DIARIO DE UN ESCRITOR
En el agua, 12 de mayo de 2013
Piso
Alaska cincuenta y cinco años después, cumpliendo un viejo sueño infantil. Así
es que me emociono, aunque ya estaba emocionado ayer y anteayer, cuando cruzaba
Canadá. La primera parada en La Nueva Frontera la hacemos bajo una lluvia
intensa. Lluvia acompañada de niebla. Lluvia y niebla acompañadas de frío. No
es una bienvenida muy cálida, pero es que Alaska, por definición, no tiene
porqué ser acogedora.
Llegamos
a Ketchitkan a las 7 de la mañana y tenemos dos horas de parada. No hemos visto
descender a Randall con su caravana ni nos hemos despedido de él, así es que
ése es un personaje al que le perdemos la pista definitivamente. En la
carretera, saliendo de la estación marítima, hay un Best Western que yo he
visto cuando se aproximaba a puerto el barco, y dentro del Best Western una
cafetería que ya tiene clientela a las siete de la mañana. La chica que nos
trae los vasos de agua con hielo es esquimal. Tiene la cara redonda, el cabello
muy negro y los ojos rasgados. Me recuerda mucho a María de Madeiros. Puede ser
su clon en Alaska. La camarera que nos toma nota es muy delgada, con aspecto
latino, hiperactiva y muy simpática. Es difícil ver caras hoscas en Alaska y en
los 48 de abajo, como llama el estado 49, el del norte, a los demás del país.
Pedimos los huevos a la plancha con patatas rayadas y tostadas francesas con
café. Hace tiempo que no tomo ese tipo de desayuno y se me atraviesa. Hay un
exceso de mantequilla salada derretida en las tostadas. Me las dejo. M.J. se
deja las patatas rayadas. Hay un tipo tres mesas más allá que lleva hablando
sin parar desde que hemos entrado a un interlocutor mudo que se limita a mover
la cabeza sin decir una sola palabra. Quizá esta gente solitaria hable cuando
tropiece con alguno de su especie o acabará gruñendo a un oso.
No
parece muy acogedor ese primer pueblo de Alaska. No hay más que una carretera
que corre paralela al canal marino por donde circulan camionetas y pickups
levantando cortinas de agua del asfalto que nos llueven sobre los bajos de los
pantalones. Llueve de forma persistente. Un torrente se desliza por una ladera,
pasa por debajo de la carretera y entre las columnas de madera que sustentan la
iglesia, y desemboca en el puerto marítimo. Hay amarrados en ese puerto un
centenar de pequeñas barcas de pesca. Una nota pide que los que tengan licencia
para pescar salmones y no la utilicen la devuelvan para que otro pescador haga
buen uso de ella. Más allá del puerto hay una zona industrial, un barrizal,
árboles que crecen a un lado de la carretera, la de la montaña, y agua calma,
la de ese brazo de mar que vamos siguiendo, al otro lado.
─Creo
que hiciste bien no siguiendo a Randall.
─Este
clima no es para mí.
No hay
gran animación en Ketchikan. Me pregunto qué hace la gente para que el tiempo
pase. Descubrimos un supermercado abierto y entramos. No hay nadie a esas
horas. Tienen gran cantidad de manzanas y unas naranjas extrañas, con una
especie de pezón abultado por donde se sujetan a la rama.
Regresamos
al barco, bajo la lluvia, empapados, media hora antes de que parta, porque M.J.
siempre tiene la manía de que lo pierde y no hay quien la saque de ella. Pero
antes de embarcar, casi tomando la pasarela, sorprendo con mi nueva cámara de
fotos Cannon a un águila blanca marina, especie de Alaska, alzando el vuelo de
la farola en la que se había posado. La instantánea recoge ese movimiento
espectacular de sus alas.
La
liturgia del desatraque es similar a la del atraque. El capitán del Columbia
demuestra una pericia increíble en acercar la nave al muelle, sin tocarlo, con
un frenado perfecto, y en separarse limpiamente a las 9 de la mañana. Seguimos
por ese brazo de mar hacia el norte que, a veces, por lo estrecho que es,
parece un río, pero pronto salimos a mar abierto, deja de llover sobre una mar
plana y el sol hace amago de salir por entre nubes azul cobalto. Es tal la
alegría que produce ese tímido rayo de sol en la cubierta de arriba que hay
peleas por hacerse con las hamacas. El paisaje marino es sencillamente
espectacular. El mar es blanco, sin una arruga, una superficie lechosa; el
cielo tiene cuatro tonalidades desde el azul oscuro al negro, pasando por el
gris y el blanco. Hay nubes a distintas alturas que cubren o despejan islotes y
montañas. Hay montes nevados, imponentes, que refulgen heridos por ese rayo de
sol que batalla por salir. Dejamos atrás una infinidad de islas e islotes
cubiertos de vegetación. Y el mar se estrecha, se forman canales marinos,
angostos, marcados por boyas que alertan de la profundidad del fondo para que
el barco vaya por el centro, lento, con el ronroneo constante de sus máquinas,
hacia el norte.
Hoy nos
despistamos con el horario de la comida examinando fotos y haciendo algunos
arreglos. Cuando fuimos al restaurante, a la una y media, cerraban, así es que
vamos, porque no hay otro remedio, a la infecta cafetería a tomar un cazo de
sopa de guisantes, que parece argamasa verde para unir ladrillos, y una tarta
sorpresivamente deliciosa de queso. Así es que no podremos despedirnos del
simpático camarero mexicano Máximo.
Nuevamente
el mar parece un río, y en el río, de cuando en cuando aparecen islotes que
surgen como fantasmas entre la niebla, o cascadas que se abren paso entre la
espesa arboleda. Llueve, una lluvia fina, pero es hermoso y wagneriano el duro
paisaje de Alaska. Perdidas entre los bosques, aisladas, a una y otra orilla de
ese mar calmo por el que sobrevuelan águilas blancas, gaviotas y cormoranes en
formación militar, hay casas de madera, ancladas en las orillas, palafitos que
miran al agua y de los que sale el humo de las chimeneas que indican que están
habitados, con sus barcas varadas en playas oscuras de tierra y musgo o
flotando amarradas a pequeños embarcaderos. Allí viven los aventureros
solitarios de Alaska, los que aman a ciegas la Naturaleza que se han casado con
ella y han huido de la civilización, las ciudades y los hombres para
encontrarse a sí mismos en su más absoluta soledad. Gentes que viven de lo que
cazan, de lo que pescan, que van a comprar al pueblo más próximo, cuatro casas
a varias millas de distancia, en sus canoas que cargan con víveres para
subsistir, que pasan los cinco meses de invierno sepultados por la nieve y
oyendo los aullidos de los lobos y el
rugido de los osos hambrientos que saben que en esas casas hay comida y harán
todo lo posible por forzar la puerta y entrar en ellas. Gente que no tiene más
compañía que el fuego en invierno, la manta sobre el cuerpo, la botella de
whisky alcance de la boca y su escopeta siempre a mano que es su seguro de vida.
Fuertes y valientes, supervivientes porque la naturaleza en Alaska es dura y
selecciona la especie y no todos son admitidos a ese paraíso que en los meses
de invierno, con la oscuridad total, se vuelve infierno blanco. En Fairbanks,
todavía más al norte, el termómetro baja hasta los sesenta grados. A esa
temperatura ni la nieve se compacta y la orina forma un arco sólido de oro
saliendo del pene. No se tiene frío, sino sopla el viento, pero uno se muere
sin darse cuenta porque se le hiela la sangre en las arterias. En las orillas
de ese mar que parece río, cuyas aguas no son azules sino verdes, porque
reflejan la arboleda que crece hasta el mismo borde, viven los herederos de
Jack London, los últimos pioneros nostálgicos de este país que sienten como
nadie la llamada de la selva que acabará convirtiéndolos en salvajes.
Agua
arriba, por un canal cada vez más estrecho, bajo la lluvia, el barco abre esas
aguas calmas con precisión y genera una ondulación perfecta que muere en ambas
orillas.
Bajan
troncos arrancados corriente abajo que golpean el casco de acero del Columbia.
Se cruza con el ferry algún que otro barco pequeño que está pescando y huye de
la trayectoria de ese gigante que sigue camino del norte. Aparece en un
ensanchamiento montañas nevadas, gigantescas, blancas hasta la cima que
sobresale de entre las nubes, y un pueblo, el segundo en el que nos detenemos,
en donde milagrosamente no llueve.
Viven
tres mil habitantes en Wrangell, descendientes de rusos, orgullosos de su
origen, dispersos por la costa diez millas, así es que aquí el coche lo
necesitan para verse unos a otros. Las construcciones, todas de madera, están
pintadas de colores pastel: azules, amarillos, rosas, sienas. Son casas
modestas, con las fachas deterioradas, que no desentonan con el verde del
paisaje que bajas hasta sus calles. Hay un pequeño puerto, unas cuantas
tabernas y otras tantas tiendas que tienen su encanto. Huele su puerto a
pescado. Recorremos sus cuatro calles principales, el centro de la ciudad, sin
ver el ayuntamiento, que quizá no tenga, y sí el campanario de juguete de su
iglesia. La sirena del barco nos llama a bordo. Desandamos lo andado y corremos
hacia la pasarela. Sube el último coche que se traga la bodega, y el último
pasajero que arrastra su mochila. Viene mucha gente sola a Alaska, de todas las
edades, hombre y mujeres, atraídos por su mística. Y se produce de nuevo la
liturgia del desatraque, los empleados que sueltan las maromas del muelle y las
lanzan a la cubierta del Columbia que las guarda para el próximo puerto.
Wrangell
queda a nuestras espaldas y esa postal de Alaska es, por ahora, la más bella
del viaje. Sopla el viento gélido, pero sigo en cubierta, atento al mar, por si
emerge de él algún cetáceo. Un norteamericano simpático y jovial se me acerca y
me dice que lo suyo es descubrir ballenas, que cuando vea una me avisará. Una
española de Elche, Alicante, que viaja en el barco con su hijo de pocos años,
entabla conversación con nosotros. Es la única española que viaje en el
Columbia y tiene su historia que contar. Llegó a Estados Unidos en el 2006,
trabaja de psicóloga, se casó con un norteamericano, vivió en Salt Lake City,
la ciudad de los mormones de Utah, en donde también viven sus otros tres
hermanos y se va a vivir ahora a Fairbancks, en donde en los inviernos el
termómetro baja hasta los sesenta. Una aventurera.
─Tienes
casa.
─No.
Alquilaremos una cabaña hasta el verano. Luego cogeremos una casa.
Hablamos
del jamón serrano, del chorizo, de los huevos fritos con patatas, de las
lentejas con chorizo, de lo mala que es la comida en este país. Y de lo mal que
está España, hundida por los tramposo y sin trabajo para nadie. Madre e hijo
duermen en cubierta, en una hamaca, resguardados bajo techado y aventados por
la calefacción que hace habitable ese espacio semiabierto.
─Echo
en falta la comida, pero también a los españoles. Tenemos amigos
norteamericanos, pero no es lo mismo. Tienen conversaciones muy superficiales.
No puedes hablar de muchas cosas con ellos.
Me
vienen a la cabeza Woody Allen, Arthur Miller, Tennesse Williams, Paul Auster,
William Faulkner… ¿Superficiales?
Algunos.
No le
pregunto por qué estudiaron todos los hermanos en Salt Lake City. Le digo que
escribo novelas.
─¡Qué
interesante! A mí me gustaría saber escribir, pero no puedo, no sé. ¿Qué clase
de novelas?
─De
todo: eróticas, fantásticas, históricas, pero fundamentalmente policiacas.
─Hablaré
con mi padre que lee mucho, a ver si le ha leído.
Bajo a
mi cubierta con techado cuando el frío arrecia. Viene el aire gélido del hielo
de las montañas nevadas y se une a la brisa marina. El mar se estrecha y es de
nuevo un río. Se pueden tocar casi las orillas, las ramas de los millones de
pinos. Hacia el norte, siempre hacia el norte, mientras me empapo de imágenes,
saboreo el paisaje, lo hago mío, me meto en esos senderos embarrados, habito
esas casas fantasmales de madera que cambian coches por barcas, atranco las
puertas para que no entren los osos famélicos a robarme la comida y escucho en
mis noches de insomnio el aullido de los lobos. Allí llegará Cain Brother, sin
acento, como James Cain, en su huida, a este lugar de La Última Frontera en donde
nadie se extraña de que arribe un solitario más, cansado de la ciudad y la
civilización.
No
estoy solo en esa cubierta. M.J. se fue a dormir la siesta, pero hay un hombre
obeso en silla de ruedas que fuma puros habanos y se cubre la cabeza calva con una
gorra del cuerpo de marines, su mujer con gorro ruso y un amigo alto, con gorra
de beisbol en la cabeza, que otea el horizonte con sus prismáticos buscando
cetáceos.
Llueve.
La lluvia deja un millón de orificios diminutos, como punzadas de agujas, en la
superficie llana del mar. Nos acercamos a nuestra siguiente parada, Petersburg,
que, pese a su nombre, está habitada por descendientes de noruegos que
encuentran ese paisaje muy similar al suyo. Llueve con fuerza cuando atracamos,
pero descendemos pertrechados con impermeables, desafiando a unos elementos que
son los normales en Alaska. La Última Frontera tiene que verse así, ya que con
sol es algo excepcional, una rareza, del mismo modo que Escocia es hermosa bajo
la lluvia o Arán es maravilloso llueva, nieve o haya niebla. Corremos,
chapoteando, hasta el puerto a tiempo de ver nadar a una solitaria foca parda
en él, entre quillas de barcos amarrados, y regresamos empapados cruzándonos
con lugareñas que lucen sus brazos desnudos en camisetas sin mangas, habituadas
al agua y a las bajas temperaturas. Subimos al barco y tomamos otra tarta de
queso, en el snack bar, y una bebida fría de chocolate.
Mañana
pisamos tierra, y bajamos: Juneau.
Comentarios
Sigue viajando y depositando todo ese savoir faire tuyo en letras y nosotros vamos a seguir bebiendo ese néctar de libertad que respirar y nos haces respirar. Un abrazo en solidaridad.
Cuídate y no salgas a hacer el arco dorado, no sea que se hiele el resto...
Cariños.
La cerveza de la una menos cuarto sigue huérfana. Te prometo que cuando vuelvas disfrutaremos de ese pescado tan ansiado y una buena botella de vino que harán que recuperes los sabores de ese excelente gourmet que eres.
Magnífico viaje en el que nos tienes a todos embarcados, disfrútalo y hasta tu regreso, un abrazo enorme.
El camarero que leía a Thomas Mann
Pues sí, me acuerdo de Arán, porque Alaska es Aran a lo bestia con noches de tres horas escasas en las que nunca se hace oscuro del todo.Hoy, navegando por un glaciar, el frío fue sencillamente espantoso, pero la belleza del entorno compensaba con creces el sufrimiento.
A ver ese pescado prometido. Ganas ya de la cerveza de la una menos cuarto. Aunque en Alaska, cosa rara, es donde mejor como de EE.UU. El salmón es buenísimo.