DIARIO DE UN ESCRITOR

24 de marzo de 2011
Últimamente meriendo, después de haber perdido ese hábito durante cincuenta años, y lo hago con fruición y enorme placer mirando una foto sepia de mis padres. Merendar es recuperar la infancia perdida. De hecho terminaba hoy de comer y ya estaba pensando, ansiando, que llegara esa hora de la merienda, mirando con nerviosismo las agujas del reloj, para tomarme el café con leche, en la enorme taza de loza que me regalaron en BCNegra, y una madalena, no sé si proustiana, que compré hoy a una señora de un quiosco en un parque de Granada porque tuve la corazonada de que sería exquisita, y no me equivoqué. Mientras la paladeo, vuelvo al pasado, pero no a mi casa sino a la de mi nonagenaria tía escritora de la que debí heredar estos genes para emborronar pantallas de ordenador: ella cocía buenas madalenas cincuenta años atrás, y exquisitos mantecados. Meriendo con apetito después de haber leído una veintena de páginas de Dublinesca, el canto funerario a la galaxia Gutenberg de Vila-Matas y, aunque mi idea es la de comer una sola madalena, dada la considerable dimensión de cada pieza, no me puedo resistir a hincar el diente a una segunda. No sabe igual. No sé decir si es peor o mejor. O puede que, simplemente, esta segunda no me sorprenda como la primera. Nada hay comparable a esa primera vez, en todo, a la que nos entregamos con inocencia.

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