenta,
también. 50 dólares cuesta ese aperitivo que nadie en su sano juicio puede
considerar cena.
De regreso
al hotel, el antiguo GPS que detestaba MJ nos hace un recorrido turístico por
una serie de parques de Vancouver que no conocíamos y hasta nos saca de la
ciudad en un viaje de hora y media que estoy seguro podríamos hacer en menos de
una hora. El GPS de voz varonil ya debe de estar vendido a algún perista de
Vancouver. Elucubramos sobre los cómplices que debió tener el ladrón, y el
chino que, en teoría, vigilaba el parking, tiene todos los números para serlo.
Él debió ser quién vivo el GPS en el parabrisas, avisó a su cómplice que rompió
el cristal con un mazo y deben de estar ambos repartiéndose las ganancias.
Además debió de sonar la alarma y el encargado del parking tuvo que oírla por
fuerza.
Un viaje sin
incidentes es como una ensalada sin aliñar.
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