CINE / EL ELEGIDO, DE ANTONIO CHAVARRÍAS
EL ELEGIDO
Antonio Chavarrías
El asesinato de León
Trotsky en 1940, en Coyoacán, México, a manos del agente estalinista Ramón
Mercader, un crimen de estado perpetrado por los temibles servicios
secretos de Jósif Stalin, el
dictador comunista y feroz enemigo del intelectual teórico de la revolución
permanente que gobernaba con puño de hierro la URSS, no es la primera vez que
es llevado al cine. En el año 1972 Joseph
Losey, el cineasta norteamericano exiliado en el Reino Unido que pasó a la
historia del cine con obras tan notables como El sirviente o El otro señor
Klein, filmó El asesinato de Trotsky
con Richard Burton interpretando al
mítico revolucionario refugiado en México y Alain Delon como su asesino Ramón
Mercader, pero no recuerdo esa película como una de las más destacadas de
su director, más bien al contrario, como una de sus más adocenadas, olvidables
y aburridas.
Antonio Chavarrías filma El
elegido, con holgado presupuesto y localizaciones adecuadas, en España y
México, como thriller político, al estilo de las novelas del maestro del
espionaje John Le Carré, y se
centra, y ahí su originalidad, sobre todo, en esa relación freudiana entre el
estalinista asesino Ramón Mercader
(el actor y cantantes mexicano Alfonso
Herrera guarda un enorme parecido con Antonio
Banderas) y su dominante madre Caridad del Río (Elvira Mínguez) que no duda en sacrificar a su vástago en aras de
esa ortodoxia comunista para la que el partido era dios.
El elegido empieza en la contienda civil española —quizá uno
de los tramos más flojos por la falta de verosimilitud de las secuencias
bélicas de guerra de trincheras— en donde un joven miliciano del partido comunista llamado
Ramón Mercader, que salva al capitán
de su compañía Carles Vidal (Roger
Casamajor), es reclutado por su propia madre, militante de rango, y la
todopoderosa NKVD, personalizada en el agente soviético Kotov (Julian Sands), para una secreta misión.
De ese modo Ramón Mercader,
adiestrado en un paraje nevado de Rusia—en el que el espectador avispado reconocerá la Cerdaña
hibernal y el muro rocoso del Cadí enfrente—, pasará a ser el ciudadano belga Jacques Mornard, y, más adelante, el
canadiense Frank Jackson, un
personaje apolítico dedicado a sus negocios. Ese proceso, el de la asunción de
la personalidad de otro, sin necesidad de los implantes de memoria tan al uso
en la contemporánea serie Bourne, por
ejemplo, y la deshumanización del personaje—lo primero que le exige Kotov al agente en ciernes
es que mate a su perro—está narrado con efectividad por Antonio Chavarrías.
No pierde el pulso, sino que lo acrecienta, a pesar
de que el espectador conoce el desenlace del film, el tramo mexicano, con el
implacable proceso de seducción por parte de Ramón Mercader, convertido en Frank
Jackson, de la inocente activista norteamericana, la judía Sylvia Ageloff (la
inglesa Hannah Murray, la Gilly de Juego de tronos, demasiado beatífica
para el papel, no admite comparación con Romy
Schneider que encarnaba su personaje en el film de Joseph Losey), pieza fundamental para infiltrarse dentro del
círculo de León Trotsky (Henry Goodman) y su mujer Natalia (Frances Barber), y las investigaciones
previas al atentado por parte del inteligente y mesurado Coronel Salazar (el
excelente Emilio Echevarría de Amores perros), uno de los secundarios
mejor dibujados.
A pesar de una serie de secuencias claramente
fallidas—el confuso asalto al fortín de León Trotsky por un grupo de militares mexicanos afines a Stalin es
cinematográficamente lamentable— y a la escasa credibilidad del personaje de Sylvia Ageloff (cuesta imaginar alguien
tan inocente en el entorno del revolucionario) el film de Antonio Chavarrías, que huye deliberadamente tanto del debate
ideológico —quien más quien menos ya sabe qué clase de siniestro
personaje era Jósif Stalin— como del maniqueísmo—Caridad del Río, Kotov y
el propio Ramón Mercader asumen que
están desempeñando un papel histórico y se deben al sacrosanto partido
comunista soviético cuyas órdenes se obedecen sin discusión posible— se ve bien,
se beneficia de un buen plantel de secundarios—el chileno Brontis Jodorowsky, el hijo de Alejandro Jodorowsky, que interpreta al
trotskista alemán Otto; el mexicano Gustavo
Sánchez Parra, que encarna al guardaespaldas Balderas; el alemán Alexander Holtmann que interpreta al
ingenuo trotskista yanqui Sheldon) y atrapa al espectador, aunque conozca la
historia, gracias a la administración del crescendo de una historia que se
cuenta al modo clásico, de forma lineal, sin saltos al pasado ni al futuro.
Quizá el babel idiomático de la película, imagino
que para acceder al mercado norteamericano—inglés, ruso, castellano, francés y hasta una
palabra en catalán—que obliga a madre e hijo españoles a hablar entre
ellos en inglés, o a que lo haga un coronel del ejército ruso, sea un hándicap
que se acaba perdonando aunque chirríe a lo largo de la proyección, pero de lo
que no cabe duda es de que El elegido
es la película más ambiciosa en la carrera de Antonio Chavarrías—Una sombra
en el jardín (1989); Manila (1991); El hundimiento del Titanic (1993); Susanna (1996); Volverás
(2002); Las vidas de Celia (2006) y Dictado (2012) —que se
embarca en una aventura internacional de presupuesto mediano de la que sale
airoso gracias a su buen oficio y a que recrea con rigurosidad histórica un
hecho determinante en el descrédito del movimiento comunista internacional. El
héroe, para unos pocos—se le concedió la medalla de Lenin al cumplir los
veinte años de prisión a que fue condenado y durante los que siempre sostuvo
ser un ciudadano belga y nunca asumió ser Ramón
Mercader), y traidor para muchos, está enterrado en La Habana y concitó la
atención, entre otros, de los escritores Jorge
Semprún y Leonardo Padura. Falta por explicar, todavía, por qué se
utilizó tan aparatosa arma, el piolet de los escaladores—quizá para prolongar una agonía dolorosa en la
víctima—en vez de la discreta y manejable pistola.
Comentarios