DIARIO DE UN ESCRITOR
Anchorage, 17 de mayo
de 2013
Ya
no sé el tiempo que llevo en Alaska. Empiezo a sufrir síndrome de desorientación que achaco
a mi aproximación al polo magnético y a los horarios. A las once de la noche
aún es de día, aunque nunca luce el sol como no sea por una explosión nuclear,
y a las cuatro ya hay luz por las calles. Llevo semanas sin ver cielo azul, y no
he ido a una licorería a comprar una botella de whisky, porque no sé dónde
están, ni a una armería a hacerme con una Smith and Wesson y volarme la cabeza.
Aunque comprendo a los que lo hagan. A los que se ahogan en alcohol, como esos
grupos de inuit borrachos que vimos desafiando el frío en la calle, o
suicidándose sentados en la taza del váter.
Anchorage
es sencillamente espantosa, no tiene el más mínimo encanto y parece imposible
que doscientas mil personas se condenen a vivir en ella. Salimos con el cielo
cubierto para dirigirnos al Alaska Native Heritage Center, que está a las
afueras de la ciudad, una especie de centro cultural de los diferentes grupos
étnicos que pueblan, es un decir, este estado que casi es la tercera parte de
Estados Unidos, y cuando estamos a mitad de camino, bien dirigidos por ese
nuevo Gps, empieza a nevar, con fuerza. La tormenta de nieve que anunciaron
ayer se cumple.
El
centro es un edificio moderno y acristalado que funciona también como escuela
para los nativos del estado. Alrededor de un lago, helado, han reproducido los
distintintos tipos de cabañas que utilizan cada una de esas tribus. Algunas
tienen entradas diminutas, por las que literalmente hay que arrastrarse; otras
son construcciones robustas de maderos sellados con barro que conservan bien el
calor del fuego y tienen un lucernario en el techo para que entre la luz; las
hay que son iguales que suaves lomas, que alguien no avezado no distinguiría en
el paisaje y pasaría de largo, porque las han cubierto con ramas, tierra y en
ellas crece la vegetación y hay que estar muy atentos para descubrir la pequeña
obertura de la entrada. Dentro, los utensilios de caza, los arpones y cuchillos
de marfil de morsa, los cántaros de agua hechos con la piel de una foca cosida,
los abrigos de caribú, las palas para andar por la nieve, mocasines,
instrumentos de percusión fabricados con una piel tensa, y, en el exterior, los
impresionantes tótems, esos troncos de árboles en los que los artesanos han grabado
a sus animales mágicos de la tribu, que los representan, clavado en la tierra,
alrededor del helado lago, y esqueletos y costillas de gigantescas ballenas,
los cetáceos que cazan a bordo de los kayak, piraguas de un solo ocupante, con
casco de piel de morsa y cuyo manejo exige especial pericia al remero para no
volcar, ponerse boca abajo y ahogarse.
Nieva
con fuerza, así es que después de meternos en cada una de esas chozas y
cabañas, unas grandes, espaciosas, otras reducidas, vamos a la sala de actos en
donde un grupo de muchachos de la etnia athabascan, la que puebla esta zona,
nos hacen una demostración de sus juegos, fundamentalmente de agilidad y fuerza
que los mantienen en forma para
deslizarse por el hielo sin ser advertidos por las focas que deben cazar o
saltar, sin resbalar, de témpano en témpano. Un adolescente golpea con el pie,
haciendo una cabriola en el aire, una pelota suspendida que cada vez coloca más
alto.
Viven
en Alaska unos 150.000 nativos, casi la tercera parte de su población. En la espina que
bordea Canadá por uno de sus costados están los eyak, tlingit, haida y
tsimshian; en la parte central, en donde nos encontramos, y lindando también
con el vecino del sur, los athabascan; en el norte, los iñupiaq y yupik; a
continuación los yup’ ik y cup’ik; y en
el archipiélago de las Aleutianas, próximos a Siberia y Japón, un rosario de
islas que parecen las vértebras de una ballena, los unangax y alutiiq; suelen
tener dentro de la tribu dos clanes, el del grajo, esos gigantescos cuervos que
tienen que tomar carrerilla para correr, y el del águila, debiendo matrimoniar
los de un clan con los del otro, pero nunca entre ellos, y se ejerce un
matriarcado porque los hijos pertenecen al clan de la madre. Construyen los
kayak exclusivamente con piel de morsa hembra, porque las hembras la suelen
tener íntegra mientras los machos las tienen perforadas por las numerosas
dentelladas que se dan en sus riñas tumultuarias. No viven en reservas los
nativos de Alaska, sino que ocupan el mismo territorio de sus antepasados, cosa
que no sucede con sus hermanos de los cuarenta y ocho de abajo. Y se entienden,
a nivel de idioma, perfectamente con los apaches y navajos porque forman parte
del mismo grupo étnico. Llegó toda esa migración a una América despoblada desde
Siberia, de ahí los rasgos orientales de casi todos ellos, cruzando el estrecho
de Bering que la separa de Alaska y que entonces debía estar helado, y esos
pueblos siberianos fueron descendiendo por todo el continente americano hasta
el sur, hasta la misma Patagonia para ser descubiertos
por Cristóbal Colón por pura
equivocación. Civilizamos a unos pueblos que llevaban cuatro mil años de
civilización a sus espaldas.
Las
danzas que tienen lugar a continuación son monótonas, se acompañan de cantos,
golpes rítmicos en un instrumento de percusión plano y redondo hecho con la
piel tensa de morsa y cánticos, y tres muchachas athabascan se mueven con
lentitud por el escenario y escenifican danzas rituales de llamada a la caza, a
la lluvia, al viento, con movimientos de brazos y manos que no difieren tanto
de las danzas orientales. Destaca entre ellas una joven agraciada de afinados
rasgos, rostro delgado, labios gruesos, ojos rasgados cubiertos por gafas y cuello
estilizado. Mi cámara se enamora de su rostro de la misma manera que se enamoró
de la chica de la portada de Patpong Road,
mi novela tailandesa. Prometo darle un papel en Brother, aunque sea secundario. Ya tengo seis personajes sobre los
que hacer girar la trama de ese western negro, una carretera que sube desde San Diego
hasta Seattle y un par de ferris que llevan a los fugitivos hasta la
desapacible Anchorage. Pero Cain Brother y Tina Blondie, creo que ése será el
nombre de la rubia tatuada que de buen, o mal grado, se va con el hermano de su
pareja, subirán más hacia el norte todavía, aunque Anchorage es pura novela
negra y dé para varios capítulos. Y hoy, sobre las doce pm, cuando hace media
hora que es técnicamente de noche y ha cesado de nevar, vislumbro el final de
la novela que puede cambiar, si es que llego a empezarla, cuando me arrastre en
su vorágine.
Todo
está en el aire, hasta el viaje hacia Denali si las condiciones climáticas empeoran y la
nieve barra la carretera. Y no es Anchorage un buen lugar para quedar
bloqueado.
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