CINE / FESTIVAL DE CINE DE SAN SEBASTIÁN (4)

FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN.
CUARTA JORNADA

La sombra de Michael Haneke es sumamente alargada. Y la de Funny Games, en concreto, hasta en la atronadora y agresiva banda sonora de Pretenders. Cambio el desayuno de café con leche y pastel vasco por la coproducción entre Estonia y Lituania que se proyecta en la Sección Nuevos Directores en el cine Principal. Poco público, por fortuna, y por una vez en el festival veo una película en condiciones y hasta soy capaz de leer los subtítulos porque no tengo ninguna cabeza delante. Una pareja en crisis, que acaba de  tomar una decisión dolorosa y traumática, Anna (Mirtel Pohla) y Juhan (Priit Voigemast), pasa unos días en la lujosa casa de diseño que les dejan unos amigos en la costa estonia. Cuando acogen a una inquietante pareja de campistas (Meelis Rammeld y Mari Abel) en su casa prestada, la situación entre Anna y Juhan empeora, y más cuando ella coquetea descaradamente con él basándose en que su relación con su novio es abierta en lo sexual. Anna asumirá ante los desconocidos la propiedad  de la lujosa casa y mantendrá su impostura a pesar de la oposición de Juhan.
La película del estonio  Vallo Tomia inquieta desde la primera secuencia con plano cenital del coche de los protagonistas que se desliza por una carretera solitaria entre árboles (benditos sean los drones con fines pacíficos) y el director hace crecer la tensión erótica en el grupo para luego derivarlo, con la misma intensidad, hacia el terror en donde los espacios diáfanos de la casa tienen un papel crucial. Mientras la disfrutaba veía destellos de El resplandor, Funny Games y hasta de El cuchillo en el agua. Lástima que el director no sepa cerrar el final, la única parte fallida, pero Pretenders es una película notable que transmite angustia e inquietud al espectador y está excelentemente fotografiada en bellos paisajes costeros de Estonia y muy bien interpretada por sus cuatro protagonistas.

Lady Macbeth, versión cinematográfica de una novela de Nikolai Leskov, es la académica e impecable aportación británica a la Sección Oficial. William Oldroyd compone un retrato duro de la Inglaterra rural de 1865 a través de la historia de Katherine (Florence Pugh), una joven que se casa con un hacendado que le dobla en edad y al que desprecia tanto como a su ruin familia para la que ella es solo una posesión destinada a dar un heredero. Pero la aparente víctima, movida por una ambición desmedida (ahí cobra razón de ser el título de Lady Macbeth) y aguijoneada por una pasión sexual explicable (el matrimonio no se consuma porque el marido prefiere el onanismo al contacto físico con ella y las hormonas de la joven necesitan alguien que las apacigüe) por uno de sus sirvientes, Sebastien (Cosmos Jarvins), y en ese momento la película vira hacia El amante de lady Chaterley de David H. Lawrence, se convierte en verdugo despiadado, y ahí Lady Macbeth se convierte en versión victoriana de El cartero siempre llamas dos veces de James Cain. Ambientación perfecta, dirección artística impecable, paisajes desolados barridos por el viento, que nos remiten a los ambientes de Cumbres borrascosas, y un elenco de actores tan desconocidos para este cronista como eficaces en una película que tiene algunos fallos en cuanto a la verosimilitud del relato, sobre todo cuando este adquiere los tintes más sangrientos.  Lady Macbeth podría marchar de Donostia con algún premio en las alforjas.

Dejemos el cine aparte y hablemos de gastronomía. Pero primero, comamos. Hoy, como el cielo da una tregua y los horarios me lo permiten, voy a comer a Okendo, el restaurante de las estrellas enfrente del teatro Victoria Eugenia, pero yo no busco la cara de Ethan Hawke, ni la de Gael García Bernal, Jose Coronado, Hugh Grant ni la de mi adorada Sigourney Weaver, que ignoro si están en las mesas o se les espera, sino que me siento para comer, por primera vez, en condiciones. Lo que no me perdono es no haberme cruzado con Monica Bellucci y haberme hecho una foto con ella, de lo que me entero por la prensa. Quizá ya no se me presente la ocasión. No está la encantadora chica delgada que suele atenderme otros años en Okendo: todo pasa, nada queda. Como tampoco me he cruzado con la doble de Eva Green del año pasado por las callejas del barrio antiguo. Pero lo de Monica Bellucci si que es imperdonable. Mientras paladeo un vino blanco devoro los bollos de pan. Pedir paella en Donostia es un riesgo que asumo y no me equivoco, acierto: está riquísima y la sirven acompañada de un alioli suave. La sepia guisada con patatitas (exacto el término de patatitas que son deliciosos dados minúsculos que se deshacen al paladar) me sabe a gloria. Remato con sorbete de limón y café. Lo voy a necesitar, y quizá también un trago de whisky, cuando me encuentre, tras cinco años de ausencia, con Bigas Luna, con su fantasma, porque el cine está hecho de ellos. 

La película más cálida, y caliente, del festival es Porto, que, como su nombre indica, sucede en la decadente y hermosa ciudad portuguesa. Es tan buena que no me permito hacer la siesta. Coproducción entre Portugal, Francia y Estados Unidos, la película del brasileño Gabe Klinger, auspiciada por Jim Jarmusch, que va a la sección Nuevos Directores, es una historia de amor volcánico, de piel, como las buenas pasiones. Jake Kleeman (Anton Yelchin) y Mati (Lucie Lucas), dos jóvenes que se conocen por coincidir en unas excavaciones arqueológicas, se aman hasta la extenuación durante una noche mágica en la ciudad de Porto en un apartamento destartalado lleno de las cajas de mudanza de Mati que el propio Jake se encarga de transportar. No se conocen, pero después de conocer sus cuerpos viene lo más complicado, conocer las cabezas. Gabe Klinger hace una propuesta arriesgada con esta historia de amor, tan intensa como breve (lo uno conlleva lo otro) y se sirve de varios tramos narrativos para encuadrarla debidamente, yendo del presente, con pantalla cuadrada (seguimos con el juego de formatos) y fotogramas de 16mm inflados a 35, cuando la historia ha muerto porque lo que quiere Jake para siempre sirve solo para el instante, a ese pasado extraordinario de esa noche irrepetible en pantalla panorámica, espléndida. Gabe Klinger parece hacer en su película un homenaje a Noches de vino tinto, del director portugués José María Nunes, y de la trilogía de Richard Linklater (suyo es el documental Double Play: James Benning and Richard Linklater) en ese deambular mágico de sus protagonistas por la noche de Porto en la que se declaran su amor una y otra vez, como si a fuerza de repetirlo fuera a durar más. A destacar lo extraordinariamente bien rodada que está la escena de sexo maratoniana (la mejor del festival) que en buena medida se debe  al entusiasmo que ponen en ella sus intérpretes Anton Yelchin y la bellísima y sensual actriz francesa y modelo Lucie Lucas.
El fenómeno paranormal del día se llama tiempo, y no hablo del meteorológico, que se mantiene discretamente nublado pero sin llover, sino de lo que me cunde hoy: o las películas tienen un metraje más breve o yo administro mejor mis horas, así es que, para celebrarlo, me siento en la terraza de GU, Klub Kultura, terraza sobre el mar, en la misma playa de la Concha, junto al ayuntamiento, con la esperanza de que en la hora y pico que esté en ella se deje caer Monica Bellucci, y convierto una de las mesas de ese bar con aspecto de cubierta marina en mi despacho en compañía de un más que aceptable Bloody Mary, que, comparando con lo que cuestan los cafés, me parece barato.    

Incumplo promesas dadas. Quizá sean los efectos de este Bloody Mary, pero juraría que han sustituido el vodka por buenas dosis de tabasco. Sigo con el subgénero de gigantes de la Sección Oficial. ¿Quién habrá en el comité seleccionador aquejado por gigantismo? Colossal, en su mismo título, ya encierra el engaño. O eso espero por la buena salud del compatriota Nacho Vigalondo. Colosal tomadura de pelo o broma cara sin gracia. Me imagino al director español entre birras apostando con sus amigotes. ¿Qué te juegas que les cuelo a las majors semejante idea y encima ponen en eso una pasta que te cagas? Pues eso. Otra película que se equivocó de festival. Colossal va de gigantes buenos y malos, niños enfrentados por sus respectivos juguetes, y adultos que descubren que son capaces de hacer mover esos monstruos a distancia en Seul. Pisando fuerte en un parterre de Canadá se ahorran un montón de efectos especiales. A cada pisotón dado por los dos humanos, niños enfrentados en la escuela por sus juguetes, los monstruos gigantescos hacen lo mismo en Seul y arrasan calles, edificios y hormigas humanas. Podría ser en Pyong Pyang, para desbarrar un poco más y sacar al tipo del tupé que merece un subgénero él solo. Godzila cruzado con Goonies, melodías y subrayados del peor Spielberg. Demencial: el dinero invertido y el tiempo. El cine/palomitas hace estragos. Hay un montón de jóvenes talentos españoles que lo están perdiendo al otro lado del charco pero quizá les compensa hacer películas absolutamente olvidables si quieren vivir de hacer cine, porque España les niega la oportunidad. La protagonista de Colossal una gigantesca Anne Hathaway que le da a la birra. Todo el equipo técnico de Colossal parece haberle dado.  Me quedo a leer todos los títulos de crédito por si hay guionista. No lo veo. Si me tomo un whisky doble creo que iré a ver Un monstruo viene a verme de J.A. Bayona y me habré empapado de gigantismo.

Bigas x Bigas es el film más personal de Bigas Luna. Su diario privado en imágenes realizado a lo largo de los años y que ve la luz montado en el festival de San Sebastián. Bigas Luna era un soñador, un Quijote que se dio de bruces con los molinos de la industria cinematográfica y recibió no pocos reveses de la crítica a pesar de la calidad más que notable de su producción cinematográfica. Creador libérrimo y multidisciplinar, que fue de la oscuridad a la luz, de construirse en su juventud a deconstruirse en su madurez, dio un paso en EE.UU y regresó con una buena película, Reborn, y un buen amigo que se fue antes de que lo hiciera él: Dennis Hopper. Pero nunca habría vivido en EE.UU: Tienen un café espantoso. En este documento que es Bigas x Bigas, de gran interés para los que siguieron y admiraron la obra del cineasta, encontrará el espectador al artista en zapatillas, al perro catalán, como le gustaba autodenominarse a este creador de nacionalidad mediterránea, en homenaje a los surrealistas, a Salvador Dalí (realizó un pequeño corto llamado Collar de moscas, porque compartía con el ampurdanés esa afición por esos insectos) y a Luis Buñuel (el director de la Trilogía Ibérica es sin lugar a dudas el director más buñueliano); al hombre feliz y vital junto a su mujer y sus hijas; al lleno de humor que hace un casting de perros en el que incluye al suyo, Pirata; el que bromea con Leonord Watling y Jordi Mollá antes de rodar con ellos Son de Mar (Me gusta rodar en Valencia porque se come bien); al enamorado de los ajos (Suelo comerme 15 al día, me encantan los ajos, y por eso Javier Bardem le ofrece uno a Stefanía Sandrelli en Jamón, jamón); al obsesionado con los pechos lácteos de las mujeres: La teta y la Luna; al que le gustaba hablar en italiano por hobby; al hombre apegado a la tierra, a esa casa rural de Tarragona, y que observa con orgullo como crecen las verduras ecológicas de su huerto.

Temía enfrentarme con este documento, a cinco años de la muerte del cineasta, con el que me unía una relación que iba más allá de lo profesional (sabedor de que yo veía mucho más cine siempre me pedía que le recomendara alguna película); tenía muy presente, mientras le veía y le escuchaba en esos ochenta minutos de metraje, mi última reunión con él, tres meses antes de su muerte, en un hotel de Barcelona, en el que me engañó, o se engañó a sí mismo, hablándome de multitud de proyectos y me pidió que buscara el árbol más grande que encontrara en el Valle de Arán porque lo necesitaba para su próxima película. Pero no, Bigas x Bigas es la demostración inequívoca de que Bigas Luna, el hombre que amaba la vida (Mi triángulo vital incluye sexo, comida y reflexión), sigue vivo.  




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