CINE / AGUAS TRANQUILAS DE NAOMI KAWASE
AGUAS TRANQUILAS
Naomi
Kawase
Tras
su paso exitoso por los festivales de Cannes, adonde fue a concurso, San
Sebastián y Gijón, llega a las pantallas una joya de ese cine nipón que vira
hacia la lírica visual, porque bellísima poesía encierran todas y cada una de
las imágenes de Aguas tranquilas. Rodada en una pequeña isla japonesa de
Amami-Oshima—en
la que pasó su infancia la directora—,
una diminuta superficie barrida por los tifones, la japonesa Naomi Kawase (Nara, 1969), con doce
largometrajes en su haber, fundamentalmente documentales—uno sobre la búsqueda del padre que no conoció y otro sobre la abuela
que la acogió—construye un film bellísimo que gira en torno a dos adolescentes
enamorados, Kaito (Nijiro Murakami)
y Kyoko (Jun Yoshinaga), que recorren
las carreteras del lugar a lomos de bici, y de los avatares de la vida, y la
muerte—el cuerpo de un hombre tatuado que encuentran varado en la playa,
un pequeño apunte negro en una trama que
se decanta hacia lo espiritual—que encuentran en su
camino. Kaito vive mal las relaciones promiscuas que tiene su madre Isa (Miyuki Matsuda) con otros hombres —el tatuado ahogado es
uno de sus amantes—y echa en falta a su
padre, que vive en Tokio haciendo tatuajes; Kyoko tiene que asimilar la muerte
anunciada de su joven madre Misaki (Makiko Watanabe) con resignación, como un
tránsito a otra dimensión.
Naomi Kawase
saca partido del paisaje y de sus fuerzas telúricas, conmueve en alguna que otra secuencia—la de la madre de la protagonista que muere entre los cánticos de su
marido Tetsu (Tetta Sugimoto) y
danzas interpretados por sus amigos y familiares, pese a su longitud, resulta
estremecedora y, al mismo tiempo, bellísima—; construye un
relato apacible impregnado de filosofía zen y panteísmo—todo en la isla, piedras, árboles, arena, mar, tiene un carácter sacro—y consigue conmovernos con esos dos adolescentes que se aman con
naturalidad ante la cámara y bucean en hermosos ballets subacuáticos bajo el
revuelto mar, como una parte más de la naturaleza que retrata.
Más
que sobresaliente este film iniciático, bellamente retratado por Yutaka Yamazaki, que sabe sacar
provecho de la belleza del paisaje tropical de la isla y de todos sus fenómenos
atmosféricos—agua, viento, lluvia, oleaje—, y
producido, en parte, por un español: Lluis
Miñarro. Naomi Kawase retrata
los ciclos de una naturaleza en armonía con el hombre aplicando al relato un
tono documentalista y filmando con detalle los rituales de vida y muerte de ese
microcosmos que es la isla, un personaje más de su narración cinematográfica: una
arcadia feliz que se mantiene ajena al bullicio de los tiempos presentes.
Un
film a paladear sin prisas, exquisito y sensible, para disfrutar con los cinco
sentidos. Poesía visual que nos llega del lejano Oriente.
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