DIARIO DE UN ESCRITOR

23 de agosto de 2010 La irregularidad de este diario, que se escribe cuando él quiere, puede que cambie su mismo nombre, o lo adjetivice. Diario de un escritor inconstante que no es lo mismo que inconsciente o inconsistente. Voy a hablar de mí mismo, puesto que esa es la función de un diario. Voy a hablar de mí mismo puesto que es lo que hace Coetzee con desvergüenza en Verano, la falsa autobiografía post mortem del nobel sudafricano que estoy leyendo, riendo y disfrutando. ¿Puede hacer reír un tipo tan cenizo como Coetzee? Y si lo digo lo de cenizo es porque ése es el juicio que de él saca en esa biografía y es el que tienen los que le conocen y no le conocen. Pues sí. Coetzee, el del sentimiento trágico de la vida, el escritor del dolor y la soledad, nos puede hacer desternillar en esa estupenda Verano que es una novela disfrazada de autobiografía. Me estoy haciendo mayor. O como, con más crueldad dicen en ese sur en el que reside mi cuerpo después de que tirara de él mi corazón, estoy mayor. Me di cuenta ayer noche cuando en la cama, con luz más que suficiente, la tipografía de Verano temblaba ante mis ojos y no dejaba de hacerlo por mucho que variara la distancia entre ellos y la página impresa. Me fui a la óptica de la esquina esta mañana, nada más desayunar el café con leche condesada de todos los días y el soso bizcocho casero que me dura desde hace un mes, lo que indica que muy bueno no debe de estar, y me compré una gafas de presbicia 3, de las que se cuelgan. Quería llegar a los sesenta años sin la vista cansada pero la naturaleza no me lo permite. Ya nada bueno me va a deparar la vida a estas alturas. Mientras me deje seguir escribiendo… Quien lea mi diario, y vea este vacío de de once días entre la última fecha y hoy, pensará que nunca llegué a Granada y mi avión fue devorado por una tempestad. No. Este no es un diario post mortem. Llegué tras accidentado viaje y me traje, durante unos días, el frescor pirenaico del norte al sur. Luego las cosas volvieron a su lugar, a los 42 grados que me habían huir despavorido al norte. Aparte de eso, me afeité el bigote y me corté el pelo. Y no supe en todo este tiempo nada de los homónimos, esos homínidos que deben de andar perdidos por alguna tribu de África, por lo que si han sobrevivido a la malaria, el calor, los filetes de impala y alguna guerra civil que siempre se arma por esa parte del globo, les pido, exijo, que se manifiesten. Y si murieron, también, pues manifestarse es propiedad de los fantasmas. ¿Dónde he estado estos días de ausencia? En 1520. Viajando al antiguo México, a Tecnochtitlán, que finalmente escribo como es debido, después de 485 páginas que temo crezcan hasta 600 o más, terminando mi versión épica de la conquista de México por Hernán Cortés, intentando hacerlo con imparcialidad, reinterpretando la historia, porque los documentos, de uno u otro lado, rezuman falsedades y finalmente es una novela la forma más objetiva de narrar el pasado desde la subjetividad múltiple de sus personajes. Por fin, después de seis años de redactados y abandonos, en los que se colaron sin permiso otros libros, de ordenar una documentación ingente que me desbordaba, veo el final del túnel, la culminación de uno de mis proyectos más ambiciosos y llenos de dificultades, la que será, porque escribir en ese género entraña descomunal trabajo, mi última novela histórica. Cuando ponga fin a la última pagina de la novela, sé que no será un final definitivo, que luego habrá lecturas y relecturas, añadidos para pergeñar personajes que se han quedado mancos, o supresiones de reiteraciones, que habrá que pintar el conjunto, barnizarlo, antes de presentarlo. Que tendrá que reposar medio año para leerlo de nuevo, con ojos extraños y críticos, y que sólo terminará cuando un editor decida llevarla a imprenta. Mientras, he sufrido y disfrutado, me he llenado las manos de sangre de sacrificados, he cortado brazos y cabezas, me he hundido en el barro, he cruzado selvas, he discutido acerca de Dios y el hombre, he amado a virginales indígenas, he disfrutado de la prostitución sagrada, he comido chapulines y carne humana, he enfermado, me han cortado una pierna, he hundido mis manos en oro y en pechos abiertos por cuchillos de obsidiana, he muerto ahogado el lago Tezcoco, he llorado la pérdida de mi hermano y amante, he resucitado…por lo que estoy cansado, muy cansado y creo que me iré reposar a un monasterio, quizá a Yuste, en donde murió Carlos V, bajo cuyo reinado Cortés exploró México y en donde quedaría muy literario datar el final de Otumba. Hoy, mientras pedaleaba por entre los maizales que cercan Granada ─ transgénicos, seguro, porque tienen todas las plantas la misma altura ─ a una hora inadecuada ─ el mediodía, no miré la temperatura ─ e imaginaba la de cadáveres que pueden esconderse entre sus juncos hasta que sean descubiertos ─ esto me recuerda a Stephen King y alguna de sus pesadillas literarias ─ reflexionaba acerca de lo que tiene de arte o artesanía la escritura. Arte puede dar para un relato, que se escribe de un tirón, bajo un fogonazo de inspiración. Pero, ¿una novela? Una novela es trabajo diario, no siempre gratificante, porque habrá partes que te gusten escribir más que otras y lo hagas porque sean necesarias, en definitiva un trabajo artesano en donde el talento no lo soluciona todo sino hay detrás perseverancia y ferrea disciplina. Una novela es aplicar técnica y trucos para mantener durante 600 páginas el interés del lector. Es imponerte un horario de oficina, tengas o no las musas danzando por la cabeza. Al hilo de esto leí ayer un magistral artículo de Muñoz Molina sobre la segunda parte del Quijote. Apuntaba en Babelia que se notaba que Cervantes ya era mayor cuando la escribió, que ya no utilizaba el humor escatológico de la primera sino que reflexionaba mucho sobre el hecho de la vejez, que precipitaba el final quizá por cansancio. Y es que en las novelas, si se guarda silencio, se puede escuchar el pálpito de los autores entre sus líneas. Paseo por el Genil en bici, que a su paso por Granada está embalsado ─ buena idea, aunque sea excepcional en un consistorio generoso en males ideas, del ayuntamiento para que el río deje de ser un riachuelo sin gracia y tenga varios metros de agua en su paso urbano; desisto de ir a las Titas porque el quiosco de prensa del Paseo del Violón está cerrado, y beber una cerveza y tomar una tapa exige un periódico desplegado como excusa; me detengo, camino de casa, en Rosa para paladear una helada horchata, que de tan helada temo me corte la digestión, pero ¿qué digestión? me pregunto, si no he comido nada; intento coger algo de la acalorada conversación de unas rumanas, pero mi latín no da para tanto; y subo finalmente a mi apartamento, tras dejar mi bici encadenada a una cañería y despojarla del sillín ─ no quiero tentar a los ladrones ─, en donde me preparo una ensalada de lechuga, manzana y maíz, mi plato estrella por saludable, cocino un risotto de gírgolas ─ creo que aquí se llaman setas de cardo, porque con las setas ocurre como con el pescado, que cada uno lo bautiza con el nombre que quiere ─ y frío un plátano sudamericano que queda convertido en una pasta infame, asquerosa, pero como porque yo lo he cocinado. En Pakistán una turba ─ maravillosa exactitud de esa palabra de nuestra lengua que designa lo que de bárbaro tiene ese grupo de gente cegado por la violencia colectiva─ apalea hasta la muerte a dos chicos a los que toma por ladrones. El brutal linchamiento es grabado con los móviles, las cámaras con que se filman las películas snuff como ésta que con espanto veo. Tenemos los móviles del presente, toda la tecnología, pero conservamos la ferocidad que nos viene de Caín; en salvajismo no hemos evolucionado. Entre el corro de curiosos se distingue a un policía que asiste al doble asesinato sin inmutarse. Nadie para el apaleamiento, mueve un dedo por las indefensas victimas, con lo fácil que sería salvar sus vidas. Luego los dos jóvenes son colgados cabeza para abajo, hasta que mueren. Resulta que no eran los ladrones, siquiera. Las autoridades, conturbadas por la filmación que recorre todas las televisiones del mundo, prometen colgar, en el mismo lugar del linchamiento, a sus culpables. Siglo XXI, aunque no lo parezca. Creía que seguía en 1520.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
tienes raz'n Jose Luis y es confortable leerte con tus reflexiones personales. muchas gracias por compartirlas, te hacen accesible y humano. Sal'u
(ya ves que mi teclado se ha rebelado)
José Luis Muñoz ha dicho que…
Gracias,seas quien seas. Y no me hables de teclados, que en el mío falla la letra A y me doy cuenta entonces de los imprescindible que es para escribir. Podría haberse jorobado la Ñ
Jajaja. ¡Dios! Se te ha fastidiado la "a"? Cómo se puede escribir sin "aes"? Eso huele a virus. Pásale un buen antivirus.

Buenos días, Jose Luis. Me gusta leerte. Ya me han devuelto tu libro "usurpado", así que en cuanto termine con la boda de mi hija que me trae de cabeza, me pongo con él, lo estoy deseando.

Que tengas un buen día.
Paco Gómez Escribano ha dicho que…
Pues veo que sigues disfrutando con tu bici por ahí, por esos mundos de Dios. Como dices, escribir una novela no es siempre una labor grata, por el trabajo que lleva, porque tienes que tener mínimamente enganchado al lector y porque para currarte una novela histórica hay que currarse mucho lo de la documentación.
Yo también vi el linchamiento de esos dos jóvenes en Pakistán. Están salvajes, coño, pero que muy salvajes.
Un abrazo.
José Luis Muñoz ha dicho que…
Gracias, Paco. Me alegra que tengamos las mismas opiniones. Es que, en efecto, lo de escribir una novela es un trabajo ardúo que requiere más que inspiración y talento.
Me alegra saber de ti. Y espero que pronto me des buenas noticias.
Un abrazo
José Luis Muñoz ha dicho que…
No es um virus, Eva, es que la tecla A está destrozada de tanto aporreo. Me alegra que recuperes el libro. Y me alegra esa ilusión por la boda de tu hija.
Un beso mañana

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