DIARIO DE UN ESCRITOR
Juneau, 13 de mayo de
2013
Llegamos a Juneau a las cuatro de la madrugada. De
día. Las noches en Alaska son breves en esta época del año. Me acuerdo, al hilo
de la brevedad nocturna, de una buena película, Insomnio, y de Al Pacino, su
protagonista, un policía que persigue a un sádico asesino (Robin Williams) por
Alaska, bajando la persiana de su dormitorio para poder dormir. En Alaska cunde
el tiempo. Se multiplica.
La furgoneta del hotel nos viene a buscar a la
estación marítima. Llueve con fuerza. El conductor es un joven de cabeza
rasurada que habla con el pasajero impedido que va en el asiento de al lado.
Viaja mucha gente en silla de ruedas a
la última frontera. Camino de Juneau cruzamos lo que parecen lagunas y
plácidos ríos que no son otra cosa que los fiordos del mar internándose entre
las montañas de Alaska. El agua, con la marea alta, casi besa el arcén de la
carretera. Un paisaje espectacular que para verlo en otros lugares del mundo
hay que trepar hasta dos mil metros de altura y aquí encuentras al nivel del
mar.
Estamos en la parte más estrecha del estado más
extenso de Estados Unidos, una franja de tierra recortada, delgada, que se mete
en territorio canadiense y se fragmenta en cientos de islas. Una espina de
pescado. Una división del territorio que se me antoja absurda y no sé con qué
criterio se hizo.
El motel es un edifico destartalado de madera de
tres plantas en forma de U alrededor del parking, The Driftwood Lodge, pero
bastante céntrico. Nuestra habitación, la 317, está en la tercera planta, pero
a las cuatro y media de la madrugada alguien duerme todavía en ella así que no
podemos ocuparla. Vemos a unos borrachos entrando en su cuarto con botellas de
alcohol escondidas en bolsas de papel que dormirán la mona hasta muy tarde y
curarán su resaca con un nuevo trago. The Driftwood Lodge es un motel en donde
bien podría pernoctar Cain Brother en su fuga y subida al norte. Una cafetería
próxima abre a las 5 y media. El desayuno es el aburrido huevos a la plancha,
patatas rayadas medio crudas y las tostadas untadas de mantequilla salada. Me
sienta como un tiro. Echo en falta el cruasán del Starbucks. Además tengo sueño
y acumulo cansancio. Son las cinco de la mañana y de no haber nubes
cubriéndolo, luciría el sol.
Juneau es la capital de Alaska. Tiene bastantes
menos habitantes que Sant Cugat, por ejemplo: 32.000. El Capitolio del estado,
al contrario que los capitolios de los 48 de abajo, como suelen referirse los
habitantes de Alaska al resto del país, porque ellos están en el Norte
absoluto, no es un edificio con columnas ni cúpula, como manda la tradición
capitolina, sino un moderno armatoste de piedra que parece sacado de la época
soviética, y quizá podría serlo si los zares no lo hubieran vendido Alaska
antes de llegar Vladimir Illich Lenin al poder, desastrosa operación comercial,
a los norteamericanos por unos pocos rublos. Ese capitolio no tiene el más
mínimo interés, quizá por eso puedes visitarlo sin que te registren, sin que ni
siquiera pases por un detector de metales, y entrar en los despachos de los
congresistas y senadores (uno se llama Munoz), en el del gobernador que fuera
en donde Sarah Pallin estaba hasta que McCain tuvo la desafortunada idea de
formar tándem con ella, y en la sala en donde los congresistas deliberan sobre
la pesca del salmón, las ayudas a la cultura tlingit,
una de las muchas etnias indígenas, o las concesiones para perforar el Ártico
en busca del petróleo que consume a destajo este país singular.
En una de las paredes, junto a los demás
gobernadores, aparece el rostro de la eximia representante del Tea Party cuyo
desconocimiento político e incultura corrió pareja con las del presidente
George W. Bush, un hijo de papá estúpido dominado por su segundo Dick Cheney.
Si Bush Jr. fue sorprendido el 11S leyendo un libro al revés, por lo
familiarizado que estaba con ellos, o estuvo a punto de atragantarse durante la
retransmisión de un partido de béisbol con una galleta prezeld, Sarah Pallin era
incapaz de recordar el último libro que había leído, porque no leía ningún
libro ni prensa, no tenía pasaporte, porque nunca había salido de Alaska, y se
jactaba en público de cazar inofensivos alces.
─No sé cómo McCain la eligió como segunda, a esa
burra. Claro, la gente votó a Obama, porque si le pasaba algo a McCain, que
estaba delicado de salud y era mayor, podría pasar cualquier cosa con la Pallin
en la Casa Blanca.
Armageddon, posiblemente.
─Tendría un lío con McCain
Juneau es, literalmente, tres calles largas,
encajonadas entre altísimas montañas, desde cuyas alturas se despeñan cascadas,
y el puerto en donde atracan lujosísimos y gigantescos cruceros que desembarcan
a diario nubes de turistas ansiosos de ver paisaje y comprar recuerdos en las
tiendas de la capital. Y la ciudad vive de esas bandadas de compradores
compulsivos que vomitan esos monstruos marinos de diez pisos en donde los
camarotes tienen terraza con mesa, sillas y tumbona, hay varias piscinas,
discotecas, salas de cine, gimnasios y hasta pista de golf, y sus huéspedes
deben bajar de etiqueta a cenar.
Las casas de Juneau, todas de madera, están pintadas
en colores pastel y recuerdan a las de los westerns. Abundan, entre el comercio
de su calle principal y carretera que bordea la costa de ese fiordo, las
tiendas de joyería, oro, que aún sigue brotando de las entrañas de Alaska desde
los tiempos de Jack London, comercios en donde te venden o envían a tu país
salmón ahumado y muchas cervecerías que indican que el estado no es abstemio.
Aún queda una impronta importante del pasado ruso del territorio, así que,
además de una iglesia ortodoxa de madera pintada de blanco con cúpula en forma
de bulbo y cruz coronándola, que está en una calle empinada próxima al
Capitolio, hay una Casa Rusia, en lo más céntrico de Juneau, en donde venden
toda clase de matrushkas y gorros del ejército soviético de astracán negro con
la estrella soviética, y la hoz y el martillo dentro de ella, por la que siento
nostalgia infinita, como símbolo de rebeldía, aunque nunca fui comunista. Tomo
uno de esos gorros, con intención de comprarlo, porque creo que con la hoz y el
martillo sería un tipo singular en el Valle de Arán, pero lo dejo a la misma
velocidad cuando leo el precio: 85 dólares. No son imitaciones, son de verdad,
soviéticos, de cuando el imperio rojo se desmoronó como un castillo de naipes y
vendieron todos los símbolos de su ejército para acumular dólares. Imagino que
algún general corrupto, algún Nikita Solaiev, se habrá embolsado un buen
montón de dólares colocando los cuatrocientos mil gorros rusos de sus tropas en
los mercados del mundo.
Quien pase por Juneau, y nosotros pasamos, entra
inexorablemente en el Saloon Red Dog, en pleno epicentro de la ciudad. El local
se ha hecho tan famoso que hasta tiene una tienda de gadgets al lado en donde
puedes comprar camisetas, sudaderas y vasos de café con el logotipo del terrier
rojo. El saloon es como los del Oeste, con medias
puertas abatibles de madera con las que hay que tener cuidado de no recibir en
la cara un golpe, serrín en el suelo y jolgorio dentro. No hay tiroteos ni
peleas a puñetazos. Hay tanta gente en el interior que un camarero, en el
exterior, te va dando paso según el Red Dog se vacía. Ocupamos una mesa debajo
de donde el entertainer, una
profesión que sólo existe en este país, desgrana chistes para la alcohólica
concurrencia, rasguea una guitarra, sopla una trompeta y canta con voz de Louis
Armstrong. El local es tan pintoresco por la pobre fauna disecada que decora
sus paredes de tablones (alces, ciervos mula, osos, pieles de oso, un osezno
trepando por una columna de madera) como por la fauna viva que se arracima
alrededor de pequeñísimas mesas, bebe cerveza a destajo mojándose barbas y
bigotes (no desentona mi aspecto, al contrario, mi adorno capilar es modesto al
lado de barbas que llegan al ombligo o bigotes que caen sobre los hombros) y
ríe a risotadas la ristra de chistes del entertainer,
un tipo jubilado, sin un pelo en el cráneo, tocado con bombín y que se aburre
tanto en casa, o aburre tanto a su esposa, que se dedica a entretener a la
gente que le aplaude en Red Dog. Ésa, la de divertir a los demás por unos pocos
dólares, es una profesión bien triste porque tienes que ejercerla aunque ese
día haya muerto tu padre o a tu pareja la hayan detectado un tumor maligno. El
norteamericano, por lo general, es un pueblo que ríe fácilmente y que agradece
los chistes. Tipos chistosos han sido presidentes de la nación quizá por eso:
Clinton, el varón que creyó que una felación no era sexo, y Bush, que
bombardeaba Irak a golpe de chascarrillo, se reían a carcajadas y hacían reír a
sus seguidores. Se puede ser asesino y ser muy simpático. Me acuerdo de la
interpretación genial que hizo Dustin Hoffman de Lenny Bruce, un enterteiner heterodoxo, en la extraordinaria
película en blanco y negro de Bob Fosse, y en su pareja, la exuberante Valerie
Perrine, un cuerpo espectacular que se perdió en el olvido como suele suceder
en una industria tan machista como la del cine. El Red Dog no es un local barato,
porque imagino que hay que pagar a los tres graciosos que encadenan sus shows
ante el público, y una pizza grasienta y unas hamburguesas de salmón con dos
cervezas Amber Alaska cuestan 35 dólares. Escupo sobre el serrín del Red Dog y
salimos.
Las calles de Juneau están muy concurridas después
de que dos enormes paquebotes llamados Princes Star, que viene de
Australia, y doce pisos, y Westerdam, matriculado en Rotterdam, y diez pisos,
hayan desembarcado a su torrente de pasajeros que en las nueve horas de atraque
querrán verlo y comprar todo lo que puedan. Nunca viajaría por el mar en
un rascacielos tumbado.
Subir al Mount Roberts con el teleférico es mejor
que subir andando por un sendero interminable hasta su cima que debe de tener
pendientes de infarto. Tampoco es barato, 32 dólares nos cuesta a los dos, pero
las vistas de Juneau y de su fiordo desde sus quinientos metros de altura
merecen el paseo y el precio. Arriba, en la cima, en donde nos deja el
teleférico, hay nieve en abundancia, que llega casi a los dos metros de
espesor, y han sido cerrados todos los caminos con cadenas y hay letreros que
alertan del riesgo de avalanchas, con lo que no hay otra cosa que hacer que
mirar las panorámicas, hacer fotos, meterse en las tiendas de recuerdos o ver
una película sobre la etnia tlingit que gestiona ese teleférico.
Los empleados del Mount River son todos tlingit o esquimales, aunque voy a decir inuits, porque el término
esquimal es tan peyorativo como llamar indio a los tlingit: un insulto.
Un inuit muy gordito, que me recuerda al
cazador protagonista de Dersu
Uzala, la obra maestra de Akira Kurosawa que me viene muchas veces a
la cabeza saboreando los paisajes de Alaska que se parecen a los de Rusia, a
los de Siberia en concreto, nos abre la cabina. Quien maneja el teleférico, y
nos larga una conferencia durante el trayecto de diez minutos, es una gruesa
jovencita tlingit de piel oscura y cabellos negros como
el azabache que luce un mechón azul. Vamos a ver muchos tlingit e inuits por nuestros paseos por Juneau.
También es tlingit la mujer que nos da una charla, antes
de que empiece una película sobre su tribu, en una pequeña sala de cine de
Mount River. Nos da unas pocas nociones de su lengua que suena extraña a mis
oídos. I gu..aa yáx x’wán.
Gunalchésh. Wáa sá iyatee? Yak’éi. Ax xooni. Hola, Gracias, Cómo estás?
Bueno, Mi amigo, respectivamente. Durante la película echo una siesta. Llevo
levantado desde las cuatro y media y me muero de sueño. Y el tiempo sigue sin
pasar. Las cinco de la tarde y más luz que por la mañana.
El tiempo no pasa en Juneau, se expande como un
chicle en la boca. Hoy el día, para nosotros, tiene ocho horas más de duración
y cuatro más de luz. En una librería, después de hojear una serie de libros de
fotografía, me decanto por uno de un fotógrafo japonés llamado Michio Hoshino
cuyas instantáneas sobre la naturaleza de Alaska son esplendidas. Al ir a
pagarlo la joven vendedora intenta explicarme algo en inglés que yo no entiendo.
─Sorry, i spike very bad english─que eso sí sé
decirlo.
─What ar you from. Canadien?
Me toma por un canadiense de la parte francófona
supongo que por mi gorra.
─Spain.
─¿Español? Yo soy de Miami. Un placer tenerlo aquí
con nosotros.
Y me explica la historia de ese fotógrafo japonés
cuyo libro compro, que fue devorado por un oso en Siberia.
Lo lamento, pero eso es lo que sucede cuando nos
olvidamos de que los animales, por muy amistosos que parezcan, son salvajes y
nosotros, para ellos, un bocado.
Unos cuantos locos por los animales han dado con sus
huesos en Alaska. Un californiano que ponía nervioso a cualquiera, Timothy
Treadwell, se dedicó durante años a trabar amistad con los gigantescos gryzlis para probar lo inofensivos que eran.
Grabó, eso sí, imágenes espectaculares como una pelea entre dos machos
enfurecidos que parecían Mike Tyson versus Holyfield y utilizaban zarpas y
colmillos para desgarrarse. Se lo comió un oso, a él y a su novia, y con el
material rodado que encontraron quienes se llevaron sus restos Werner Herzog
hizo una de sus películas, Gryzli
Man, título poco imaginativo. Otro loco, Christopher MaCandless, se
fue a vivir a una caravana en Alaska y el frío y el hambre dieron cuenta
de él.
Lo extraordinario de Juneau no está en la ciudad
sino a doce millas, en el interior, aunque desde la costa, por su grandiosidad,
sea visible. Alquilamos un coche para ir al glaciar Mendenhall que se halla a
continuación del lago del mismo nombre. El nombre original del glaciar era Sitaantaagu,
el glaciar que está detrás de la ciudad, en lengua tinglit, o Aak’wtaaksit, el glaciar del pequeño lago, pero John
Muir, al que le voy siguiendo los pasos en este viaje por el Oeste y Alaska, lo
rebautizó con el nombre actual en honor de Thomas Corwin Mendenhall, físico y
meteorólogo.
Llegamos que apenas llovizna, con buen tiempo,
porque lloviznar es un tiempo excelente en Alaska en donde todavía no vi el sol
un solo segundo desde que llegué. El camino que hacemos desde el centro de
visitantes hasta las paredes del impresionante río de hielo y la cascada Nugget
resulta algo tenso por la presencia de osos en la zona. MJ canta a voz en grito
y yo miro constantemente a mis espaldas y a las laderas boscosas por si veo
algún movimiento entre las ramas. No topamos con ninguno grizly, pero vemos huellas de
oseznos en una playa que bordea el lago, con sus garras bien marcadas en la
arena. Al parecer estuvieron ayer por la tarde merodeando por la zona, y donde
hay oseznos hay mama osa.
El glaciar alterna el hielo blanco con el azul,
tiene un grosor de unos treinta metros y está cuarteado. Rellena toda la
vaguada de la montaña por la que se desliza a una velocidad que el ojo humano
no aprecia. Una lengua de hielo impresionante de cuando la Tierra sufrió una de
las glaciaciones, en uno de sus cambios climáticos, y todavía resiste al
aumento general de la temperatura. Trozos del mismo flotan, como icebergs en
miniatura, en las aguas del lago, más abajo, que alimenta la cascada
Nugget, un buen lugar para que los osos se aposten a tomar su dieta de salmón
diaria, que se precipita por una pendiente de roca y crea una nube de agua eterna
que te empapa como te acerques. La naturaleza quieta y milenaria del glaciar y
la salvaje, agreste y siempre moviente de la cascada frente a frente. Dos
fenómenos del agua en este territorio de belleza sombría e impresionante que es
Alaska que no invita a vivir porque la vida allí es una lucha constante con los
elementos, tierra de promisión para gente de perfil rudo, aguante físico y que
no tema encontrarse a sí mismo en la soledad más absoluta, territorio que
acumula el mayor índice de alcoholismo y suicidios por habitante del país.
Regresamos a Juneau y buscamos un restaurante en
donde comer salmón, un capricho que tengo dese que llegamos a la última frontera. Hay, junto
al puerto, uno grande y bonito, de madera, especializado en pescado. El salmón
cuesta 25 dólares, algo que no entiendo por la enorme cantidad que pescan. Lo
hacen a la plancha y lo sirven con arroz y una salsa de mango. Está bueno. Lo
tragamos con una Amber Alaska mientras observamos, no sin cierto horror, que la
mayor parte de los comensales se decantan por las hamburguesas con patatas
rebozadas en salsa barbacoa y fritas a las que encima ponen kétchup. La dieta
americana que genera monstruos. Nosotros pecamos a los postres. El brownie con helado de café y nata montada que
me tomo está bueno, pero es excesivo, como todo en Estados Unidos. MJ se toma
un cubo de helados variados.
Me llama la atención la cantidad de filipinos que
hay en la ciudad y que ésta tenga, incluso, restaurantes de esa nacionalidad y
algunos comercios. Descubro pronto el porqué. Las tripulaciones de los lujosos
transatlánticos que atracan en Juneau son de esa nacionalidad.
Regresamos a nuestro maravilloso motel a las seis, y
a las siete yo ya duermo, muerto de sueño, tras haber bajado hasta el final
todas las persianas de todas las ventanas. Las noches son cortas en Alaska en
esta época y eternas en invierno.
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