CINE / FESTIVAL DE CINE DE SAN SEBASTIÁN (5)
FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN.
QUINTA JORNADA
Tercer día sin
desayunar y ya estoy pasando el Ecuador. La ausencia de cafeína la nota el
cuerpo. Y sacrifico el desayuno por nada. O casi nada. Pinamar es una película argentina dirigida por Federico Godfrid que va a la sección
Nuevos Directores. Dos hermanos, Pablo (Juan
Grandinetti), introvertido, y Miguel (Agustín
Pardela), extrovertido, van a la población costera de Pinamar para aventar
al mar las cenizas de su madre y vender el apartamento de los veraneos, y se
disputan una misma chica (Violeta
Palukas); la experiencia les sirve para conocerse un poco más. Nada más que
contar. Escasa sustancia. El cine, como todo arte, ha de sacudirte, aunque sea
de risa. En Pinamar nada, no te
sacuden ni las olas de una playa vulgar que podría estar por Benidorm. Echo de
menos ese café con leche y el pastel vasco que suele acompañarlo, una bomba
calórica a base de bizcocho de almendra y crema, que me he perdido por mi
disciplina cinéfila. Y no me da tiempo de tomarlo en ninguna de las cafeterías
que me cruzo camino del Kursaal, porque no tengo tiempo.
Muchísimo
público para la película americana As you
are que va a competición en la Sección Oficial. La experiencia es un grado
y trepo escaleras arriba, labor complicada con el estómago vacío, hasta el
último anfiteatro del mastodóntico Kursaal, otro gigante, para ocupar un
asiento central: me olvido forzosamente en el festival de la fila 7. Miles Joris-Peyrafitte es discípulo desaventajado
de Gus Van Sant. La historia mil
veces contada de adolescentes que sufren las consecuencias de parejas desestructuradas
y no se encuentran. Deberían hacer desaparecer la adolescencia por decreto ley.
La película está contada a través de las entrevistas policiales de una
investigación criminal. Dos muchachos inadaptados, Jack (Owen Campbell) y Mark (Charlie
Heaton) que entran en relación cuando sus respectivos padres separados Karen
(Mary Stuart Masterson) y Tom (Scott Cohen) se enrollan y toman la
decisión de irse a vivir juntos a una de esas maravillosa casas prefabricadas
plantadas sobre un jardín que forman parte del sueño americano. Entre los
chicos nace algo más que una amistad a pesar de que una muchacha mulata de buen
ver, Sarah (Amanda Stenberg) agita
sus hormonas adolescentes. Tom, el padre de Mark, es guardia de seguridad y un pirado
de las armas y del cuerpo de marines. Los muchachos se contagian por la
adicción a las armas de fuego y pasa lo que leemos a diario en ese país de
locos que quiere importarnos su detestable forma de vida y lo está consiguiendo
a marchas forzadas. La película es muy floja, no engancha, y sus adolescentes
actores aburren con su estética Nirvana y sus porros. Tan sosos como los
hermanos argentinos de la sesión anterior, aunque tengan pistola. Mientras la
veía pensaba en la comida que me iba a regalar en Oquendo. Triángulo vital Bigas
Luna: sexo, comida y reflexión. Algo me falta en Donostia.
Vayamos
a lo medular. Oquendo. Si no hay buen cine echemos mano del buen yantar. Las chicas ya me conocen y me dejan elegir
mesa. Pido pastel de pescado y una merluza con salsa verde y patatas que me
sabe a gloria bendita. Vino blanco
Veliterra, un Rueda exquisito. Lo hago constar para acordarme de él, así lo
dejo apuntado en alguna parte. Hoy me dejan la botella entera. En unos días les
pido descuento. Miro a mi alrededor a ver si veo alguna estrella. Ni una más
allá de Emma Suarez cuya cara me mira
desde el mantelito, bajo el plato.
Aunque me he perdido algunas de las
películas de la Sección Oficial, vuelvo a constatar que es la más floja, de
nuevo, del festival donostiarra, cuando debería ser la sección estrella. Las
mejores, aunque no me las compraría en video, la británica Lady Macbeth y la española Que
Dios nos perdone. En la sección Nuevos Directores la cosa estaría reñida
entre la griega Park, la cosmopolita Porto, la neerlandesa Waldstille y Pretenders,
que sí me compraría en DVD. La perla más exquisita El porvenir, sin duda y la poética excentricidad de Emir Kusturica.
Llega la polémica al festival con Polonia.
Polonia es el país que tiene un mejor ratio de cineastas notables del mundo.
Enumerarlos sería prolijo. No son buenos, son muy buenos. Tienen unas escuelas
de cine extraordinarias de cuando el período soviético. Playground, aportación del país centroeuropeo a la Sección Oficial,
va de niños, esta vez, en el seno de familias desestructuradas en donde no hay
nadie y se les exige a ellos un comportamiento de adultos, pero ello no
justifica sus conductas. Uno tiene un padre dependiente al que debe cuidar en
ausencia de la madre que trabaja (pero le golpea con saña, una vez lo ha metido
de nuevo en la cama después de asearle); otro se rapa la cabeza y está harto de
dormir en su habitación con un bebé que le quita horas de sueño. En el colegio
hacen bullying a una niña gordita de la que se burlan y a la que graban con sus
dichosos teléfonos móviles que se están convirtiendo en arma delictiva masiva.
Quien cree que los niños son angelitos celestiales se equivoca. En los
colegios, en mis tiempos, regía la ley carcelaria y el que era gordo, miope o
pelirrojo, diferente, lo pasaba francamente mal: o eras acosado o te convertías
en acosador. La película de Bartosz M.
Kowalski recuerda en algunos momentos al Krzysztof Kieslowski de los mandamientos o al más despiadado Michael Haneke. Sí, de nuevo el
director austriaco presente en el festival aunque no concurra con ninguna película.
En realidad, y la inquietante música nos lo indica desde un primer momento, y
esas imágenes de las cámaras de seguridad que grabaron el secuestro en unos
grandes almacenes, el director polaco reconstruye con fidelidad absoluta un
crimen atroz, el que cometieron dos niños contra otro apenas bebé al que
machacaron literalmente y arrojaron a la vía del tren hace muchos años en el
Reino Unido. Ese último tramo, el del asesinato, está rodado a cámara fija y
distante, una variante del fuera de plano, y en tiempo real, lo que no era
necesario: los espectadores sensibles se levantaron en masa e indignados del
Kursaal buscando la salida. No es una película que pueda gustar, porque no hay
concesiones al espectador, pero es una llamada de atención para que vigilemos a
nuestros pequeños que sin nuestra guía
pueden convertirse en los psicópatas más desalmados. Atroz.
Algo más humano tras una merienda
ligera. Rara está dentro de los
Horizontes Latinos y se proyecta en los cines Trueba. La película chilena de Pepa San Martín va de conflictos
madre-hijas-padre. Los padres se separaron y el uno se volvió a casar y la otra
se unió a su novia. No hay problemas hasta que el padre empieza a reclamar la
custodia de las hijas que viven con la madre y su amante, y ahí surgen las
tensiones en las que las víctimas de esas cuerdas afectivas que tiran de un
lado y de otro son las hijas. Melodrama sereno y sin aspavientos, bien dirigido
y mejor interpretado por un elenco de adultos y dos chiquillas. La película me
gusta, pero me retuerzo en la butaca durante la proyección: tantas horas
sentado en los cines también agota.
Tengo que hacer tiempo, aunque la
frase correcta sería tengo que hacer que el tiempo corra, que se gasten los
minutos, hasta que espero que se proyecte en el Principal Frantz, la última película de François
Ozon, un director francés que no es fiable al cien por cien. Tengo mono de
Bloody Mary pero la terraza del club Kulture está cerrada y el local es un
antro exclusivo en donde no pego como socio. Así es que me siento en la terraza
de la cervecería Barandarian, frente a la pastelería Oiartzun, que tiene el
mejor pastel vasco de la ciudad pero también el peor café, y pido una caña. La
caña es un vaso gigantesco de cerveza en el que me puedo lavar las manos y me
dura los noventa minutos que debo esperar. Parece que mi cuerpo se va a
haciendo al ritmo donostiarra del festival y ya ni echo en falta la siesta.
Pasan por delante surfistas descalzos, ciclistas, corredores con tensiómetros
en la muñeca, acreditados del festival con las tarjetas colgadas del cuello que
cruzan diez veces el río Urumea, toda clase de deportistas en una ciudad en la
que sus habitantes lucen estupendos y glamurosos.
Glamour encuentro en Frantz, una perla pura. Mis temores son
completamente infundados y me enfrento a la mejor película de François Ozon, que me obliga a olvidar Una nueva amiga y replantearme la valía
del director de Joven y bonita. Frantz es caligrafía exquisita y
emotividad a flor de piel ahora que a todo el mundo se le llena la boca con la
palabra romanticismo sin saber qué es. Frantz
es romanticismo. Anna (la exquisita actriz alemana Paula Beer cuyo parecido con Sylvie
Kristel es más que notable), va cada día al cementerio de la localidad
alemana en donde vive a dejar flores en la tumba de su novio Frantz que murió
en una de las batallas de la Primera Guerra Mundial; un misterioso francés,
Adrién (Pierre Niney, el doble de Salvador Dalí) también pone flores en
su tumba y ella y los padres de Frantz quieren saber por qué. Frantz es una historia de amor en
tiempos de entreguerras, un alegato antibelicista que habla también del círculo
de mentiras piadosas que no se pueden romper si se quiere evitar hacer daño a los
seres queridos: miente Adrién a Anna, por piedad; miente Anna a sus padres por
el mismo motivo. Fotografía excelsa en color y en blanco y negro; dirección
artística rigurosa; buenas
interpretaciones; banda sonora adecuada y un guion sin una sola fisura que sabe
a clásico. Si el tramo en Alemania es bueno, el francés, con Anna buscando desesperadamente
por París a Adrién, lo supera. El amor que no es lo personifica ese tren
envuelto en vapor que Adrién deja partir sin subirse a él. Y el amor es esa
Anna fiel al cuadro de Manet El suicida
del Museo del Louvre que visita a diario porque quizá, un día, reencuentre allí
a Adrién. Frantz justifica San
Sebastián y François Ozon pone una
perla en su brillante carrera.
Mañana
más, pero difícilmente mejor.
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