DIARIO DE UN ESCRITOR
Vancouver,
29 de mayo de 2013
No nos
recibe Canadá con los brazos abiertos, como más tarde se verá. Y empieza el día
con una mañana lluviosa, pese a que el hombre del tiempo de Vancouver
pronosticaba un 40% de probabilidades de lluvia. Se equivocó: 100%.
Hay una
pequeña diferencia entre los Moteles Súper 8 de uno y otro lado de la frontera,
ligeramente mejores en ésta, pero no en el café que sigue siendo un laxante
eficaz, que en la otra, al sur. Además en los de Canadá, al menos en este de
Vancouver que está en Marina Drive West (ayer puse Est, y es que no estoy muy
versado en puntos cardinales y me desoriento fácilmente) hay pan de molde tan
decente como el que se ve por España, y mantequilla de verdad, y hasta leche.
Las magdalenas, muffins con alguna fruta dentro, tan pegajosas como las de
Estados Unidos.
Tenemos
dos opciones dado lo nublado y lluvioso que anda el día. Quedarnos en el hotel
a seguir durmiendo, o mojarnos por la ciudad. Escogemos esto último sin
sospechar lo que el día nos va a deparar. Quizá, si adivináramos el futuro, la
mejor opción hubiera sido la A: no salir de la habitación.
Ver
Stanley Park con lluvia tiene su encanto y además explica porqué está todo tan
verde. Llueve nada más bajarnos del coche, así es que nos toca soportar ese
cuarenta por ciento de lluvia que se pronosticaba para el día de hoy. Stanley
Park, una extensión gigantesca de praderas, bosques de abetos y cuidados
jardines se extiende alrededor de la bahía de Vancouver en donde atracan los
yates de un club privado y exclusivo, los enormes paquebotes que traen turistas
de Europa y aterrizan los hidroaviones que ofrecen una visión aérea de la
ciudad a quien los pueda pagar.
Cae una
lluvia menuda pero eso no impide que los habitantes de Vancouver, bastante más
esbeltos que los vecinos del sur, corran en calzón corto y camiseta bordeando
el mar o vayan en numerosos grupos en bicicletas.
Stanley
Park permite disfrutar el skyline de
la ciudad con sus rascacielos agrupados en el Dowtown, pero los modernos
edificios de la ciudad, los que veo, y los que he ido viendo durante el
trayecto desde Marina Drive, son de una pobreza arquitectónica notable, nada
que ver con ciudades de la parte este de Canadá como Toronto, por ejemplo, y la
mayoría de ellos parecen haber sido diseñados en serie por un mismo arquitecto
que ni se molestó en introducir algunas variaciones en las fachadas para
diferenciar unos de otros. Ese perfil de la ciudad que contemplo mojándome me
recuerda a la parte más pobre de Hong Kong, el Averdine.
Los
tótems de las tribus indígenas de Canadá ocupan un lugar preminente del parque.
Esos altísimos y robustos troncos de árbol tallados por los primitivos
canadienses representan cabezas de águila, cuervo, coyote y humanas con un
claro significado ritual. No son imágenes amables, que conciten la alegría,
sino adustas, ceñudas, de amenaza, aunque no lleguen a tener el aire macabro y
cruel de la iconografía azteca, por ejemplo, cuya visión me pone los pelos de
punta.
En la
tienda de suvenires que hay junto a los tótems compro postales porque aún
quedan personas románticas que detestan la comunicación virtual e inmediata y
añoran esas antiguallas con imágenes de las ciudades, paisajes y sellos de
correos que llegan cuando quieren. Y cuando voy a pagarlas a un tal Salva,
según reza el cartel que lleva sobre la camisa el dependiente que lleva la caja
del establecimiento, y le pido franqueo para España, el joven, de aspecto instruido,
suspira:
—¡Mi
país!
Salva
es madrileño, lleva dos años en Vancouver y acaban de concederle el permiso de
residencia en Canadá, lo que quiere decir que probablemente ya no regresará a
España en muchos años o quizá nunca. Salva es uno de los muchos miles de
jóvenes que han iniciado una diáspora
dolorosa porque en su tierra no hay esperanza y seguramente está haciendo un
trabajo que no le corresponde por su nivel académico. El madrileño Salva, que
se alegra de encontrarse en este día lluvioso con un par de compatriotas, es un
joven suficientemente preparado como lo son los miles que están emigrando a los
cinco continentes buscando una vida mejor. Es una generación, la de Salva,
perdida y que estamos perdiendo de forma irresponsable porque nuestra clase
política y empresarial es una de las peores del mundo.
Cuando
salimos de nuevo al parque, un grupo de disciplinados patos altos y elegantes
que comen hierba en una enorme pradera a pocos metros de los impresionantes
tótems cruza la carretera que va bordeando el mar y se sumerge en él. Una
gaviota, que flota por los alrededores, se cruza con esa tropa de ánades sin
que exista conflicto alguno entre ellos. Los patos marinos toman un rumbo hacia
el centro de la bahía, y la gaviota blanca se alza del mar y vuela en círculos
buscando pesca.
Stanley
Park es una redonda península a la que damos la vuelta. Distinguimos entonces,
volando por encima del Burrard Inlet que deben cruzar todos los barcos que entren
a puerto o salgan a mar abierto, el Lions Gate Bridge que es muy similar, en
dimensiones y aspecto, al Golden Gate de San Francisco. Ese puente esbelto y
largo comunica Vancouver con North Vancouver y West Vancouver, que están en la
otra orilla del canal.
Desde
el aire la ciudad canadiense más próxima a la frontera de Estados Unidos y que
tiene poco más de seiscientos mil habitantes mayoritariamente blancos, aunque
hay muchos orientales, bastantes hindúes y paquistanís y algunos negros y
nativos americanos, es un dédalo de canales marinos que la convierten en una
trama de islotes enlazados por brazos de tierra delgados.
Sigue
lloviendo cuando pasamos por debajo de ese enorme puente que tiene uno de sus
pilares en Stanley Park y el otro en la otra orilla de Vancouver North y
seguimos por ese camino de ronda que bordea ya el mar abierto de la English
Bay. Unos petroleros, anclados a lo lejos, esperan que la marea sea alta para
poder atracar en el puerto de Vancouver, y una garza estilizada de cuello largo,
a pocos metros de donde nos encontramos, picotea entre las rocas que ha dejado
al descubierto la bajada del mar en busca de comida. Sobre las rocas, pegadas a
ellas, miles de conchas de mejillones que me hacen añorar una buena paella,
mejillones a la marinera, crema de mejillones y demás comida mediterránea.
A
otro parque, el Queen Elizabeth Park, vamos por equivocación. Llueve y seguimos
mojándonos tanto que ya nos hemos acostumbrados, como los naturales de
Vancouver, y nos resistimos a que la lluvia restrinja nuestros paseos. Este
parque dedicado a la reina de Inglaterra, que lo es de Canadá como país miembro
de la Commonwealth, tiene unos jardines con unas flores espectaculares ante las
que nos vamos deteniendo para observarlas, fotografiarlas y tocarlas.
—Vamos a
comer a Chinatown.
No
es buena idea dejar el coche en un parking público, un hueco entre manzanas a
la intemperie, por tres horas, tras pagar 9 dólares, en la calle East Pender
del Chinatown de Vancouver, pero no lo sabemos. La comunidad china de la
ciudad, mayoritariamente formada por ciudadanos de Hong Kong que no lo vieron
claro cuando el Reino Unido entregó su antigua colonia a la China Popular, se
concentra en doce manzanas limitadas por las perpendiculares Abott y Gore
Avenue y las transversales Powell, Cordova, Hastings y Pender, aunque en
Vancouver los negocios de los orientales, sobre todo médicos que practican
acupuntura y farmacias, estén por todas partes. No tiene ese Chinatown el
encanto de los de San Francisco o New York, por ejemplo, ni ocupa tantas calles.
En Pender dejamos el coche y paseamos por ese barrio pintoresco en donde
abundan los restaurantes chinos, buscando uno que nos dé las mismas buenas
vibraciones del chino feliz de Seward, Alaska. Imposible. Un restaurante
especializado en dimsangs es finalmente el elegido, aunque cuando nos sentamos a
la mesa optamos por un plato de fideos al estilo Singapur, que no están lo
picante que nos prometieron, acompañados de una cerveza local suave.
No
hay mucha clientela a esa hora, las tres, en el restaurante Palacio del Jade.
Una tipo occidental calvo y que habla chino come solitario a mi lado unos
fideos finos de arroz y cruza algunas palabras en cantonés con la simpática y
gordita dueña del local que no para de sonreír. Gracias a MJ me entero de que
ese joven alopécico precoz está casado con una china y está de viaje de
negocios en Vancouver. Un grupo de tres matrimonios norteamericanos apura su
comida y se alza de su mesa con cara de satisfacción tras ser obsequiado por
tres cabezazos reverenciales de la dueña de El Palacio de jade. Otro tipo
solitario y taciturno da cuenta, a mi izquierda, de su cerdo agridulce y,
cuando termina, se levanta renqueando de una pierna para ir a pagar a la
entrada del restaurante.
Las
raciones de fideos a la Singapur son pantagruélicas, propias del país vecino.
Yo las como con palillos, y MJ con tenedor y cuchara. Son comestibles y sacian,
un verbo que estoy aprendiendo a utilizar con frecuencia en el Nuevo Mundo. Mientras
engullo los fideos que, en realidad, parecen más macarrones muy hervidos que
otra cosa, pienso en Marco Polo que trajo la pasta de Oriente, en Singapur, en
la cámara de fotos que olvidé en uno de los restaurantes, en el Raffle’s Hotel que
citaba Sommerseth Maugham en uno de sus relatos ambientados en Oriente, en mi
sexta vida que ya casi se disuelve en el olvido como la séptima.
Cuando
pedimos la cuenta, la dueña china sonriente nos ofrece con ella cuatro opciones
de propina a elegir: 10, 20, 30 o 40%. Optamos por el 10 aunque MJ se queja de
que no conste el 0%.
—¿Te
has fijado que apenas hay gente obesa en Vancouver?
—Sí, es
cierto. Sólo vi a una gordita y estaba corriendo por Stanley Park.
—Eso
quiere decir que algo estáis haciendo mal en Estados Unidos.
—Están haciendo
mal—me corrige—. Mira yo lo esbelta que estoy. ¿Y vosotros con un 40% con
sobrepeso?
El tema
de la comida es un continuo rifirrafe entre MJ y yo. Le echo en cara el bacon
que se come muchas veces en los desayunos de los Deny’s y y ella me abronca
cuando pido pizza a falta de algo más
decente que llevarse al estómago.
Y
cuando, después de comer en el Palacio de Jade, hacer fotos, mojarnos, porque
sigue lloviendo a cántaros, regresamos al parking de 9 dólares para recoger
nuestro Hyundai nos encontramos con la desagradable sorpresa que la ventanilla
del conductor es una montaña de cristales rotos y un hábil ladrón, que la debe
de haber reventado a martillazos, se ha hecho con el GPS que dejamos olvidado sobre
el parabrisas, un fallo garrafal que pagamos.
Cuando
te roban, y lo sé por experiencia, porque en Barcelona me han desaparecido dos
buenas bicicletas cortando con alicates los candados, se te pone siempre cara
de tonto. Tras el cabreo inicial decidimos tomarnos la cosa con filosofía e
introducir las necesarias dosis de humor que siempre hay que tener para sortear
las zancadillas de la vida. Podría haber sido mucho peor. Podrían habernos
robado el pasaporte y parte del dinero que estaban debajo de un montón de
abrigos. Podrían haber robado mi ordenador con todas las fotos y los escritos
grabados, y eso sí que hubiera sido dramático y no creo que entonces habría
tenido ganas de bromear.
MJ,
tras denunciar el robo a la policía por teléfono (en España o vas a una
comisaría o no hay denuncia que valga),
va urgentemente a una tienda del Chinatown de Vancouver a comprar el primer GPS
que encuentre, porque sin él difícilmente llegaremos a nuestro hotel: Magallanes
se llama. El ilustre navegante se habría perdido en los mares con semejante
trasto. Mientras ella compra el GPS de urgencia, yo hago guardia en el coche
para que no lo sigan desvalijando los homeless que circulan por Chinatown, a
los que sin duda les haría falta ropa de abrigo nueva.
Propone
MJ, cuando llega con el nuevo GPS de ínfima categoría, conducir con un paraguas
abierto en la ventanilla rota, idea descabellada de la que la descabalgo.
—No
vas a ir conduciendo con una mano mientras con la otra mantienes el paraguas
abierto. Nos estrellaremos.
—Pues
así íbamos por Birmania en un coche alquilado que tenía goteras y que no
cerraban las ventanillas.
Con
Magallanes en mi mano, pues no acertamos a adherirlo al parabrisas, y bajo una
lluvia que cae a cántaros, entra por la ventanilla de la conductora, la empapa a
ésta y provoca reniegos que harían que los canadienses se sintieran muy
molestos si los reprodujera, intentamos llegar al Motel Súper 8 con ese Hyundai
ventilado y húmedo y un GPS que anuncia con campanillazos el instante en que
hay que torcer por alguna bocacalle.
Milagrosamente
llegamos al hotel sanos y salvos. Y ya no salimos de la habitación el resto de
la tarde, para evitar nuevos desastres (hoy podríamos caernos por unas
escaleras, quedarnos encerrados en un ascensor, tropezar con un bordillo o
coger una indigestión si salimos a cenar) esperando que mañana, con un
pronóstico de lluvia del 30% (si el 40% de hoy resultó ser el 100%, mañana
tendremos un 90% de horas de lluvia), sea un día mejor, sobre todo si nos ponen
una ventanilla nueva, que esa es otra historia.
Este
episodio en Chinatown de Vancouver, algo negro, pero sobre todo cómico, no me
sirve para Brother, aunque quizá sí
para una novela de humor que puede transcurrir en Canadá, pero necesito más
episodios tragicómicos para los siete días siguientes. Si en Alaska tuvimos que
vérnoslas con un servidor de la ley, en Chinatown de Vancouver hemos sufrido la
rapiña de un transgresor. Sólo deseo que quién haya robado ese Tomtom con el
que MJ estaba tan satisfecha (le gustaba la voz varonil del que la guiaba) haya
caído en manos necesitadas.
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