SOCIEDAD / EL FACTOR HUMANO
EL
FACTOR HUMANO
Confieso
que me cuento entre esos millones de personas que están en estos momentos conmocionadas
desde que ese vuelo de Germanwings que salió de Barcelona el pasado martes nunca
llegó a su destino, la bella ciudad de Düsseldorf, en donde estuve,
precisamente, hace un par de años, a orillas del Rin, agradable y acogedora,
llena de estudiantes, como los jóvenes alemanes en régimen de intercambio que
regresaban a su hogar después de haber pasado una temporada en Cataluña y nunca
llegaron a él.
Mientras
los familiares de las víctimas tardarán meses en pasar el duelo, quizá años,
puede que nunca, en España la población pasa por una especie de catarsis
colectiva, obligada por la resonancia del hecho y por la monotemática
información de todas las cadenas televisivas centradas desde el minuto cero en
el luctuoso suceso y, muchas de ellas, incluidas las públicas, las que pagamos
usted y yo, rozando el amarillismo en programas especiales, hablando de los que
salvaron la vida porque no cogieron, que siempre ocurre lo mismo, ese fatídico
avión; o de los que lo cogieron, a pesar de todo, y murieron; si sufrieron los
pasajeros lo indecible antes de estrellarse al ver que era irreversible la
colisión, imaginando los últimos momentos de angustia de los que iban a morir,
etc., aunque no creo que los familiares y amigos de las víctimas hayan tenido
tiempo y ganas de verlos.
Algo no
cuadraba en el siniestro desde el primer momento. Ese descenso brusco de altura
y el que el avión no fuera a ningún
aeropuerto para realizar un aterrizaje de emergencia, en la hipótesis de algún
fallo mecánico, porque en los Alpes no hay aeropuertos, y el silencio a los
requerimientos de las torres de control de los aeropuertos cercanos. La
sospecha de que ese siniestro ha sido criminal, intencionado, lo acaba de confirmar
el fiscal de Marsella Brice Robin, encargado del caso, en un tiempo récord, al
escuchar las grabaciones de la caja negra del avión que nos han ofrecido un
relato espeluznante de toda la secuencia de diez minutos.
Nunca
me ha gustado volar, a pesar de que las estadísticas nos indiquen que es el
medio de transporte más seguro, menos desde que estuve a punto de desaparecer
en una fenomenal turbulencia que atrapó mi avión en el trayecto Éfeso a
Estambul, tres cuartos de hora terroríficos que no olvido mientras viva, como
tampoco me tranquiliza ir en barco, y en alguno, por Extremo Oriente, he estado
a un paso de zozobrar por ir sobrecargado de pasajeros. Soy animal de tierra, y
en cuanto la pierdo de vista bajo mis pies me siento inseguro, de la misma
manera que estoy muy tranquilo caminando y escasamente tranquilo cuando nado en
aguas profundas. No somos aves, ni somos peces, y sin embargo hemos inventado
artilugios sofisticados para surcar mares y aires con los que se acortan los
viajes que antaño duraban meses o años y ahora se hacen apresuradamente, por el
factor tiempo.
Durante
estos días ha sido muy ilustrativo, y a veces escalofriante, escuchar a
especialistas en transporte aéreo que acudían a las tertulias de las cadenas de
televisión a hacer especulaciones sobre ese misterioso vuelo. Lo que ha dicho
alguno de ellos me ha parecido sencillamente terrorífico: los modernos aviones
están tan automatizados que cuesta mucho, cuando hay un fallo en ellos, electrónico,
mecánico o informático, hacerse con su control. Un fallo de ese tipo puede
indicar a los pilotos que van a una velocidad cuando van a otra, lo que le
sucedió al vuelo que despegó de Brasil y nunca llegó al aeropuerto de Orly, o
que vuelan a mucha altura cuando están a punto de estrellarse. Los pilotos y
los copilotos están, fundamentalmente, para despegar y aterrizar, y durante el
vuelo, ponen el piloto automático. Buena parte de los últimos siniestros aéreos
han tenido lugar durante la navegación, la etapa teóricamente más segura del
vuelo. Se quejan, por lo tanto, los expertos en navegación aérea de que se están
bajando mucho los estándares de formación de los que deben conducirnos en esas
aeronaves por el espacio.
A raíz
del 11S el avión se ve, además, como una amenaza. Ese diabólico atentado
yihadista contra el World Trade Center de Nueva York lo transformó en
gigantesca bomba, y, para impedir que eso volviera a suceder, que terroristas
invadieran la cabina de los pilotos y se hicieran con los mandos, se ideó un
nuevo y sofisticado sistema por el que se bloquea la puerta por dentro y desde
fuera es literalmente imposible acceder al interior. Paradójicamente esa medida
de seguridad, ideada para evitar el secuestro de aeronaves y que posteriormente
sean convertidas en bombas letales, ha sido la condición sine qua non para que
el vuelo de Barcelona Dusseldorf se haya estrellado contra los Alpes, porque el
enemigo estaba en casa, no era un terrorista que profesara una religión que
santificara la inmolación ni un fanático revolucionario, era un apacible muchacho
alemán de 27 años que decidió, en un instante, el que invirtió su compañero
piloto en salir de la cabina para ir al servicio, encerrarse a cal y canto e ir
al encuentro de la muerte.
Los
avances técnicos no nos dan una seguridad absoluta, porque la robotización, por
muy sofisticada que sea, falla, o nos traiciona—Hal
9000 de 2001, odisea en el espacio—, y el
factor humano, tampoco. Seguramente nunca sabremos lo que impelió al joven
copiloto Andreas Lubitz a tomar esa drástica decisión ni si pensó que, con su
acción criminal y enloquecida, segaba 149 vidas humanas más y multiplicaba
exponencialmente el dolor entre sus familiares y amigos. Seguramente quien toma
una decisión así ni se lo plantea, porque ya no va a existir ni va a tener que
dar cuenta de ello. El mundo se acaba para él.
Los
seres humanos somos impredecibles; en un segundo podemos comportarnos como
héroes, y al momento siguiente ser unos cobardes. En un instante fatídico,
alguien que aparenta normalidad absoluta—en la foto que reproduce la prensa
vemos a un joven risueño que posa ante el Golden Gate de San Francisco— toma
una decisión irreversible y de ciudadano intachable se convierte en asesino en
serie.
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