DIARIO DE UN ESCRITOR
En el agua, 14 de mayo
de 2013
La
estación marítima del ferry de Juneau nos parece muy lejana, tanto que tememos
habernos equivocado de carretera. Rodamos millas entre paisaje arbolado, a un
lado, y fiordo marino, al otro, y no aparece y ya nos hemos alejado demasiado
de Juneau. Antes de ponernos al volante, a las nueve y media, sin probar el
desayuno del restaurante cercano al motel del día anterior, porque ya estamos
hartos de los huevos a la plancha, las patatas rayadas crudas y las tostadas
francesas inundadas de mantequilla salada, hemos dejado ese nido de beatniks y
borrachos que es The Driftwood Lodge en donde hemos dormido tras bajar todas
las persianas como Al Pacino en Insomnio
porque las noches en Alaska duran cinco horas escasas. Así es que Cain Brother
pasará, como nosotros, una noche en ese motel desvencijado de la capital de
Alaska, pero él, por el contrario, sí desayunará esos huevos, patatas y
tostadas indigestas.
Estamos
a un paso de dar media vuelta, porque no hay en esa carretera que sale de
Juneau y bordea el fiordo indicación alguna de la estación del ferry, cuando
aparece ante nosotros el barco azul marino anclado en el puerto, amarrado a un
muelle de madera, como una salvación.
El
Kennicott es bastante más pequeño que el Columbia, pese a que tiene que navegar por mar abierto por el Golfo de Alaska. Imagino que debe de tener más
quilla para enfrentarse al mar revuelto que frecuentemente hay por la zona y no
zozobrar. Con él dejaremos atrás los canales marinos que parecen fiordos, las
islas que convierten en laberíntica la navegación por canales, y perderemos de
vista la costa. Por si el mar se mueve y me mareo me tomo dos biodraminas y no
calculo el efecto somnífero de las pastillas, así es que después de comer la
consabida sopa clam-chouwder, que
puedo cortar con cuchillo, y una pizza grasienta de queso chedder en el snack del barco, voy al salón de proa, busco un
cómodo asiento y me derrumbo en él. Me pierdo paisajes de montañas nevadas
antes de que el Kennicott, nombre de un explorador y aventurero, una especie de
John Muir, que dio nombre a un glaciar y a unas minas de oro de Alaska, salga a
mar abierto y no me despierto hasta que ya no se ve ningún indicio de costa
alrededor: dos horas de letargo en las que me podían haber robado el ordenador
y la máquina de fotos, pero aquí la gente es muy honrada, o haberme tirado por
la borda para despertarme, pero aquí la gente es muy pacífica.
Salgo
a la cubierta de proa, entonces, vestido como un inuit o un pescador de bacalao en Groenlandia, con la capucha de mi
anorak bien sujeta a la cabeza, la gorra canadiense debajo, las manos en los
bolsillos, para que no se congelen, y la cámara de fotos, con el teleobjetivo
incorporado, colgada del cuello. El viento que corre por la proa del barco es
gélido y agita mis pantalones de lona golpeándolos contra las piernas: debería
ponerme los de pana, o hacer como MJ que lleva tres pantalones encima, forro
polar, anorak y abrigo acolchado y aún tiene frío. Cae una llovizna fina y
persistente que parece agua nieve y hiela mis mejillas. Varios pasajeros, bien
abrigados, otean el horizonte con sus prismáticos por si descubren el resoplar
de alguna ballena. Otros, dentro, a cubierto, juegan a las cartas
incansablemente. Una mujer de pelo cano y aspecto elegante hace calceta.
Blondie, una rubia atractiva que va en el barco, observa sus piernas suaves a
través de los desgarrones de su pantalón tejano. Un tipo que parece Papa Nôel
dormita con la boca abierta y los pelos de punta. Dos jóvenes, que parecen rusos
nostálgicos por lo que regaló su zar a los yanquis, salen a cubierta en manga y
pantalón corto.
Los
primeros cetáceos que veo son una bandada de delfines que corren junto a la
proa, tan cerca del casco del barco que parece que estén compitiendo con él en
rapidez. Zigzaguean bajo el agua a la velocidad de los torpedos, al lado de
proa o delante de ella, como si fueran una escolta que está abriendo paso al
Kennicott por aguas del gigantesco golfo de Alaska. Alguno da un salto rápido
fuera del agua, pero es tan breve el instante que mi cámara de fotos se muestra
incapaz de capturarlo. Más tarde, a babor, aparecen un par de aletas dorsales
negras de dos pequeñas orcas y espero en vano que emerjan del agua y me
obsequien con uno de esos saltos acrobáticos tan típicos. Nada. No están los
animales para juegos. No hay ningún adiestrador a proa que les muestre un
pescado en la mano.
Anochece
muy tarde, así es que vamos al bar a tomar unas cuantas cervezas, dos bolsas de
patatas, dos de cacahuetes y una pizza pepperoni, aunque lo que me apetezca sea
una tortilla de patatas y un gazpacho. La cerveza de Alaska, la Amber, es buena
y suave, tiene más cuerpo que la Budweisser que se me antoja una soda. Por los
amplios ventanales del bar se ve el mar infinito, las ondulaciones violentas de
las olas que rompen espumeando contra el estribor del ferry. No hay fauna
exterior, no se ven cetáceos, pero sí mamíferos en el interior que se alzan sobre dos patas,
se sientan y beben cerveza.
Los que pululan por el concurrido bar son variopintos ellas y ellos y mi aspecto asilvestrado no desentona nada con los viajeros del ferry porque en el Kennicott abundan las barbas y las melenas desordenadas acompañadas de atuendos extravagantes. Eso, el ir cada uno como le dé la gana, es lo que más me gusta de este país y no sé si sabré adaptarme al mío cuando regrese o seguiré vistiéndome como un zángano.
Los que pululan por el concurrido bar son variopintos ellas y ellos y mi aspecto asilvestrado no desentona nada con los viajeros del ferry porque en el Kennicott abundan las barbas y las melenas desordenadas acompañadas de atuendos extravagantes. Eso, el ir cada uno como le dé la gana, es lo que más me gusta de este país y no sé si sabré adaptarme al mío cuando regrese o seguiré vistiéndome como un zángano.
Alrededor de una de las mesas del bar en donde
hay dos grandes jarras de cerveza, o jarrones, una botella vacía de vino blanco
y restos de pizza se ha sentado un grupo de solitarios viajeros que se han hecho
amigos nada más empezar la travesía, algo que sucede con frecuencia entre gente
tan abierta que no duda en entablar conversación con extraños: las amistades
efímeras de los viajes que terminan cuando se llega a puerto y cada uno se
encamina a su destino y si te he visto no me acuerdo. Destaca entre ellos un
tipo de aspecto vikingo, pelo largo rubio platino, barba hasta mitad del pecho,
gafas sobre ojos claros y pantalones con tirantes y peto que sujetan su
abultada tripa cervecera; a su lado está sentada una atractiva rubia de cara
cuadrada, ojos azules y mejillas cubiertas de pecas que debe llevar tatuado todo el
cuerpo desde el cuello hasta los pies y luce sus piernas gruesas a través de
unos tejanos con enormes agujeros a la altura de los muslos: Blondie; hay una pareja de
indios de no sé qué tribu y otra rubia de mi edad, pelo rizado o sucio, mirada alcoholizada
y voz grave que le pide a MJ que se haga con una jarra de cerveza y una botella
de vino en el mostrador del bar porque a ella ya no se la sirven por su estado
etílico avanzado. La mujer tatuada y rubia, Blondie, lleva la voz cantante, se
sabe centro del grupo y tiene carácter dominante. Una aventurera en el sentido
más amplio de la palabra. Me la imagino suave en la intimidad y promiscua.
Quizá la chica de Brother. Tiene
caderas amplias y piernas rotundas. Come y habla a destajo. La poca piel que no
se ha tatuado, la de las piernas entrevistas a través de los agujeros de sus
tejanos, parece terciopelo. Entre treinta y cinco y cuarenta años. No veo a ninguno
de sus compañeros de mesa como compañero de camarote circunstancial hasta que
el barco llegue a destino. Aunque quizá el vikingo, que comparte con ella el
color platino de cabello, sea su pareja, pero tiene que comer mucho más ella,
aunque ya está en camino para estar a su altura.
No
se hace nunca de noche en Alaska, pero hay que dormir porque mañana el Kennicott
toca tierra en Yakutak, una aldea de pescadores con fábrica conservera, a las
cinco de la madrugada y habrá que bajar a estirar las piernas y ver el paisaje
aunque solo sea por dar unos pasos al aire libre.
El
barco, pese a temer lo contrario, no se mueve en toda la travesía, ni siquiera
por la noche cuando trepo a mi litera y me tumbo de lado para conjurar el posible
mareo. Las travesías en barco por el golfo de Alaska suelen ser accidentadas,
pero tengo suerte con eso ya que no la tengo con el tiempo. Y entre sueños, que no se pueden relatar, tengo una
pesadilla curiosa que me lleva a corregir un escrito de muchos días atrás, de
cuando estaba en Yosemite; hablé, en un momento determinado del diario de este
viaje, de fauna insectívora,
queriendo referirme a los insectos, cuando insectívoro es todo animal que se
alimenta de ellos. Ese error de léxico debe de haber estado dando vueltas en mi
ordenador cerebral hasta que esta anoche dio su señal de alarma definitiva. Curioso
mecanismo mi cerebro que advierte mis errores en tiempo diferido y no al
momento, que tarda a veces días o semanas en darse cuenta de ellos. Mañana lo
corrijo.
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