DIARIO DE UN ESCRITOR
Homer, 24 de mayo de 2013
El
desayuno lo tomamos en el hotel Totem Inn de Valdez. Son las nueve de la mañana
y luce el sol del mediodía. Pedimos dos huevos a la plancha y el café americano
sobre el que sigo teniendo la misma negativa opinión, pero no hay alternativa.
Desayunar
entre animales disecados es algo a lo que no estoy acostumbrado. El lobo ártico
me da la bienvenida al comedor, desde la vitrina de la entrada (algo sucede con
los lobos disecados que los tienen siempre en vitrina; otro en Fairbanks, junto
al Salmon Bake, estaba en la misma situación); la cabeza de un enorme alce
disecado mira al vacío desde una de las paredes; una enorme cabra blanca me
mira por encima del hombro mientras me tomo los huevos a la plancha.
Homer,
según el gps, dista exactamente once horas de Valdez. Hay que volver atrás,
hasta esa única gasolinera que hay en el camino entre ésta y Fairbanks y pasar
de nuevo por Anchorage. Pero tardamos bastante menos porque MJ conduce rápido y,
con mucha habilidad, reduce esas once horas en sólo 8.
El
destino quiere, de momento, que sobrevivamos a Alaska y después de Alaska. Un
puente que deberemos tomar dentro de cuatro días para ir a Vancouver desde el
estado de Washington cayó al río, porque no resistió la colisión de un camión,
llevándose al fondo unos cuantos turismos. Ignoró si las víctimas del accidente
han conseguido sobrevivir, pero eso alterará y alargará nuestra ruta. El
segundo incidente se ha producido hoy,
bordeando el nevado parque de Denali, cuando dos gigantescos alces cruzaron
parsimoniosamente la carretera y ya estábamos encima. MJ es una buena
conductora y los frenos respondieron, pero las enormes bestias quedaron a medio
metro escaso de nuestro parachoques.
Comer
en Alaska es sumamente complicado como no te hagas amigo de un nativo o lleves
abundancia de provisiones en el maletero del coche. Los pocos restaurantes que
vemos, dos, están cerrados. Así es que se nos pasa la hora de la comida en la
carretera, recorriendo paisajes de ensueños, bosques sin fin, lagos helados,
ríos caudalosos y montañas nevadas.
Anchorage
es otra ciudad con el sol que poco tiene que ver con la sometida a esa
intempestiva nevada que estuvo a punto de bloquearnos en ella hace una semana,
pero pasamos de largo tras poner gasolina. No hay tiempo si queremos llegar
antes de las once a nuestro destino.
Damos
la vuelta al pequeño cabo en donde está la segunda ciudad en número de
habitantes de Alaska y avanzamos por la muy concurrida Seward Hwy bordeando el canal Turnagain junto a la vía
del tren.
—¿Cómo
es que hay tantísima circulación por esta carretera?
—Debe
de ser fin de semana.
En
efecto, lo es, y además soleado.
El
canal, por la marea baja, es un gigantesco barrizal que tiene el aspecto de una
ciénaga que te tragará en cuanto aventures un pie en él, pero la visión de esa
arena brillando por el agua que lleva en su seno y las nevadas montañas del
fondo que se reflejan en ese espejo natural es sumamente bello. Me sigo
emborrachando de paisajes.
Al
entrar en la península de Kenai cruzamos el inmenso bosque boreal del Chugach
National Forest. Descubro otra razón para el escaso crecimiento de este tipo de
arboleda: el subsuelo no sólo es pobre, sino que está helado. La carretera se
bifurca y un ramal va a Hope y el otro, el que tomamos, a Homer. En la
península de Kenai la temperatura es tan alta que cuando detenemos el coche
para hacer fotografías salgo con manga corta, los lagos no están helados, sino
que tienen un agua azul clara, y lo ríos ya no están sepultados bajo masas de
nieve.
Bordeamos
parte del alargado lago de Kenai y seguimos el curso de su río que corre
impetuoso entre lajas y con aguas límpidas paralelo a la carretera. Pasamos
pequeñas poblaciones sin encontrar ningún sitio en donde comer. No parece
importarles mucho el turismo a los habitantes de la última frontera.
Finalmente, poco antes de llegar a Soldotna, encontramos la pizzería Magpie’s y
no dudamos en entrar. Son casi las siete de la tarde y desde el desayuno con
huevos en el restaurante del hotel Totem Inn a las nueve no hemos probado
bocado porque MJ se dejó mis patatas Pringel en la habitación.
El
local es curioso. Unos lugareños hablan con una camarera, acodados a la barra y
han dejado sobre unos butacones sus rifles de repetición con mira telescópica.
En la última frontera cazar es una diversión pero también una necesidad. Las
paredes del comedor las ha pintado un artista local, quizá el marido de Magpie,
con un paisaje lacustre y fluvial en donde está representada toda la fauna de
Alaska: un oso, un lobo, un alce y un águila calva.
No hay
Amber Alaska en esta parte del territorio, así es que nos traen una cerveza
oscura y amarga que recuerda a la que nos tomamos hace casi un mes en Ojai y se
nos atragantó. Y pedimos media pizza vegetal y media pepperone tamaño mediano.
La pizza ocupa la mesa y nos hartamos pronto. La carta del restaurante anuncia
una ensalada griega y hace hincapié en que es enorme, no exquisita. Doy fe de
ello. Mi vecino de mesa, que ha entrado con su mujer y su prole, la pide y el
plato desborda verduras crudas. El comensal se cansa pronto y el resto de esa
enorme ensalada que no se ha comido va a parar a una caja de cartón que se
lleva.
La
pizza nos harta, que es lo que pretendemos, pero pecamos de gula y pedimos a
continuación una tarta de queso bastante mejor que el primer plato que hemos
comido.
A
partir de Soldotna ya aparece el mar con frecuencia a nuestra derecha. El día
es soleado y las vistas desde lo alto de acantilados a donde llegan las cabañas
de algunos privilegiados son magníficas. Ninilchik parece una población de
origen ruso y quizá mi ruso, el cocinero Alexei que en horas libres, cuando no
caza o pesca, rememora la gastronomía de sus ancestros, sea de allí.
Ese
capítulo, el de Alexei, Cain Brother y Tina Blondie lo tengo en mi cabeza hasta
en el último detalle. Sucesivas siestas de posos minutos, a lo largo del viaje,
me ayudan a ello.
Nos
detenemos un momento para contemplar las vistas sobre Homer desde un mirador
antes de llegar a la población. La impresionante Kachemak Bay está bañada por
un mar que llega en alguna zona a los doscientos metros de profundidad aunque
nadie lo diría viendo su aspecto apacible hoy. El azul del cielo se solaparía
con el del mar si no los separa la franja blanca de las montañas nevadas de
Kenai.
Al
contrario que Valdez, Homer es una ciudad dispersa, pero lo primero es
encontrar el hotel, el Pioneer Inn, al que llegamos sin dificultades, y dar con
la habitación porque los propietarios ya se fueron a dormir. A MJ le dijeron
que dejarían la habitación abierta y con la llave dentro, así es que no tardamos
en encontrarla: la A, con buenas vistas a la Kachemak Bay.
La
parte más atractiva de Homer está en el Spit, una delgada lengua de tierra que
se adentra en el mar en donde está el puerto de pescadores, el del ferry y otro
industrial. Comienza el fin de semana, hace buen tiempo, va a lucir el sol en
los próximos días, algo excepcional en Alaska, así es que la reducida lengua de
tierra está literalmente ocupada por centenares de enormes caravanas y
campistas que arman sus tiendas en la playa de arenas oscuras y encienden
fogatas para calentarse o cocinar la cena.
Cerca
de la estación del ferry hay una playa en la que parece que la pesca es buena:
hay una docena de pescadores inuit y una bandada de gaviotas no se mueve de la
zona. Dos chicas, entusiasmadas por su éxito, arrastran fuera del mar,
prendidos de los anzuelos de sus cañas de pescar, dos peces medianos que les
solucionan la cena.
Será
por la dieta de pescado, mucho más sana que la de carne, y porque los
habitantes de la última frontera están siempre activos para sobrevivir (se
hacen sus casas, van en barca por los río, sobrevuelan los lagos con sus
hidroaviones, talan árboles, cazan y pescan) que he visto en Alaska mucha menos
gente obesa que en el Oeste de EE.UU.
El
pescado más típico de Alaska, más que el salmón, aunque no sea muy barato a
pesar de su abundancia, es el gigantesco halibut. Homer organiza campeonatos de
pesca de esa especie y gana el pescador que consiga la presa más grande. El
halibut ganador del año pasado resultó ser una bestia marina que pesaba 130
kilos.
Siguiendo
la tradición nos tomamos sendas Coronas en el bar Salty Daw Saloon. El local,
un antiguo faro reconvertido en bar de copas, rebosa gente de todo tipo y
condición, pero abundan los pescadores de Homer que aún van calzados con sus
botas y beben a morro sus birras. De las paredes del bar cuelgan billetes de 1 dólar,
quizá mil o más, inutilizados por los mensajes que en ellos escriben, con sus
direcciones postales, o su correo electrónico, los parroquianos que allí
acuden: es como echar una botella con un mensaje en la inmensidad del océano.
Andar
por el Spit de Homer con las gafas de sol puestas a las diez de esa noche que
no existe no es una señal de esnobismo sino una necesidad. El sol todavía está
ato y deslumbra. No sopla ni una brizna de aire y la temperatura es agradable.
Mientras
MJ se queda en la habitación, yo bajo hasta el mar con mi cámara de fotos a
cuestas cuando son cerca de las once y media. Aun se ve muy bien por las calles
de Homer, pero soy el único peatón que se cruza con varios coches cuyos
conductores deben mirarme con extrañeza.
Cuando
paso por delante de un pequeño bosquecillo que da a la calle, entre un
restaurante mexicano y una oficina dental, un ligero gruñido me hace desviar la
vista y fijarla en una suave pendiente a pie de calle: un animal grueso y
grande, con el cuerpo recubierto de púas grises, arranca raíces de plantas para
comerlas y no parece haberse inquietado por mi presencia. Dejo que el puercoespín
siga con su tardía cena y llego hasta el mar cuando refulge sobre las montañas
nevadas de Kachemak una luna llena espléndida cuya luz dorada riela sobre el
mar de la Kachemak Bay.
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