DIARIO DE UN ESCRITOR

Valle de Arán, 1 de junio de 2011 Llegué ayer después de once horas conduciendo sin más pausa que para repostar y alimentado con bolsas de patatas fritas y latas de Coca-Cola que bebía cada vez que daba una cabezada en el volante. Fue un verdadero galimatías encontrar la casa en el laberinto de calles estrechas por las que a duras penas pasaba el coche, pero finalmente di con ella, metí el coche en el garaje y bajé toda esa hilera de maletas que no sé cómo conseguí cargar veinte horas antes en Granada en la parte trasera de mi cuatro por cuatro. Tuve una buena sesión de escaleras (la casa, toda, son escaleras) con lo que me digo que no tendré que hacer muchas excursiones para mantenerme en forma: subiendo y bajando de la buhardilla al sótano tengo de sobras. Paseé por la vivienda con ilusión de niño y me gustó más que la primera vez que la vi, que ya me gustó. Tiene vistas, a una montaña tras la que está mi Cloth de Baretges, y es luminosa gracias a los velux que hay en todas las habitaciones. La buhardilla es lo único sin amueblar. Allí pondré mi mesa de estudio y las estanterías para los libros. Estaba muerto de hambre y salí a comprar pan. El rótulo que cuelga de la panadería dice boulangerie. Esta zona es muy afrancesada. Compré pan de leña, que dura varios días sin perder su propiedades, y unos pastelitos muy sencillos de matalahúva que saben a rosquillas. Instalado en mi nueva casa devoré un bocadillo de queso y miré el paisaje a través del ventanal. Luego me fui a pasear junto al Garona e hice unas cuantas llamadas. Me han dicho que ya han visto a Paula, que tiene gruesos labios y espléndidos mofletes, como su madre. Han dicho los médicos que será alta. Como alguno de sus tíos. Sólo les ha faltado decir si encontrará pronto trabajo. A media noche me puse una película en la tele, pero me dormí. Y estaba bien: Amanecer con hormigas en la boca, interpretada por Eduard Fernández y Ariadna Gil. Y entonces subí a la habitación, después de dudar cuál de las tres iba a ocupar, y caí rendido de sueño. Hoy me he levantado a las siete y media, con el sol. La luz que entra por el velux me da de lleno en la cara y me obliga a abrir los ojos. He hecho café; mientras, me he duchado y afeitado (funciona el agua caliente). Y después de ver las noticias, he tomado el coche y he conducido hacia Les en donde hay un enorme y destartalado supermercado francés. Busqué vino francés, pero sólo había español. ¡Vaya! Busqué camemberg y encontré manchego. Los precios, lo comprobé luego en un Eroski de Vielha, sensiblemente más baratos: un kilo de tomates en el francés a 0,80 mientras que en España a 1,80. De regreso pregunté en el pueblo dónde puedo comprar el diario. Al lado de la iglesia, me dicen. Hermoso ejemplo del románico del Valle. Llegué justo en el momento que lo hacía la camioneta de reparto. Tres ejemplares de El País, para cada uno de los progresistas lectores del pueblo. Hoy, lo siento, uno de los tres se quedó sin diario. Cuando haya bajado a buscarlo la dependienta le dirá que un tipo con aspecto de turista se llevó su ejemplar. Lo malo es que mañana le va a pasar igual. Y pasado mañana. Hasta que se entere de que soy yo y se presente en la papelería a la misma hora que yo a disputarme su diario. La montaña me da hambre. Me preparo un rissoto con queso a las dos. Corto el precinto de plástico del sacacorchos que he comprado en el Eroski de Vielha con un cuchillo de sierra, el de partir el pan, y mi otro yo me advierte de que me voy a cortar. Me corto un poco el dedo y una uña. No soy diabético, o no tengo sangre. Frío un par de filetes de lomo de cerdo. De postre, una gran y jugosa naranja valenciana comprada en Francia. Veo una película, que parece de James Ivory, por su exquisitez, pero echo una cabezadita a pesar de que los intérpretes son Alan Bates y Julie Christie. Hay una chica que me recuerda a Ann Margret, pero que no debe serlo porque ya no es ninguna chica, y no hay manera de averiguarlo por esa costumbre infame que tienen las cadenas de saltarse los títulos de crédito del final. Me despierta la madre de Paula. Reímos. Paula se asomará al mundo el 15 de agosto. Me la imagino correteando por la casa y yo pendiente de que no ruede por las escaleras. Para airearme decido dar un paseo por el pueblo, pero cruzo una calle y ya veo un sendero que se interna en el bosque y cambio de idea. Lo tomo, a pesar de que voy con pantalón blanco de lino y zapatos. Paso ante un caballo de cola blanca y un par de asnos que dejan de pastar para mirarme. Me cruzo, luego, con una gallina que cloquea entre mis piernas y tres corderos crecidos. El camino cruza un campo segado y se hace entonces mucho más estrecho y empinado. Lo sigo, por impulso, sin saber adónde me lleva, como siempre. En medio de un bosque tupido veo una casa extraña de madera, muy sencilla, pintada de blanco y azul. No me acerco por si hay un perro. ¿Quién puede vivir allí, tan apartado y cubierto por las ramas de los árboles? Unabomber. El camino cruza un río y desemboca en una senda ancha señalizada. Media hora hasta la Ermita de san Antonio de Padua. A la ermita, que está en el itinerario del Cloth de Baretges y señalan cinco kilómetros. La senda es umbría, tortuosa, empinada, cubierta por el arco que forman las ramas de los álamos. El suelo está cubierto de hojarasca y es tal la humedad que crecen, a los lados, enormes helechos. De cuando en cuando cruza la carretera. Y se hace más empinada. Cuando me vuelvo, el pueblo, quinientos metros a mis pies, ya es una miniatura. Y llego a la Ermita, una capilla blanqueada. Fuera hay una leyenda en aranés que leo sin dificultad. Hablan de las epidemias de peste que sacudieron en el siglo XIX el Valle y de unos cuantos milagros de San Antonio de Padua. De ahí que la fachada estén blanqueadas. Por la peste. Desciendo cuando llovizna y al pasar de nuevo cerca de casa de Unabomber veo que sale un hombre de ella. Tiene aspecto inofensivo. Un campesino. Seguramente el dueño de ese campo segado que hay unos metros más abajo y de la furgoneta que está aparcada en él. Lo que no me cuadra es ese azul y blanco chirriante de la fachada. Me sigue hasta el pueblo, sin decir palabra, y lo pierdo de vista cuando entro en casa. Las siete de la tarde. El tiempo se multiplica por mil. Por eso vine.

Comentarios

M. Deveriá ha dicho que…
Qué hermoso todo, qué literario, que bucólico. !Es justamente lo que a mí me gusta! Es un lujo poder multiplicar el tiempo y hacerlo en un lugar como ése.No nos damos cuenta de lo que nos perdemos en el ritmo trepidante de la vida urbana.
Un abrazo.
MarianGardi ha dicho que…
El tiempo se para en este pueblo de montaña pirenaica.
Buena experiencia, espero no te encuentres demasiado sólo.
Besos Jose Luis
Pilar ha dicho que…
Leer un diario de alguien es escudriñar en su vida...El que escribe un diario y lo hace público es de una generosidad ejemplar...
Gracias. Me gusta como escribes...

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