CINE / FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN (1)
FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN.
PRIMERA JORNADA
Sienta
fatal eso de madrugar, conducir la mitad del camino de noche y aguantar con un
mísero café los 300 kilómetros que me separan de San Sebastián, pero todo sea
por el cine, y si es bueno, mejor, y por llegar a tiempo a retirar la
acreditación y sumergirme en la primera sesión de la mañana en el Kursal. Este
año, por fortuna, no tuve que sortear ningún cadáver de ciervo en el asfalto.
David
contra Goliat. La noticia es que venza el primero. Emmanuelle
Bercot (París, 1967) se prodiga tanto delante (La cabeza alta) como detrás de la cámara (Mon roi). La película francesa que abre la sección oficial viene
firmada por ella. Un thriller sobre el mundo de las farmacéuticas, las
poderosas, y, a menudo, empresas sin escrúpulos cuyo fin, como dictaminó El
Roto en una de sus demoledoras viñetas, es producir enfermos, y, a veces,
matarlos. Pero que no espere ver el espectador un espectáculo al estilo del que
orquestó Fernando Meirelles en El jardinero fiel. La historia que hay
detrás de La doctora de Brest es de
más estar por casa, aunque hay algún momento tenso y paranoico en el que la
protagonista expresa a su marido (un tipo apático, muy en la línea de Ralph Fiennes, por cierto, que no
molesta pero tampoco ayuda a la doctora guerrera) su temor a que le suceda algo
(Voy a llevar el coche a que le revisen
los frenos), y él le contesta, con humor, que no están ni en Rusia ni el
sur de Italia. La doctora protagonista de la historia (la cada vez más
solicitada y ubicua actriz francodanesa Sidse
Babett Knudsen) es una neumóloga de Brest que tiene sospechas de que un exitoso
fármaco, que toman algunas mujeres para perder peso y para combatir la diabetes,
tiene consecuencias peligrosas para las válvulas del corazón. Con la ayuda de
un colega médico, estudioso de la materia, el equipo próximo del hospital y una garganta
profunda infiltrada en la Seguridad Social, Papa
Noel, que le regala datos relevantes en torno a la mortandad relacionada
con dicho medicamento, y teniendo enfrente a la poderosa industria
farmacéutica, sus científicos comprados, sus medios de comunicación a su servicio
espurio y el chantaje económico (las farmacéuticas donan generosas cantidades a
los hospitales para que investiguen a cambio de que no les cuestionen sus
productos) Emmanuelle Bercot alza
una película canónica y sin riesgo, que se ve bastante bien (quizá sobra al
espectador con desayuno en el estómago alguna que otra sesión de operación y
autopsia en directo, y cuarenta minutos de metraje, porque la película nunca se
acaba) aunque es algo farragosa para el neófito en términos médicos que se
pierde en los primeros momentos en las conversaciones entre facultativos. Lo mejor de una función, que sale poco del ambiente
claustrofóbico del hospital (nos muestra a la abnegada doctora luchando a brazo
partido contra la fuerza del embravecido mar bretón en dos ocasiones), es sin
lugar a dudas la interpretación que hace de ella Sidse Babett Knudsen, llena de matices, guiños de complicidad al
espectador y en bastantes momentos moderadamente histriónica y divertida, lo
que quizá la haga merecedora del premio de la interpretación, el único al que
puede optar.
Todo
lo que tiene de canónica la película de Emmanuelle
Bercot, lo tiene de aparentemente rompedora la segunda muestra francesa del
festival, también en la sección oficial, a la que asisto con un pincho de
tortilla de patata (mi mísera dieta donostiarra en vez del txangurro) y una
cerveza en el estómago. Huérfana, de Arnaud des Pallières (París, 1961),
segunda película francesa que va a la Sección Oficial, va de eso, de mujeres
huérfanas, así es que el título no engaña, lo que engaña, y lía, es la historia
en sí, o historias, porque hay muchas historias protagonizadas por huérfanas en
la película, alguna del pretérito, la mejor (las niñas que juegan al escondite
en un cementerio de coches, y se pierden fatalmente), y las demás unidas por algunos
personajes comunes. La historia argumental es caótica, un verdadero
rompecabezas, sobre todo ese tramo incomprensible que circula alrededor de apostadores
de carreras de caballos; y las secuencias, muchas de sexo en coche (con
molestos subrayados sonoros de roce de cuerpos contra tapicerías), se suceden
sin ton ni son. Hay una adolescente Karine (Solène Rigot) maltratada por todos, también por su padre, que cada
dos por tres desaparece de su casa y busca compañía de tipos maduros (o los
manda al carajo, como a uno de ellos, inopinadamente, después de subirse a su
coche); hay una voluble muchacha sin padre ni madre ni trabajo, Sandra (Adèle Exarchopoulos) que se agarra al negocio de las apuestas de
carreras y al maduro mentor que le ofrece el trabajo; una femme fatale (la
británica Gemma Arterton), sofisticada
y algo lesbiana, que sale de prisión, se viste como un pincel y pasa
olímpicamente de su bebé; y una maestra de escuela, embarazada, Renee (Adèle Haenel) que finalmente no es
quien dice ser y tiene un pasado oscuro. Perdido entre discotecas, habitaciones
de hotel y descampados está Sergi López.
Una película inconexa.
Como
estamos en San Sebastián no puede faltar la lluvia, así es que corro de los
cines Trueba, que nunca me aclaro en dónde están, a una cafetería con mi magra
dieta donostiarra para seguir en pie: pastel vasco y café con leche, y, de paso
que me recompongo, espero que pase el tiempo para ver si amaina la lluvia
cuando tenga mi próxima cita cinematográfica en el Kursal 2.
La
sección Nuevos Directores, junto con
la de Perlas, suele ser una de las
más estimulantes del festival. Y el cine
que se hace en los Países Bajos uno de los mejores de Europa. Así es que Waldstille, el nombre de una pequeña población
de Holanda, opera prima de Martijn Maria
Smits (Breda, 1980), resulta ser una buena película, la mejor de lo visto
hasta ahora, lo que no tiene mucho mérito.
Un tipo que trabaja en una granja industrial de cerdos, introvertido y
algo huraño, causa la muerte de su novia, tras
una noche alcohólica, en un accidente de tráfico. Cuando salga de la cárcel
los padres de su novia, resentidos, le pondrán toda clase de impedimentos para
que vea a la hija que tuvo de esa relación y a la que sus suegros ocultan la
desgracia. Waldstille es una película
atmosférica (espléndida la fotografía que muestra un paisaje llano y desangelado,
en el que nunca luce el sol) que hurga en el dolor de ese hombre con
sentimiento de culpa (buena interpretación reforzada con primerísimos planos) por
lo que ha pasado e incapaz de hacerse cargo de su hija. Martijn Maria Smits detalla de forma muy gráfica esa juerga
alcohólica y desmadrada, rodada casi en tiempo real, en la que se masca la
tragedia, del principio para luego abocarnos en el infierno personal del malherido
superviviente.
Hollywood,
tras décadas de tenerlo en barbecho, y quizá movido por la envidia de las
revisiones que están haciendo del género diversas cinematografías europeas,
parece dispuesto a recuperar el western; lo que ya no resulta tan claro es la
justificación de los remakes de películas míticas (y ahí tenemos el fiasco de Ben Hur). Vaya por delante que Los siete magníficos, el western de John Sturges, adaptación de Los siete samuráis de Akira Kurosawa, nunca me pareció gran
cosa, así es que la película del afroamericano Antoine Fuqua (Pittsburg, 1966), que nos ha regalado algunas buenas
películas de género negro (Training Day y Los amos de Brooklyn) parte con ventaja. Reúne el director, de
nuevo, a Denzel Washington, en una
de sus peores interpretaciones (el papel de cazarrecompensas Sam Chisolm en el
salvaje Oeste no se lo cree nadie), y a Ethan
Hawke, que está a su altura. Desprovista de suspense (quien más quien menos
ya sabe el final) este western no tiene el aura de los clásicos que realizó Kevin Costner, un verdadero enamorado
del género en Bailando con lobos y Open Range, y se lanza al espectáculo de
acción. Antoine Fuqua pergeña
personajes de cartón piedra (el villano, que, de tan malo, raya el ridículo) y quema
sus cartuchos, literalmente, en la larga secuencia final del asalto y defensa
épica del pueblo por parte de esos siete guerreros variopintos que aúnan fuerza
y puntería en una buena causa común. No hay un solo momento de emoción en todo
su metraje y uno, mientras la veía, echaba en falta, no sólo los westerns magistrales
de John Ford o Howard Hawks, sino también los de Sam Peckinpah, Richard
Brooks o Robert Mulligan. A rezar para que no les dé a los yanquis por
hacer remakes de Sólo ante el peligro,
Centauros del desierto o El hombre que mató a Liberty Valance.
Mañana
seguimos.
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