DIARIO DE UN ESCRITOR


Valdez, 22 de mayo de 2013


Alaska es un desierto. Desde Fairbanks a Valdez, en 362 millas, que equivalen a 582 kilómetros, no hay un solo sitio para comer, y tenemos hambre después del frugal desayuno en el Motel Super 8 que no nos perdimos hoy. Y la única gasolinera, una en 582 kilómetros, está a mitad de camino, a 225 kilómetros. Así es que hay que hacer ese viaje bien comido y con carburante suficiente para poder alcanzar esa gasolinera en donde hay cola de vehículos para llenar el depósito.
Cruzamos por un puente de hierro el río Salcha. Helado. Como todos los ríos y lagos que vamos a ver. Una buena pista de aterrizaje y despegue para aviones. Un bosque  boreal, poco tupido, nos deja ver destellos de una cordillera blanca que era visible en lontananza desde el Museo del Norte de Fairbanks. Quizá el enorme parque nacional San Elias, mucho más grande que Denali, sin apenas accesos, o quizá Denali desde otra perspectiva. Los montes son una débil presencia blanca sobre cielo azul pálido. No me salen en las fotos. Fantasmas.
Atravesamos un paisaje de tundra inundada, lagos helados y bosques boreales de árboles delgados y torcidos. Con estos árboles reducidos en tamaño no pueden hacer las cabañas. De la carretera sale una infinidad de pistas forestales que llevan a las casas de los habitantes fantasmas y solitarios. En una de ellas se esconderá Cain Brother y Tina Blondie. Una cabaña de troncos, de una sola planta, a diez millas de la carretera. Alaska es el paraíso de los proscritos, un buen lugar para que nadie te encuentre.
Cruzamos el río Tanana que vimos en Denali y en Fairbanks. Lo miro desde el puente mientras el coche rueda. Por el agua de ese río que confluye con el Chena, bajan grandes trozos de hielo en suspensión. Seguimos viendo, entre árboles, esa cordillera blanca hacia la que nos dirigimos. ¿Denali o Sant Elias?
A las once y media, dos horas después de escapar de Fairbanks, alcanzamos esas montañas blancas hacia las que nos dirigimos. MJ confirma que se trata del Monte San Elías. El paisaje inmaculado, blanco, nos fascina. Nos detenemos muchas veces a hacer fotos y disfrutar de él. Ruedan poquísimos coches por esta carretera. Empieza a nublarse y la palidez azul del cielo impregna del mismo color a la nieve que cubre esa sucesión de elevaciones espectaculares.
Hay sitios para comer. Miento. Claro. Cerrados. Y gasolineras. Cerradas. Aquí cualquier particular puede poner una estación de servicio, y abrirla cuando le dé la gana, o no abrirla. Es lo que sucede con dos que están en dos pueblos que casi carecen de nombre y casas: no hay nadie en la tienda y no dispensa automáticamente el surtidor con tarjeta de crédito. John se fue a pescar truchas bajo el hielo de un largo helado, y Travis está por el monte intentando cazar un alce.
Alces. Vemos dos, saliendo de Fairbanks, comiendo cortezas de árboles, pero ni nos detenemos. De caribús descubrimos un par de grupos que buscan refugio en el bosque boreal de árboles raquíticos en cuanto nos ven. Estos animales parecidos a los ciervos, algo más corpulentos, deben de tener miedo a los humanos porque los cazan los thabascan para hacerse trajes con ellos. La fauna de Alaska, dispersa como sus habitantes humanos y sus poblaciones, es esquiva
En 582 kilómetros no encontramos más que esos dos pueblos, vacíos, en donde nadie sale de sus casas ni cuando llamamos a la oficina de la estación de servicio que luce el letrero de Open. ¿Comida? Un letrero, en un paraje nevado y montañoso, indica un sendero misterioso que se adentra en el bosque con el literal Food thai. Seguramente si localizamos la cabaña del cocinero thai Kamon Malai, que se perdió en tierras de Alaska, nos diga que no tiene condimentos para hacernos esas sopa picante de pollo y coco que tanto nos gusta. Cien millas más allá. Cerca de un lago de nombre ruso, el  Nikita, sobre uno de esos buzones de casas fantasmas que no se ven, leo Russian Food. No nos arriesgamos a ir a la búsqueda de ese cocinero, imagino que primario, y ser nuestro propio plato.
Desistimos de encontrar vida humana civilizada. Y de comer. Suerte que hay botes de Pringles en el maletero del coche y zumos de tomate Campbell bien fríos a temperatura ambiente. No hay pueblos, no hay más casas que las de esos pioneros perdidos en la espesura de la foresta, y ante nosotros, el verde oscuro del bosque boreal que se extiende hasta el infinito.
La gasolinera en donde finalmente repostamos vende Biblias al por mayor, patatas fritas y letreros que alertan de la presencia de osos. Pertenece a una franquicia de gasolineras que se llama Tesoro. Un autobús vetusto, cargado de escolares, reposta mientras nosotros lo hacemos. Comemos más Pringles, aprovechando la parada. Limpio el parabrisas del manchón amarillo de un insecto que se suicidó contra él.
La carretera a Valdez, algo mejor que las de la India, con baches a discreción, corre paralela a un río de hielo. ¿Cómo descubrir un río o un lago helado que, además, ha sido sepultado por la nieve y evitar el riesgo de desaparecer en él? Sencillo. Donde no crezca un simple matojo o arbusto es que debajo hay agua. No falla.
El camino hacia Valdez es espectacular y está señalada como carretera escénica. Cruzamos una larga vaguada nevada por cuyo fondo se intuye un río entre montes blancos desde su base a la cima. Las coníferas que tienen tierra bajo sus raíces y menos agua se hacen mayores.  
Aparece, por sorpresa en el paisaje, una gruesa y fea tubería gris que mancilla el paisaje. Por esos intestinos circula el crudo que se extrae de Valdez para meterlo en el interior de los petroleros y estos lo lleven hasta las plantas de refinado de California. Los ecologistas perdieron la batalla para evitar esa fea tubería que tiene riesgo de vestido. Todavía tienen presente el desastre del Exxon-Valdés. Nos cruzamos con seis camiones con cisternas plateadas que transportan crudo.
El Summit Lake es uno de los tres millones de lagos que tiene Alaska, diez millas aproximadas, pero es más grande, gigantesco, el Paxson Lake del que no vemos el agua, con 37 kilómetros cuadrados. Creía que no había en Alaska lagos con nombres rusos hasta que no vi el Nikita y el buzón del cocinero ruso vecino de él.
Atravesamos un paisaje nevado armónico y hermoso que dura muchas millas e invertimos en hacerlo una hora. Nos detenemos en el punto más alto, el paso Thompson, a 2671 pies. Hace frío, pero se huele el mar próximo. Revolotean por encima de la nieve un grupo de chillonas gaviotas.
Valdez es un bonito pueblo pesquero a orillas de un tranquilo fiordo de aguas transparentes. Tomó el nombre esta población, de menos de 3000 habitantes, de Cayetano Valdés que iba con la expedición de Malaspina. Quedó como Valdez, aunque los norteamericanos lo pronuncien como Valdís, nombre de raíz hispana como la cercana población de Cordova, con V, a la que solo se puede acceder por mar.
El Totem Inn es bastante mejor de lo que me esperaba. Nos dan una suite, a falta de otra habitación, con nevera y cocina que no vamos a utilizar porque no vemos supermercados en el puerto pesquero. Ocho horas sin comer mñas que Pringles y zumos de tomate nos han abierto el apetito, así es que buscamos un restaurante abierto cerca del puerto de pescadores y en el único que vemos nos metemos. Como la mejor sopa clam-chauder desde que he pisado Estados Unidos, y el plato de pasta que pedimos a continuación, abundante, tampoco está mal. Dos Amber Alaska, oscuras, para tragar la comida. Sueño y cansancio. MJ mucho más, que ha llevado el coche en todo el viaje para que yo pueda hacer fotos sobre la marcha.
El sol se detiene a las cuatro de la tarde y avanza con parsimonia por el cielo. Dos águilas de cabeza blanca revolotean entre gaviotas pequeñas y ruidosas y algún que otro grajo. Medio centenar de barcos de pesca permanece amarrado en el puerto. Valdez vive de la pesca y del petróleo que extraen del mar. El mar, entre montañas nevadas, parece un lago. Reina una luz especial, mágica y suave. Llegamos en nuestro paseo a la estación marítima del ferry que va a Cordova y Whittiter, por un muelle de madera en donde se citan los adolescentes de Valdez a bordo de sus camionetas, y damos media vuelta para ver la otra parte del puerto, la más industrial.
Las siete pm y el sol luce entre nubes blancas. Las ocho y sigue habiendo luz. Las diez y media y la luz no ha desaparecido aunque sí todo vestigio de vida por las frías calles de Valdes. Dos conejos robustos y oscuros comen hierba junto a la puerta del hotel. Dos águilas miran el paisaje marino desde lo alto de una gigantesca farola que no hace falta que se encienda. Las gaviotas ya deben de estar durmiendo, porque no se las oye.    
   

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