CINE / EL AÑO MÁS VIOLENTO
EL AÑO
MÁS VIOLENTO
J.C. Chandor
Nos
había contado años atrás J.C. Chandor
(Nueva Jersey, 1973), con un reparto de lujo, el relato de la reciente crisis
económica, la estafa global que tanto dolor y empobrecimiento está causando en
buena parte del mundo, a través de una película en formato de thriller, negra
aunque sin asesinatos, la espléndida Margin
Call, una denuncia valiente en la estela de ese género, el de la
autocrítica, en la que tan a gusto se siente el cine norteamericano, y la
industria que lo produce, porque nada cambia, a la que siguió, en un registro
completamente distinto, Cuando todo está
perdido, un film de aventuras marinas con un solo personaje enfrentado a la
infinitud del océano, interpretado por Robert
Redford, con quien el director tiene buena relación a raíz de la presencia de
sus films en el festival de Sundance.
El año más violento está ambientada en
el Nueva York de 1981, el año más violento de la ciudad de los rascacielos
(todavía no había llegado Rudolph
Giuliani, el azote de los delincuentes), según las estadísticas, y en ese
año un empresario de origen latino, Abel Morales (Oscar Isaac), que pilota una flotilla de camiones que distribuye
gasolina por las estaciones de servicio de la ciudad, empieza a sufrir una
serie de asaltos y robos a sus vehículos al mismo tiempo que es investigado por el
fiscal Lawrence (David Oyelowo), que
lo tiene en su punto de mira y se muestra implacable. Abel Morales, que siempre
se ha jactado de llevar su negocio familiar con escrupulosa limpieza, empieza a
sospechar de sus competidores y tiene que enfrentarse también, en su propia
casa, a su esposa y socia Anna (Jessica
Chastain), la hija de un mafioso encarcelado, que le exige métodos más
expeditivos para defenderse de los ataques, y al banco que le da la espalda en
la importante operación financiera en la que está inmerso.
Consigue
J.C. Chandor que el clímax crezca a
través de la violencia interna de los personajes—las discusiones
de dormitorio, cada vez más ácidas, entre Abel y Anna, sobre cómo abordar la
crisis—que casi nunca estalla del todo y describe perfectamente cómo ese
empresario honesto, atacado en tres frentes (judicial, competencial y
financiero), se busca la vida, recurre a la familia, para obtener recursos, o a
otros empresarios, como Peter Forente (Alessandro
Nivola), que disfruta de una enorme casa, en solitario, y juega al pádel
consigo mismo. Retrata, con verismo, lo que es una pequeña empresa familiar, la
suya, formada por él y su esposa con la alianza de Lange (Ashley Williams), su consejero y hombre en la sombra, alguien que
se parece mucho al papel que desempeñaba Tom Hagen (Robert Duvall) en El Padrino.
Pero
más que a las películas de gánsteres de Francis
Ford Coppola o Martin Scorsese,
aunque la película se desenvuelva en los ambientes forzosamente mafiosos del
capitalismo norteamericano, el último film de J.C. Chandor me ha recordado, y mucho, a algunas películas de Sidney Lumet, ya que retrata ese Nueva
York un tanto sombrío y desangelado—la fotografía de Bradford Young, con sus tonos fríos, tiene un peso importante—, de
asfalto duro y acera nevada, por el que el director de Serpico se desenvolvía con maestría, y tiene el guatemalteco Oscar Isaac—el
Orestes de Ágora; el Lewyn Davis de
los Coen—un aire
a lo Al Pacino, sobre todo en la
mirada, y también de Dustin Hoffman—la
primera imagen de la película nos lo presenta corriendo; una de los mejores momentos
del film es el largo plano secuencia de la persecución a pie del asaltante de
uno de sus camiones tras haberlo seguido con el coche, y al que alcanza
finalmente en el andén de una estación de metro—, un actor que se
pasaba su juventud cinematográfica—Maraton
Man, El graduado—esprintando.
El año más violento es una película
negra, pero con escasa violencia, a pesar de que transcurre en el año más
violento de la ciudad—y los partes radiofónicos oídos en las radios de los camiones de la
flotilla de Abel Morales, o las noticias que vemos por los televisores, nos lo
recuerdan constantemente— que se va tensando a medida que se le complican las cosas a ese
empresario recto que no quiere caer en la dinámica gansteril de sus
competidores—los reúne a todos en un restaurante para advertirles, pero no se queda
a comer, porque aspira a no ser uno de ellos; le vende en una peluquería a un
competidor—Martin
Scorsese o Francis Ford Coppola
hubiera optado por el degollamiento con baja barbera—la
gasolina que le ha estado robando de sus camiones cisterna.
Queda
en el aire la extrema animadversión que siente hacia él el fiscal Lawrence (el
acento africano del actor de origen nigeriano David Oyelowo choca), no explicada; encaja muy bien la reacción de
Anna (una Jessica Chastain
endurecida que recuerda a algunos de los mejores momentos de Julia Roberts) ante la contención de su
marido—remata el ciervo que atropellan de un disparo mientras éste duda con la
palanca del coche en la mano—quizá porque le viene de familia (padre
mafioso); pero resulta confusa la relación del empresario camionero con uno de
sus conductores, el hispano Julián (Elyes
Gabel), con el que procura no hablar en castellano, el que sufre el primer
brutal asalto de su camión cisterna en un peaje de la autopista, al que al
principio trata con afecto paternalista para abandonarlo luego a su suerte en
un final abrupto cogido con pinzas, innecesario desde mi punto de vista.
Como el
Michael Corleone de El Padrino—y de
nuevo viene a la cabeza Al Pacino,
con el que, hasta en estatura coincide Oscar
Isaac—, Abel Morales pierde la inocencia, y la conciencia, en aras de su
sueño americano, hacerse con ese trozo de muelle de Brooklyn que mira Manhattan,
su pozo de ambición en donde la honestidad está reñida con el triunfo. Abel
Morales lucha contrarreloj por conseguir su terreno, ahora destartalado y
ruinoso, comprándolo a ortodoxos capitalistas que, ellos sí, tienen normas
rígidas y se rigen por una rectitud moral que han abandonado las nuevas
generaciones de lobos—los judíos jasídicos con los que llega a un trato; la ceremonia del
contrato; el mutuo respeto entre las partes; el valor sagrado de la palabra—, para
tener su lugar en el cielo en ese diamante que es Nueva York, pero dejando por
el camino los principios.
Una
crítica pausada, y velada, al american
way of life con el envoltorio elegante de film noir que crece en la distancia, que tiene el poso del buen cine
norteamericano, del de los ochenta, precisamente, al que el director vuelve con
su película. J.C. Chandor es un
valor seguro, aunque me temo que, como al protagonista de su historia, el
sistema acabará corrompiéndole.
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