DIARIO DE UN ESCRITOR

1 de abril de 2011 Hace algún tiempo que empiezo a valorar las pequeñas cosas de la vida. Hoy, poco antes de las 3 de la tarde, porque hacía un sol espléndido y me parecía una grosería no disfrutarlo mínimamente, salí a dar un paseo con Dublinesca bajo el brazo. Llegué a una plaza de mi ciudad y busqué una mesa a la sombra de uno de los tres o cuatro bares que suelo frecuentar. Me tomé una caña y, mientras la bebía y comía la tapa que suelen poner en los locales de Granada, leí un buen número de páginas de la novela de Enrique Vila-Matas que estoy a punto de terminar. Una francesa me sacó de mi lectura, sorpresivamente. Una muchacha joven, atractiva y simpática que, en un correcto castellano, me pidió cambiar mi mesa por la suya en la que ella y sus dos colegas de viaje sufrían un empacho de sol. Me levanté con mi copa de cerveza, sin dudarlo, para aceptar el trueque. Pero no fue necesario: el camarero del bar extendió el toldo y yo regresé a mi mesa. Seguí leyendo. Luego, poco antes de las tres y media, me levanté y fui a pagar al interior del bar. El camarero me dijo que la francesa ya había abonado mi consumición. Esta pequeña muestra de generosidad, primero por mi parte, y luego por la de los desconocidos franceses, el euro y medio de mi cerveza, o mis tres pasos a la derecha con mi vaso en la mano para atender la petición de cambio de mesa, me produce una pequeña emoción. Nunca más veré a los franceses, ni seguramente leerán ninguna de mis novelas publicadas en su país, por lo que esa recíproca expresión de amabilidad es totalmente desinteresada y ésas son las que más valoro últimamente.

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