DIARIO DE UN ESCRITOR
Valdez, 23 de mayo de
2013
No
sé si vine a Alaska para encontrar el escenario y los personajes de una novela
negra, Brother, o ésa fue simplemente
una excusa para venir a este paraíso de hielo y nieve, pero el problema, tras
no sé cuántos días aquí, porque la ausencia de noche me está desajustando el
reloj biológico, es que temo haber contraído el síndrome de Stendhal con respecto
a la última frontera. Ese territorio día a día me seduce y hasta creo que,
haciendo un esfuerzo, ahora que me gusta la sopa clam chowder y aquí hay salmón fresco y humado en cantidades
industriales, podría pasar el invierno ártico en una cabaña con un rifle, una
botella de whisky, un vestido de caribú y una gorra de trampero de piel de
lobo.
Veo
cosas sorprendentes en Valdez. Un dentista local cuyo consultorio son cuatro
trailers pintados de blanco y con imágenes de otros tantos jefes de tribu: uno
para cada paciente para que así no oiga los gritos de dolor cuando les desgarre
las encías. Un lobo ártico, gigantesco, en el lobby del Motel Totem Inn que me
mira encerrado en su jaula de cristal, como si temieran que salga de ella y
salte al cuello de algún huésped. Disecado. Dos gigantescos halibuts que cuelgan de la casa de un
vecino pescador. Disecados. Si muero en Alaska haré que me disequen.
No
desayunamos, porque tenemos el combustible de la cena, y tomamos el barco que
nos llevará al glaciar Columbia. La salida del puerto de Valdez es como navegar
por una laguna de agua tersa que refleja las montañas nevadas y los bosques que
llegan hasta la orilla del mar. Podría ser un lago Suizo o un fiordo noruego. Es
Valdez lo suficientemente profundo para que haya trasiego continuo de
petroleros que cargan aquí el combustible de Alaska y lo llevan a California. Y
alguno encalla y vierte su crudo, como el Exxon Valdez.
Navegamos
entre montañas a bordo de un pequeño barco. El mar sigue siendo una balsa. El capitán
y la tripulación están atentos a cualquier movimiento en el horizonte que otean
con sus prismáticos. A la 1,30 pm, hora y media después de la partida,
avistamos dos ballenas, madre e hija. No es normal verlas por aquí en esta
época del año, y además acostumbran a parir en Hawai, pero esta mamá ballena y
su retoño, que salen de tarde en tarde a la superficie, resoplan y se zambullen
mostrando su característica cola, son una excepción. No saltan. No estamos en
un circo ni en un seaworld.
Quienes
sí saltan y compiten en velocidad con el barco son un grupo de unos quince
delfines. Nos ven desde lejos y enfilan rumbo hacia nosotros desde el
horizonte. En tres minutos los tenemos jugando a nuestro lado, nadando raudos
junto al casco del barco, pasando una y otra vez por debajo de la quilla o
encabezándonos como escoltas perseguidos por la proa. Pasan a derecha e
izquierda, saltan de un lado a otro, y ni nos rozan, con una precisión
circense.
Los
terceros animales que vemos están en el monte, un grupo de cabras blancas
lanudas, características de Alaska, en una pared casi vertical cortada a pico
sobre el vacío del mar. Con la de territorio que tienen a su disposición y van
a escoger el peor posible. No entiendo a las cabras. ¿Necesitan un subidón de
adrenalina?
En
este gran zoológico que es el mar que está por los alrededores de Valdez
aparecen las simpáticas nutrias marinas. Recubiertas de pelo, se balancean
patas arribas en el agua como si estuvieran haciendo el muerto y no se inmutan
cuando nos acercamos. Mueven sus patitas y nos saludan.
Toca
comer. La sopa clam chowder apetece
por el frío que reina en cubierta de proa. La hacen mejor en Alaska que en
otras partes del país e incorporan granos de maíz a las almejas, las patatas y
la leche. Luego viene un bocadillo de queso, una galleta y limonada de postre.
No hay que perder el tiempo si uno quiere emborracharse de naturaleza, y Alaska
es una orgia permanente.
Según
nos aproximamos al glaciar Columbia sopla un viento gélido. No vale ponerse la
capucha, meterse las manos en los bolsillos del anorak y esconder el cuello. A
MJ y a mí nos hacen falta un pasamontañas, prenda que ya no se vende por
ninguna parte y es ideal para estas ocasiones o para atracar bancos. Ese aire
de hielo se me mete por todas partes, me congela hasta el punto que pierdo el tacto
de las manos y temo quedarme sin nariz. La sensación de frío, por la velocidad
del barco, es tan espantosa que nos quedamos en cubierta solamente MJ y yo,
duros resistentes, mientras los demás pasajeros buscan refugio en el interior y
se toman cafés hirviendo. Resistimos como militantes ese frío glaciar en vez de
glacial. La cercanía del Columbia se intuye por la cantidad de témpanos de
todos los tamaños que hay a la deriva. Cuando pasamos junto a uno inmenso, como
una pequeña isla, de color azulado, el barco reduce la marcha y salen a cubierta
el resto de acobardados pasajeros. Un águila calva, que no es calva sino que
tiene las plumas de la corinilla de
color blanco, otea el horizonte a la busca de presas desde el punto más alto
del iceberg. Y tras esa gigantesca isla de hielo aparece, por fin, el glaciar
que se desploma al mar, un gigantesco torrente detenido por el frío de millones
de años que va inundando de cubitos ese mar azul claro como el cielo. El agua
del mar se espesa, literalmente, por el frío que reina en ese paraje mágico que
surcamos con la quilla.
No
podemos aproximarnos, es peligroso. Así es que, después de andar zigzagueando
por las proximidades del Columbia, enfilamos hacia la ladera soleada de una
roca en donde toman el sol y se pelean por esa explanada unas doscientas focas.
La territorialidad de esos mamíferos marinos es siempre fuente de disputas.
Nunca he visto focas que no se estén disputando por un trozo de roca, y las
peleas son inevitables por la parquedad del terreno en litigio. Se dan
coletazos, se pegan mordiscos, se pisan unas a otras y todas rebuznan al
unísono. Además puede que estén más cabreadas ya que, según el capitán, son
machos que se quedaron sin hembra.
Siete
horas después de la partida, tras una travesía fría, que ha estado a punto de
desarbolarme y meterme en el interior del barco — y lo hubiera hecho de no ir MJ conmigo— entramos en el puerto de
Valdez.
Cenamos
dónde comimos ayer. De nuevo clam chowder,
de la que no me canso y creo que haré cuando regrese a mi mundo, y un exquisito
salmón con verduras semicrudas, todo ello regado con Amber Alaska a falta de
Riesling o Gewutztreminer. La camarera china que nos atiende nos pregunta una y
otra vez si los platos son de nuestro gusto. La amabilidad y la buena educación
de los norteamericanos me sorprende tanto como el pésimo paladar que tienen en
el Oeste salvo en San Francisco y Seattle
Me
habían dicho que me preparará para la infecta comida de Alaska. O se
equivocaron los que me lo advirtieron o tengo una suerte increíble, porque en
Alaska estoy comiendo más que bien todos los días, tan bien en Alaska como tan
mal en el resto del Oeste de Estados Unidos.
Meterse
en la cama cuando luce la luz, aunque el sol ya se haya ido, me parece un despropósito,
así es que cojo la cámara de fotos y me voy dando un paseo hasta el puerto
víctima de mi insomnio y de mi síndrome de Stendhal. A las once pm la gente de
Valdez ya duerme y no hay un alma por ese puerto silencioso que sobrevuelan las
gaviotas y en donde se balancea un centenar de barcos de pesca.
Llego
hasta una ensenada que ayer vi con marea baja y mostraba una playa de lajas, un
camino de piedra y una isla, y hoy, a esa hora, todo eso ha desaparecido bajo
un agua tersa y tranquila como la de un lago alpino. Por detrás de unos montes
cercanos, nevados, porque hay nieve por todos lados, incluida Valdez, sale la
luna y el efecto del satélite, amarillo en vez de blanco en esta zona, sobre el
paisaje es prodigioso. Me detengo en mi paseo para saborear todos los matices
del blanco y el silencio absoluto. Valdez sigue sumida en el sueño cuando, tras
pasear una hora larga por su puerto, regreso al hotel. A falta de osos negros me
cruzo con cinco conejos oscuros y lustrosos y uno blanco que comen hierba de
los jardines indiferentes a mi presencia y me sobrevuela un águila calva que no
ve los conejos o hace dieta de pescado. Orillando un parking de barcos, paso
ante una casa flotante en dique seco con dos motores en su terraza y una lancha
de desembarco de marines obsoleta que alguien compró al ejército como Tom
Clancy se compra tanques para adornar el jardín de su mansión.
Antes
de tomar la calle del hotel vislumbro un bar y gente joven a su alrededor que
celebra algo: su juventud. Hay una bici aparcada junto a la pared de madera del
establecimiento y un malemuth de ojos azules que creo me mira. Voy por la acera
de enfrente y miro al perro. Temo que esté disecado hasta que veo que mueve la
cabeza y me sigue con sus ojos. En la puerta del hotel tres enormes conejos
están cenando hierba y no se apartan cuando paso entre ellos. Sigue habiendo
luz. Más de las 12 pm y no sé qué hacen las altísimas farolas de Valdez encendidas
en un puerto iluminado por la nieve, la luna y la noche boreal que nunca llega.
Este
lugar es demasiado hermoso para Cain Broher, así que Valdez no estará en su
itinerario, pero sí esa carretera que va a la población y en la que no hay
gasolinera alguna hasta pasadas 170 millas y ni un solo sitio para comer. Cain
Brother y Tina Blondie tomarán esa pista que señala el buzón del cocinero ruso
porque se mueren por una sopa de remolacha. Tendré que buscar un tipo con
aspecto de ruso para darle el papel de Alexei.
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