DIARIO DE UN ESCRITOR


En el agua, 11 de mayo de 2013

No se movió el barco en toda la noche. Una ligera vibración del motor que adormecía. Pero llueve por la mañana. El tiempo normal de este territorio norteño. Y densas nubes, de varias capas y varias alturas, cubren todo el cielo visible. Servidumbres de lo verde. Agua arriba, en el cielo, agua abajo.
El desayuno es paupérrimo. No hay otra opción que el cutre snack bar en donde come la inmensa mayoría de los pasajeros del Columbia. Café americano y un dulce industrial pegajoso que sabe a canela. Desechable. Otra opción es un bocadillo con forma de ballena. No me atrevo.
Vamos de cubierta en cubierta. Llueve. En la cubierta de las hamacas y los sacos de dormir, abierta a popa y protegida por techado y cristaleras laterales, funciona la calefacción a todo gas para que sus ocupantes no demanden a la compañía por pulmonía.
El color del paisaje es binario. Blanco y negro. Randall nos dijo ayer que ese era el paisaje perfecto. El paisaje binario que a mí me gusta es verde y azul, y éste, el que discurre como una lenta película ante mis ojos lo sería de lucir el sol. El mar está calmo, no se mueve, es como una superficie aceitosa o mercurial. El Columbia pasa limpiamente entre islas.
Esta parte de Canadá es una sucesión interminable de islas boscosas. Los árboles llegan hasta la orilla, echan sus raíces en agua salada, crecen espigados en una lucha territorial de unos contra otros. Hay islas diminutas que se pueden recorrer en quince pasos, pero aún en esas no hay espacio libre, todo está copado por árboles. Servidumbre de lo verde. Que llueve constantemente. Para que todo siga siendo verde. Y el día que no llueva aquí es que el mundo, tal como lo conocemos, no existirá.
Hay nubes. Hay niebla que desciende desde las cumbres de las montañas al mar. Brota bruma, como una humareda, de esas aguas tranquilas que el Columbia abre como un escalpelo sajando limpiamente la piel marina con la navaja de la quilla.
Empiezo a conocer a los pasajeros del barco tras 48 horas de convivencia. Hay un joven con aspecto de talibán que lleva un pañuelo liado a la cabeza y toca el acordeón suavemente, a veces en el loungue bar hace un infernal dúo con el tipo calvo que rasguea una guitarra sin gracia mientras el camarero ciego sirve y cobra cervezas. Hay otro tipo de perilla prominente, sólo perilla, delgado. Los solitarios dejan de serlo para ser sociables. Se fraguan amistades en esos trayectos. Los norteamericanos son abiertos y expansivos. Hablan con desconocidos. Sonríen cuando se cruzan contigo en alguno de los pasillos. Yo soy el único extranjero, extranjero de mí mismo, a más de diez mil kilómetros de lo mío y los míos.
El barco no se mueve. Va encajonado y avanza despacio como una almadía en un remanso del río. El paisaje es solemne. Las copas de los árboles emergen picudas de entre la niebla. De cuando en cuando se ve, perdida entre los árboles, la cabaña de un solitario que ha huido del mundo, quizá un prófugo de la justicia,  y ha buscado refugio en una naturaleza que literalmente lo devorará y hará de él un salvaje. Caín Brother pasará por esas islas con la chica que robó a su hermano. Abel Brother y Wind of Aspen merodearán en una canoa por este laberinto de canales y bosques en el que uno se puede perder y no ser encontrado nunca. Árboles. Agua. Nubes. De cuando en cuando una barca solitaria y pequeña esquiva la trayectoria del ferry acelerando su motor. Lugareños que pescan. Me los imagino en sus cabañas de madera, con los postigos de las ventanas cerradas, el fuego encendido en la chimenea, la escopeta colgada encima de ella, dando tragos a botellas de alcohol porque con esa niebla tiene que ser peligroso internarse en el bosque y puedes acabar chocando contra un oso que vaya en dirección contraria. Hay islas enormes en donde no hay vestigio humano por parte alguna. ¿Cuántos millones de árboles? ¿Cuántos osos por allí deambulando? ¿Cuántas manadas de lobos? Pienso en el coyote humano de Yosemite.
Llueve. No es una lluvia violenta sino pausada, un poco más fuerte que el chirimiri de Euskal Herría. Cualquier territorio de España es un chiste al lado de esta inmensidad. El barco sube hacia el norte y me aleja del sur. Norte-sur, el dilema. Norte-Sur, la lucha continúa, hasta dentro de uno mismo. Oteo el horizonte marino. Una bandada de cormoranes cruza disciplinadamente delante del barco. Un grupo de gaviotas pequeñas aletea en círculo. Aparece una casa grande, en la orilla de una isla, con un embarcadero y un gran tótem indígena. El Columbia sigue su curso, ondulando suavemente el agua a su paso, trazando dos gruesas líneas de espuma.
Almorzamos a las 12. Porque no hay otra cosa que hacer además de intentar descifrar el paisaje bajo ese manto de bruma marina. Como seniors pagamos menos. Al mediodía es buffet. Recurrimos a la típica sopa clam-chouwder que acabará saliéndome por los oídos. Hay otra sopa de gruesos fideos y pollo. La probamos. Y uno se puede hacer una ensalada de pasta fría, que es detestable. Finalmente opto por prepararme un sándwich con jamón dulce y queso. No hay cervezas en el buffet, así que tiro de naranjada mientras M.J. opta por una Coca-Cola light. Un comensal ve delfines. Miramos hacia popa. No vemos nada.
Subimos hacia el norte por esa senda interminable de brazos marinos que sigue la recortada costa canadiense en un constante zigzag. A veces el Columbia va tan lento, porque hay poco fondo y tiene que afinar en el paso entre islas e ir por el medio sino quiere encallar la quilla en el fondo. El mar toma la forma de río. M.J. se va al cine a ver una película. Yo salgo a una cubierta techada que descubro al lado de nuestro camarote y me libra de la lluvia. Pasan islas, una tras otra, y bajan maderos que el agua arrastra y son balsas para aves perezosas que se dejan llevar por la corriente. La niebla, si eso es posible, se espesa. Aparecen dos altas montañas cubiertas de nieve. Nieve. Empieza a aparecer nieve por todas partes y a bajar la temperatura. Imagino a Randall tomando posesión de su vivienda en algún lugar como éste, rodeado de niebla, frío, osos y buscando una difícil compañía femenina. ¿Cómo funcionan aquí los ligues por Facebook? ¿Se citan el algún lugar de algún  bosque? ¿Eligen alguna isla neutral? ¿Acuden a las citas en canoa? Aparece, en una de las islas, un grupo de casas, no más de cinco, agrupadas, en lo que debe de ser una aldea. Forzosamente tienen que llevarse bien entre ellos o ser familia, aunque también pueden ser como los familiares de la película Winter’s Bone, que se odian a muerte. Tienen embarcadero. Esta gente de las islas no precisa de coches. Un coche en una isla de un kilómetro de largo no sirve absolutamente para nada. Esto sí es territorio salvaje. Lo siento así. Me entra dentro. La llamada de la selva. La tentación, al menos mental, de buscar la soledad en un sitio como éste.
Randall se bajará en Ketchitkan, una ciudad de nombre ruso, como Petersburg. Los zares vendieron a precio de saldo Alaska a los Estados Unidos. La próspera península tiene poco más de 600.000 habitantes y es el doble que Texas y mucho más grande que España que tiene 40.000.000 de habitantes. Inabarcable. En Alaska, y el Columbia es territorio de Alaska, no hay impuestos ni propinas, lo que es un alivio. Es un estado tan rico Alaska que reparte al final de año entre sus ciudadanos entre 1.500 a 2.000 dólares. Animo a M.J. que siga los pasos de Randall y dé un giro a su vida.
─Pero es que el clima este, me cachis, sin sol, no me convence.
Alaska tiene petróleo a borbotones, aún produce oro. La Última Frontera era un territorio de hombres rudos y violentos que se imponían unos a otros por la fuerza. La ley de los puños y las pistolas. Naturaleza primaria. El hombre tan próximo a la bestia que no difería de ella.
─¿Por qué no te haces camionero?
─Lo pensaré.
─Ganan un montón de dinero y es un oficio emocionante.  Cruzan el estrecho de Bering cuando está helado transportando toda clase de suministros para los pozos petrolíferos. Antes de cruzar el mar con esos armatostes pesados lo agujerean con un taladro para saber cuál es el espesor del hielo y su resistencia. No se ponen el cinturón por si tienen que saltar del camión.
─Lo pensaré.
Bien pagada la profesión de camionero en Alaska. Si sobrevives. Como la de mercenario, o la de asesino a sueldo. Profesiones de corta duración que te acortan la vida. También es un buen oficio pescar cangrejos en Alaska si no se es propenso al mareo y no temes enfrentarte a olas de ocho metros.
Mientras M.J. ve una película en el cine yo me sitúo en esa cubierta pequeña y techada que me protege de la lluvia y algo del frío a la que se accede desde un poco más allá del 125, el nuestro. Islas. Troncos que bajan siguiendo las corrientes marinas.
El capitán, por el sistema de megafonía del barco, anuncia que salimos a mar abierto y que si alguien es propenso al mareo que se tome las pastillas. El barco abandona esa laguna calma por donde ha navegado desde que salimos de Bellingahm y se mueve ahora con el oleaje que corta de costado. Ya no hay islas por ninguno de los lados. Hay un ligero mar de fondo que ondula majestuosamente esa superficie gris. Y el barco cabecea suavemente, mecido por el oleaje, vira 180 grados, cambia de rumbo.
─Esto no es nada comparado con el otro ferry. Ese sí que es bueno y se mueve de lo lindo en la travesía─me dice M.J. que ha salido del cine en cuanto el barco ha empezado a moverse.
Vuelve al cine. Proyectan un documental sobre Alaska. Yo sigo en esa cubierta, con la vista atenta a la superficie del mar de donde he visto, cuando el oleaje era fuerte, saltar fuera del agua un par de focas oscuras. Así es que espero expectante que salte algo fuera del agua. Y es en ese momento que veo mi primera ballena, a pocos metros del barco, con su cola inconfundible emergiendo del agua, agitándose unos segundos y volviéndose a hundir, todo tan rápido que no me da tiempo de hacer ninguna foto. Monto el teleobjetivo en la cámara, oteo la superficie del mar con él por si vuelve a emerger el cetáceo para respirar, pero no tengo suerte.
El Columbia ha dejado mar abierto y avanza ahora por un estrecho pasillo que le dejan un par de islas. No más de dos centenares de metros de angosto canal marino. El paisaje se hace más acuoso. Llegan las cascadas de agua dulce hasta el mismo mar. Se abren paso los torrentes por esas selvas impenetrables de árboles que crecen muy juntos disputándose el escaso terreno de las islas. Canadá, y supongo que Alaska, cuando lleguemos mañana, es como el paisaje del Pirineo colocado en el mar. Y es en ese momento cuando me emociono, cuando ese paisaje lluvioso, abrazado a la bruma, solemne, silencioso y salvaje entra dentro de mí y me considero inmensamente afortunado por disfrutarlo, aunque haga frío, llueva, lo velen las nubes. Aquí, ahora y quizás ya nunca más. La naturaleza me vuelve místico, hace que me sienta parte de ella.
A las 7 y media vamos a cenar, por aburrimiento. Nos sentamos a una mesa junto al ventanal del restaurante. El atento mesero mexicano Máximo nos atiende y hoy, sí, le pedimos un par de cervezas Budweisser. Volvemos a la sopa clam-chouwder que comimos ayer por la noche y hoy al mediodía. El segundo plato, cerdo preparado como si fuera un rosbif con salsa de vino y puré de patatas, no me convence. Invertimos las tartas: M.J. come la de queso y yo me decanto por la de chocolate.
            La noche se cierne sobre el Columbia, la niebla nos envuelve, las chicas de al lado se carcajean por la ocurrencia de alguna de ellas y los pasajeros acuden una y otra vez a sacar hielo de la máquina expendedora que hay a pocos metros de nuestra puerta.
            Mañana pisaré Alaska, por fin.

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