DIARIO DE UN ESCRITOR
Yosemite, 4 de mayo de
2013
Recorro todas las bellezas paisajísticas
de Estados Unidos tras los pasos de John Muir, pero estoy empezando a creer que
soy la reencarnación de San Francisco de Asís porque todos los animales de este
país vienen a mí, como atraídos por un imán.
Hoy fue el turno de un coyote que tomé por un lobo; mañana puede ser un
puma el que se cruce en mi camino y así ya habré conocido a toda la fauna
salvaje y autóctona de este país: ardilla, foca, pelícano, ciervo, oso, lobo...o coyote.
On the road.
De nuevo en
este viaje por el Oeste que cruzamos a caballo del Hyundai fucsia. Dejamos
Three Rivers, sus 2500 habitantes dispersos en quince millas de terreno, de los
que sólo que vi una docena, y el maravilloso motel a nuestras espaldas, sin
haber descubierto los tres ríos del nombre del pueblo, y desandamos lo andado dos
días antes hasta llegar a una carretera principal, la Friway 5 a la que siempre
regresamos, bajo un sol de muerte, de esos que te van secando la piel y
evaporan el sudor a la misma velocidad a que se produce.
A
M.J. le ha picado esta noche toda la fauna insectívora del país: mosquitos,
moscas, alguna araña; tiene los brazos, la cara, la barbilla y el cuello
hinchados por las picaduras y salpicados de ronchones. A mí tres mosquitos
tigre, por sus dimensiones y ferocidad, me atacaron mientras cenábamos ayer en
la terraza del único restaurante de Three Rivers, junto al único río, una sopa
de carne y una pizza vegetal: 50 USD. Busca M.J. una farmacia. No la encuentra
abierta. Los sábados cierran.
─Tengo que ir a una clínica para ver
que son estas picaduras. A mí nunca me había picado ningún bicho en este país
hasta que has llegado tú.
Esa parte de California, la que
cruzamos camino de Yosemite, bajando de las alturas de Sequoia Park y King
Canyon hasta una inmensa llanura que llega hasta Sacramento, la pequeña ciudad
que es capital del estado, es zona de sobreexplotación agrícola. Mientras
contemplo esas enormes extensiones de trigo, naranjos y arroz que llegan hasta
donde la vista alcanza pienso en la pobreza infinita de nuestro país y su
agricultura raquítica. Pero con tantas naranjas como hay en Estados Unidos y,
especialmente, en California, resulta incomprensible que los zumos de naranja
sean tan malos, que no haya en restaurantes y bares zumos de naranja exprimidos,
algo tan habitual en España y que aquí es desconocido. ¿Qué hacen con las miles
de toneladas de naranjas de este país? Zumos industriales.
Al hilo de esos campos amarillos que
no tienen fin y han sustituido a las plantaciones de naranjos, hablamos de
España, de la insostenible situación de sus autonomías que no tienen razón de
ser, de la corrupción que mancha ya todos los estamentos del estado, de ese
treinta por ciento de fraude fiscal que nadie es capaz de hacerlo aflorar…
─La culpa la tienen también los
trabajadores, que tienen derechos que no tienen en otros lugares del mundo y
trabajan menos. Los empresarios tienen que pagar un dineral para echar a un
trabajador; aquí nada, se aducen motivos económicos y a la calle. En España
tenéis un mes de vacaciones; en Estados Unidos, a duras penas, una semana y dos
cuando llevas un montón de años trabajando en una empresa. Por esa razón nadie
quiere abrir empresas en España.
─Quieren esclavos, y lo están
consiguiendo, hasta que un día los esclavos, como Espartaco, se alcen en armas
y corten un montón de cabezas.
A medida que nos acercamos a
Yosemite el aire se enfría y se suceden arboledas espectaculares que pueblan
todos los montes y se alternan con prados. Paisajísticamente el lugar me
recuerda a mi querido Valle de Arán, aunque los pinos alpinos de aquí sean
infinitamente más altos que los del Pirineo. El color predominante de Yosemite
es el verde de la tierra cubierta de hierba y el azul del cielo.
Encontrar
nuestro hotel, que está en lo alto de las montañas, es complicado hasta
siguiendo las indicaciones del GPS. Una carretera secundaria serpenteante nos
lleva hasta el bloque de rústicos apartamentos de madera perdidos en un bosque
y sin nada alrededor. Encontrar la recepción es una ardua tarea sencillamente
porque no existe. Encontrar la habitación y la llave, más complicado todavía.
En un casillero de la segunda planta descubrimos, por casualidad, un sobre a
nombre de M.J. y dentro la llave del apartamento 109 que, desde luego, no vale
los 220 USD por noche que pagamos. No hay wifi, así es que estamos aislados del
mundo. El huésped que intente llegar de noche a este maravillo lugar vagará por
estos bosques infinitos sin encontrarlo porque cuando se marcha el sol la
iluminación brilla por su ausencia en todo Yosemite para proteger a la fauna
del parque.
Hago unos huevos a la plancha y una
tortilla que tomamos acompañándonos de una cerveza y, a continuación, cogemos
el coche para ver la parte alta de Yosemite. Y es entonces cuando nos topamos
con ese lobo solitario y tristón que anda por el borde de la carretera y se
acerca amistoso a nuestro coche cuando nos detenemos, como si quisiera subir a
él. Tiene el animal cara de todo menos de fiero, su pelaje es gris y luce una
espectacular cola, pero parece perdido en aquel lugar, fuera de su manada de la
que quizá le hayan expulsado. Lo que más me emociona del lobo es su mirada
humana, llena de cariño, de sus ojos azules. Empatizo tanto con él que estoy a
punto de bajar del coche.
─No
te vayas a bajar del coche─ me dice M.J. adivinando mis intenciones.
No
lo hago. Una mordedura del amistoso lobo puede resultar muy molesta porque
tendría que recurrir al sistema sanitario norteamericano que es todo menos
modélico.
En un parking, camino de Glacier
Point, descubrimos un buen número de coches aparcados, lo que indica que hay un
sendero interesante que seguir, pero M.J. no es muy hábil en la montaña y deja
que yo sea el que haga ese camino de poco más de una milla que me lleva, a
través de un bosque espectacular de pinos, a la cima del Centinel, una montaña
de cima rocosa y curva, de fácil ascenso, desde la que se tienen vistas
espectaculares a dos de las más impresionantes cascadas de Yosemite que se
despeñan desde alturas de vértigo.
Aún tenemos dos horas de sol para
acercarnos a Glacier Point, un mirador desde el que se divisa una panorámica
espectacular del parque con la pared vertical Half Dome, puro granito, que
desafía a los escaladores en primer término y dos altísimas cascadas que se
despeñan desde dos cimas y tienen una caída de, al menos, trescientos metros.
Nuestra siguiente parada tiene lugar
después de cruzar un túnel. El mirador está concurrido por fotógrafos, con sus
trípodes, que esperan la puesta de sol. La delgada cascada Bridalveil se
desploma a lo lejos, en el vacío, tras una enorme superficie boscosa que parece
un tapizado verde o la selva amazónica por lo tupida que es. Esperamos, en
vano, una puesta de sol rojiza que no se produce y, tras veinte minutos que
invertimos haciendo fotos, emprendemos el camino de vuelta antes de que
anochezca.
En
el mismo punto de la carretera en donde lo dejamos nos volvemos a encontrar con
el triste y solitario coyote que nos mira con ojos tiernos para que lo adoptemos
y parece reconocerme. Viene caminando despacio hasta nuestro coche y se sitúa
expectante ante mi portezuela. He de refrenar el impulso de bajar del coche y
acariciarlo, pero al final puede más la prudencia y permanezco a buen recaudo
no sea que la expresión beatífica del lobo cambie de repente y me convierta en
su presa.
Hermano
lobo. Pero no, no es un lobo, ¡oh decepción!, sino un coyote, algo más pequeño.
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