SOCIEDAD / LA VERGÜENZA DE SER EUROPEO

LA VERGÜENZA DE
SER EUROPEO



En una foto de las desvergüenza y el canallismo, los líderes de la última cumbre europea celebrada en Bruselasa la que ha existido el nuestro, que ya creo que es de nadie, ni de su propio partido, los dirigentes se han levantado de sus asientos para guardar un hipócrita minuto de silencio por las setecientas o novecientas víctimas del último naufragio de una barcaza repleta de refugiados que huían del caos de Libia y de África en general.

La solución para ese problema europeo, del que Europa y Occidente son directamente responsables¿quién convirtió alegremente Libia en un estado fallido?, ¿quién hizo lo mismo con Irak y lo está permitiendo con Siria? no es otra que la lucha a muerte contra los traficantes de seres humanos, y a muerte es matarlos, y la destrucción de las barcazas en origen: esperemos que los drones encargados de hacerlo sepan si están llenas o vacías, o quizá ese detalle no les importe a los que guardan ese minuto de silencio.
La imagen, y la brillante y sesuda decisión, como europeo me produce vergüenza e indignación. La receta de esos líderes de una Europa, que hace mucho tiempo dejó de ser la mía, es que los refugiados, porque el que huye de las guerras, masacres y violaciones de los derechos humanos es un refugiado, mueran al otro lado del Mediterráneo y así se lavan las manos.

En vez de procesar, sí, procesar y seguramente condenar, y meter en la cárcel,  que es en dónde algunos de estos líderes del pasado deberían estar, los que desmantelaron países como Libia o Irak sin tener ni idea de lo que eso podría generar, o quizá sí, porque no me creo tantísima estupidez, se carga directamente contra la víctima, el que huye tras haber pagado a todas las mafias que encuentra por el camino y dejando su vida y la de los suyos en el heroico intento de buscar un destino mejor, lo que usted y yo haríamos en sus circunstancias.

Esos dirigentes de la Unión Europea que se han reunido en Bruselas dan sencillamente asco. Para ellos el mayor de mis desprecios y quizá no estaría mal hacer justicia poética con ellos y meterlos en una patera y facturarlos directamente para Libia, Irak o Siria.  

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Arturo sonrió. La R de raya había provocado un estremecimiento en los labios de la rusa, una graciosa convulsión. Se preguntó si podría besarla. Oscar no le había aclarado ese extremo. Se dejó caer en el sofá mientras cogía el mando a distancia del televisor y quitaba el sonido. Irina se había desprendido de los zapatos y las medias. Aquella era una escena premonitoria que siempre le excitaba: una mujer acariciando sus piernas mientras deslizaba las medias por ellas, éstas enrolladas, como brazaletes de seda, en sus tobillos, liberando el perfume de su piel. Y las piernas de Irina eran perfectas; al sentarse la falda había trepado dos dedos por encima de su rodilla y mostraba el inicio de unos muslos suaves. Luego la rusa abrió el bolso, sacó una papelina y vertió su contenido sobre la mesa: el polvo blanco fue un grueso trazo de tiza sobre el cristal en cuanto lo extendió con el dedo.

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