DIARIO DE UN ESCRITOR
Arán, 6 de febrero de 2012
La rutina de la nieve se rompe hoy cuando la temperatura sube un par de grados. La que ha caído estos días se funde en parte y el resultado es una masa negruzca que se amontona en las aceras de las calles. La blancura inmaculada de la nieve se convierte en un sucio engrudo. En el campo, y en la montaña, y sobre los árboles de los bosques, la imagen sigue siendo bella y blanca. Pero en el interior del pueblo es otra cosa y el aspecto general de las calles es del de un gigantesco sidral, una palabra catalana que define muy bien lo que quiero decir.
***
No fui a dar más paseo que el necesario para recoger mi barra de cuarto de kilo de pan de leña y saludar, o más bien ser saludado, porque bajo su gorro de esquimal no la reconocí, a mi amiga paraguaya que me dio una buena nueva: a partir de mañana vuelve a vender prensa. Bien, porque me estaba quedando sin combustible para encender la leña de la estufa.
***
Compruebo que esa leña que he comprado días atrás en la gasolinera arde bastante peor que toda esa madera que, meses atrás, he ido recolectando, al mismo tiempo que limpiaba los bosques, por los alrededores del pueblo, a pesar de que muchas veces estaba húmeda. Para obtener una buena y duradera combustión prendo fuego a dos diarios completos y gasto una docena de cerillas. Después de una hora, por fin, sí, brota una llama constante que caldea el salón comedor y hace que la temperatura suba dos grados, hasta los 6.
***
Leo El mar sirgue siendo azul que es una buena lectura por lo bien escrita que está la novela y la original intriga que construye su autor, y añoro ese mar azul de La Graciosa, por ejemplo, aunque el mar del que habla el autor sea el de Palomares, localidad almeriense que se hizo famosa por las bombas atómicas que cayeron, sin explotar, sobre ella y el baño que el ministro Fraga, luego fundador de AP y reciente presidente fallecido del PP en donde estuvo hasta su último aliento y ya sin pelos en la lengua (Menudo trajín que se trae el Camps ese, por ejemplo), se dio con unos calzones gigantescos que hicieron historia. Pues bien, de ese incidente va la novela de Fernando Martínez López que recomiendo desde aquí y edita Baile del Sol.
***
Estuve mirando en FB las fotos de una conocida. Bueno, alguien que fue mucho más que una conocida y que ahora no sé exactamente qué es, en donde la podría ubicar en mi afán de clasificar lo inclasificable. Paseé mis ojos por unas fotos recientes de ella y no la reconocí, me resultó completamente extraña, no sólo en los rasgos físicos de su cara y la expresión de la misma sino en la forma de ser, que intuyo a partir de esas instantáneas, y moverse, que me la imagino formando con ellas una secuencia. Pensé que nunca la había conocido y que seguramente fue siempre fruto de mi imaginación, un espejo que puse ante ella y me dio una imagen distorsionada que era la que me gustaba. Recordé, mientras repasaba esas fotos con una sensación de extrañeza por dentro, en la mirada final que le dedica Jeremy Irons a Juliette Binoche en Herida de Louis Malle, no a ella sino al inmenso retrato que preside la pared de su estudio de pintor bohemio en el que el primer ministro británico se ha convertido tras su tsunami pasional que lo descabalga de la política, la familia y la vida; minutos antes, en una de las calles del pueblo al que se ha retirado como un ermitaño, ha tropezado con ella, ya convertida en otra mujer, con una pareja y unos niños que lleva de la mano, y ni tan siquiera se han saludado porque el personaje interpretado por Juliette Binoche no imagina que el tipo que, bajo esa pinta de pintor desastrado, casi tropieza con ella y la mira durante un segundo fugaz bajo un sombrero de amplias alas sea Jeremy Irons, el amante que incendió, por breve tiempo, su vida. Y es que siempre tuve presente esa película y cómo acababa y no me equivoqué en ninguno de sus planos, incluido éste, en el que me encuentro, aunque yo no pinte y siga haciendo lo mismo que hice siempre, escribir. ¿Por qué todo eso pasó? Porque seguramente yo tampoco fui real sino el personaje de una historia que alguien me estaba escribiendo.
***
Casi he terminado un relato que tiene un título curioso que me lo ha proporcionado una buena y generosa amiga que no cesa de ilustrarme con su sabiduría y darme lecciones de madurez a pesar de su juventud extrema: Mi relación con el Pippermint. Todo surgió de unas misivas que cruzamos comentando diversas bebidas alcohólicas y nuestras predilecciones hacia algunas de ellas, y yo le apunté mi extrañeza hacia esa bebida verde que parece un elíxir bucal. Me habló entonces ella de su relación con esa bebida, que empezó a los 13 y 14 años. Tan fascinante me resultó esa relación, platónica, según su expresión, aunque no pudo escapar a la tentación de probarla, que decidí robarle ese argumento, con su permiso, y escribir un relato que girara en torno a la relación de una niña con esa bebida alcohólica que centra luego parte de su vida sentimental. Está casi terminado, porque en literatura algo no se termina hasta que aparece negro sobre blanco, tiene cerca de una veintena de páginas y se lo dedico, como no podría ser de otra forma, a su inspiradora. Va una cerveza si se publica o gana algún premio. Va, creo que sería lo más justo y adecuado, Dama del Fuego, un vaso de Pippermint frapé. ¿No?
***
Me gustan las manzanas. Lo pensé mientras daba cuenta de la última verde que queda en la nevera, comprada hace una eternidad, y que se conserva tersa pese a su edad. Me gustan de todas clases y colores y eso es algo que he advertido en el curso de mi octava vida de anacoreta. Las rojas las suelo utilizar para repostería, para tartas tatín, compotas y mermeladas, transformadas bajo capas de azúcar y canela. Pero la que más me gusta es la verde, cuya textura, esa piel suave por la que se deslizan mis dedos cuando la acarician, me produce una sensación muy sensual en los momentos previos a su masticación. Me gusta pelarla con un cuchillo afilado, desvestirla de su tersa piel y comprobar, en su interior, entre su carne prieta, el jugo suavemente ácido y transparente que brota como si fuera la sangre de sus entrañas. Esas manzanas verdes las devoro a mordiscos, a veces incluso con la piel, que es fina y tiene un sabor agradable, y me place, entonces, ver el dibujo semicircular, como una sonrisa, que dejan mis dientes en su superficie y la van reduciendo hasta no dejar de ella más que la parte central y el rabo. Otras veces, tras sacarles el corazón y sus pepitas, las fileteo a conciencia en láminas casi transparentes para aderezar una buena ensalada de lechuga, maíz y nueces con la que esa fruta combina deliciosamente. En verano, las convierto en líquido, las someto a una violenta y ruidosa tortura, que ellas aceptan con agrado, y extraigo de su carne blanca todo su jugo que es un mosto de un verde suave y ligeramente acidulado. Me gustan casi todas las manzanas, pero prefiero las verdes.
***
Me acuesto últimamente tarde. Muy tarde. Las tres menos veinte, por ejemplo, hoy. Previamente caliento el dormitorio con el radiador eléctrico y así, cuando me desnudo para meterme en la cama, el ambiente está deliciosamente caldeado y concilio pronto el sueño. En esos quince minutos de duermevela, que empleo en mirar la luz que entra por el ventanal inclinado de la habitación abuhardillada, ya empiezo a soñar despierto con alguien que, seguramente, me debe de estar soñando. Por la noche, y eso lo sé, aunque despierte a la mañana siguiente en mi cama, soy otro y vuelo por encima de estas montañas nevadas y me meto en los sueños de otros. Y otras. Cuando me despierto el sueño es otro.
La rutina de la nieve se rompe hoy cuando la temperatura sube un par de grados. La que ha caído estos días se funde en parte y el resultado es una masa negruzca que se amontona en las aceras de las calles. La blancura inmaculada de la nieve se convierte en un sucio engrudo. En el campo, y en la montaña, y sobre los árboles de los bosques, la imagen sigue siendo bella y blanca. Pero en el interior del pueblo es otra cosa y el aspecto general de las calles es del de un gigantesco sidral, una palabra catalana que define muy bien lo que quiero decir.
***
No fui a dar más paseo que el necesario para recoger mi barra de cuarto de kilo de pan de leña y saludar, o más bien ser saludado, porque bajo su gorro de esquimal no la reconocí, a mi amiga paraguaya que me dio una buena nueva: a partir de mañana vuelve a vender prensa. Bien, porque me estaba quedando sin combustible para encender la leña de la estufa.
***
Compruebo que esa leña que he comprado días atrás en la gasolinera arde bastante peor que toda esa madera que, meses atrás, he ido recolectando, al mismo tiempo que limpiaba los bosques, por los alrededores del pueblo, a pesar de que muchas veces estaba húmeda. Para obtener una buena y duradera combustión prendo fuego a dos diarios completos y gasto una docena de cerillas. Después de una hora, por fin, sí, brota una llama constante que caldea el salón comedor y hace que la temperatura suba dos grados, hasta los 6.
***
Leo El mar sirgue siendo azul que es una buena lectura por lo bien escrita que está la novela y la original intriga que construye su autor, y añoro ese mar azul de La Graciosa, por ejemplo, aunque el mar del que habla el autor sea el de Palomares, localidad almeriense que se hizo famosa por las bombas atómicas que cayeron, sin explotar, sobre ella y el baño que el ministro Fraga, luego fundador de AP y reciente presidente fallecido del PP en donde estuvo hasta su último aliento y ya sin pelos en la lengua (Menudo trajín que se trae el Camps ese, por ejemplo), se dio con unos calzones gigantescos que hicieron historia. Pues bien, de ese incidente va la novela de Fernando Martínez López que recomiendo desde aquí y edita Baile del Sol.
***
Estuve mirando en FB las fotos de una conocida. Bueno, alguien que fue mucho más que una conocida y que ahora no sé exactamente qué es, en donde la podría ubicar en mi afán de clasificar lo inclasificable. Paseé mis ojos por unas fotos recientes de ella y no la reconocí, me resultó completamente extraña, no sólo en los rasgos físicos de su cara y la expresión de la misma sino en la forma de ser, que intuyo a partir de esas instantáneas, y moverse, que me la imagino formando con ellas una secuencia. Pensé que nunca la había conocido y que seguramente fue siempre fruto de mi imaginación, un espejo que puse ante ella y me dio una imagen distorsionada que era la que me gustaba. Recordé, mientras repasaba esas fotos con una sensación de extrañeza por dentro, en la mirada final que le dedica Jeremy Irons a Juliette Binoche en Herida de Louis Malle, no a ella sino al inmenso retrato que preside la pared de su estudio de pintor bohemio en el que el primer ministro británico se ha convertido tras su tsunami pasional que lo descabalga de la política, la familia y la vida; minutos antes, en una de las calles del pueblo al que se ha retirado como un ermitaño, ha tropezado con ella, ya convertida en otra mujer, con una pareja y unos niños que lleva de la mano, y ni tan siquiera se han saludado porque el personaje interpretado por Juliette Binoche no imagina que el tipo que, bajo esa pinta de pintor desastrado, casi tropieza con ella y la mira durante un segundo fugaz bajo un sombrero de amplias alas sea Jeremy Irons, el amante que incendió, por breve tiempo, su vida. Y es que siempre tuve presente esa película y cómo acababa y no me equivoqué en ninguno de sus planos, incluido éste, en el que me encuentro, aunque yo no pinte y siga haciendo lo mismo que hice siempre, escribir. ¿Por qué todo eso pasó? Porque seguramente yo tampoco fui real sino el personaje de una historia que alguien me estaba escribiendo.
***
Casi he terminado un relato que tiene un título curioso que me lo ha proporcionado una buena y generosa amiga que no cesa de ilustrarme con su sabiduría y darme lecciones de madurez a pesar de su juventud extrema: Mi relación con el Pippermint. Todo surgió de unas misivas que cruzamos comentando diversas bebidas alcohólicas y nuestras predilecciones hacia algunas de ellas, y yo le apunté mi extrañeza hacia esa bebida verde que parece un elíxir bucal. Me habló entonces ella de su relación con esa bebida, que empezó a los 13 y 14 años. Tan fascinante me resultó esa relación, platónica, según su expresión, aunque no pudo escapar a la tentación de probarla, que decidí robarle ese argumento, con su permiso, y escribir un relato que girara en torno a la relación de una niña con esa bebida alcohólica que centra luego parte de su vida sentimental. Está casi terminado, porque en literatura algo no se termina hasta que aparece negro sobre blanco, tiene cerca de una veintena de páginas y se lo dedico, como no podría ser de otra forma, a su inspiradora. Va una cerveza si se publica o gana algún premio. Va, creo que sería lo más justo y adecuado, Dama del Fuego, un vaso de Pippermint frapé. ¿No?
***
Me gustan las manzanas. Lo pensé mientras daba cuenta de la última verde que queda en la nevera, comprada hace una eternidad, y que se conserva tersa pese a su edad. Me gustan de todas clases y colores y eso es algo que he advertido en el curso de mi octava vida de anacoreta. Las rojas las suelo utilizar para repostería, para tartas tatín, compotas y mermeladas, transformadas bajo capas de azúcar y canela. Pero la que más me gusta es la verde, cuya textura, esa piel suave por la que se deslizan mis dedos cuando la acarician, me produce una sensación muy sensual en los momentos previos a su masticación. Me gusta pelarla con un cuchillo afilado, desvestirla de su tersa piel y comprobar, en su interior, entre su carne prieta, el jugo suavemente ácido y transparente que brota como si fuera la sangre de sus entrañas. Esas manzanas verdes las devoro a mordiscos, a veces incluso con la piel, que es fina y tiene un sabor agradable, y me place, entonces, ver el dibujo semicircular, como una sonrisa, que dejan mis dientes en su superficie y la van reduciendo hasta no dejar de ella más que la parte central y el rabo. Otras veces, tras sacarles el corazón y sus pepitas, las fileteo a conciencia en láminas casi transparentes para aderezar una buena ensalada de lechuga, maíz y nueces con la que esa fruta combina deliciosamente. En verano, las convierto en líquido, las someto a una violenta y ruidosa tortura, que ellas aceptan con agrado, y extraigo de su carne blanca todo su jugo que es un mosto de un verde suave y ligeramente acidulado. Me gustan casi todas las manzanas, pero prefiero las verdes.
***
Me acuesto últimamente tarde. Muy tarde. Las tres menos veinte, por ejemplo, hoy. Previamente caliento el dormitorio con el radiador eléctrico y así, cuando me desnudo para meterme en la cama, el ambiente está deliciosamente caldeado y concilio pronto el sueño. En esos quince minutos de duermevela, que empleo en mirar la luz que entra por el ventanal inclinado de la habitación abuhardillada, ya empiezo a soñar despierto con alguien que, seguramente, me debe de estar soñando. Por la noche, y eso lo sé, aunque despierte a la mañana siguiente en mi cama, soy otro y vuelo por encima de estas montañas nevadas y me meto en los sueños de otros. Y otras. Cuando me despierto el sueño es otro.
Comentarios
;)