DIARIO DE UN ESCRITOR
29 de agosto de 2010
Nada hacía prever que hoy sería un mal día. Uno de los peores de este año que se caracteriza por ponerme a prueba. Quizá dormí poco, esa sea la explicación. Estuve viendo un interesante programa de CNN+ sobre Afganistán que recomiendo a Carme Chacón para que se aclare de si estamos allí en son de paz o en son de guerra. ¿Es admisible que en misión humanitaria nuestros soldados maten a cien afganos en lo que llevan en el país asiático? Son pocos, podrán pensar algunos belicosos. Me metí en la cama tarde y me levanté temprano soñando con talibanes, como los de la foto. Dormí cinco horas, quizá ése fue el problema. Hacía un día radiante y la mejor fotógrafa que conozco me invitó a salir por la ciudad a hacer fotos. Pero antes desayunamos en Las Titas café con leche y tostada con tomate, que aquí se toma más que en Catalunya.
Y leí los exabruptos intestinales de don Pío Moa- ex Grapo reconvertido en ultraderechista y a cuyo lado Jiménez Losantos y César Vidal, el hombre que todo lo escribe y está de viaje en Texas, cazando emigrantes clandestinos, supongo, y tomando té con Sarah Pallin, resultan trotskistas - que a punto estuvieron de revolverme el desayuno. ¿Tuvo Pío Moa la culpa? No, pero seguro que estuvo en la concatenación de impulsos negativos de este día desdichado.
Cuando vas por una ciudad cámara en mano el ojo se convierte en el objetivo supletorio. No la miras de la misma forma. Aprecias detalles y rincones que nunca habrías mirado. Disparé 400 fotos en esta espléndida mañana y mi competidora otras tantas. Y cuando el sol me desarboló, entramos en una cervecería a tomar cañas y tapas. Pudo ocurrir allí, mientras pagaba, o bajando hacia el centro. Pero si alguien metió mano en mi bolsillo y me sacó la cartera, le felicito desde ya por sus dedos prodigiosos.
Comí. Hice la siesta, más agitada de lo habitual. Y cuando desperté y busqué mi cartera en los bolsillos de mis pantalones cortos Capitán Tapioca me di cuenta de que no estaba, y por mucho que renegué, busqué debajo de la cama, tras el radiador, o en la lámpara, pues nada. Volví a la cervecería, pero habían cambiado de turno y nada sabían de una cartera. Hice el mismo trayecto en bicicleta que hice a pie desde la cervecería a la casa. Nada. Siempre hay una desgraciada primera vez, y ésta me llega a punto de cumplir años, muchos, los que sea, que antes nunca me había sucedido. Si las cosas van mal, pueden ir a peor, dicen. Las tarjetas de crédito se bloquean y en tres días tengo otras, pero el DNI y el permiso de conducir es mucho más complicado. En otra época, cuando no era zen ─ ahora se me cae un piano encima y digo: mala suerte, llegó tu hora ─ habría cogido un cabreo descomunal contra mí mismo.
Recorrí Granada para poner la denuncia ─ los domingos sólo está abierta la jefatura central que está en el quinto coño, perdón, pino ─ regresé a casa sudoroso tras recorrer toda la ciudad en bici, me di una ducha, me bebí tres vasos de leche de almendra, para endulzar este amargo día, y me pregunté si a partir de hoy iré perdiendo cosas por la calle o me las irán robando sin que me dé cuenta. Se empieza por ahí y se termina metiendo el libro de Coetzee en el congelador. Suerte de las fotos, que no quedaron mal. Quizá lo sucedió en este día aciago es que rompí la rutina diaria, no leí a Coetzee, ni escribí una sola línea de novela sobre los conquistadores y los conquistados.


Cuando vas por una ciudad cámara en mano el ojo se convierte en el objetivo supletorio. No la miras de la misma forma. Aprecias detalles y rincones que nunca habrías mirado. Disparé 400 fotos en esta espléndida mañana y mi competidora otras tantas. Y cuando el sol me desarboló, entramos en una cervecería a tomar cañas y tapas. Pudo ocurrir allí, mientras pagaba, o bajando hacia el centro. Pero si alguien metió mano en mi bolsillo y me sacó la cartera, le felicito desde ya por sus dedos prodigiosos.
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